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La galaxia del constructor
Anya Amasova


Cuando era niño e iba rumbo a la escuela pasaba siempre por el mismo lugar.  Le fascinaba ir mirando la estructura de las casas remodeladas por sus dueños, apreciar cómo las mismas se iban transformando. Una que parecía castigada por el tiempo se volvía de pronto otra llena de vida y novedad. Así nacía la ilusión de algo nuevo, diferente. El paisaje se modificaba, y así parecía que se modificaba el mundo.

Así es que miraba anonadado, con un aire de nostalgia futura, cierta casa de aspecto antiguo que había sido reciclada por su dueño. Era como la reconstrucción de un sueño. Ahí se quedaba, unos segundos parado al frente de la misma, observando con un  sentimiento de extraña soledad,  pero a la vez con una especie de gratificación nostálgica que lo dejaba pensando. Pensando en cómo sería a todo a partir de ese momento en aquel lugar. Qué sería a través de esas ventanas, qué se podría observar hacia fuera, cómo transcurrirían los días en el patio nuevo con árboles y plantas, o con flores y una cascada con querubines. Por qué no, todo diseño de lugares era posible en su universo de construcciones.

Cuando dormía tampoco podía desprenderse de sus historias de habitaciones y paredes. Soñaba con pisos de madera lustrosos, alfombras mullidas, paredes decoradas con estilo singular, vigas que adornaban la materia noble de ladrillos firmes. Y también mármoles que signaban escaleras sinuosas, barandas de metales caros, techos de yeso moldeados con relieves.

Un intrépido psicoanalista que practicaba al pie de la letra la libre asociación le había manifestado cuando ya era un adolescente que, en verdad, el soñar con casas nuevas o casas transformadas delataba la necesidad de querer «transformar cosas, de avanzar hacia situaciones nuevas». Eso decía el especialista del diván, mientras miraba de reojo el infaltable retrato del padre Freud,  y le hacía guiños a sus libros interminables alineados en su biblioteca ejemplar.

Su frenesí por los edificios postmodernos, las casas remodeladas, los teatros reciclados, los shoppings erigidos en estaciones antiguas de ferrocarril se hizo carne en los años noventa, ya recibido de arquitecto. No tenía otro destino que serlo, era casi como natural, le surgía de lo más profundo de su ser. Hasta soñaba con los proyectos, y luego los ejecutaba, como si nada. Sus edificaciones eran cada vez más sofisticadas, más complejas, más laberínticas. Se convirtió en una celebridad local de la innovación en el ámbito de las construcciones.  Su rostro era ya recurrente en las revistas de diseño y arquitectura, y hasta en las que mostraban la llamada «vida social»: cócteles, reuniones en salones exclusivos, inauguraciones de todo tipo.

 

Hasta que un día decidió ir hacia una isla cercana a Rosario como respuesta a los requerimientos de un cliente. Algo quiso que aquel día le sedujera la idea de salir de su galaxia de cementos, planos y geometría contundente. Allí estaba. Inevitablemente sintió que se encontraba en un recóndito sitio, ajeno, inhóspito. Por un momento creyó que estaba soñando: el camino marcado a fuerza de pasar siempre por el mismo lugar parecía volverse inútilmente sobre sí mismo (a él le parecía). Pisó unos  pastos algo  quemados por una sequía que le pareció extraña, y observó como la tarde se arremangaba hacia el ocaso. Alguien le confió que en aquel paisaje, las lanchas y los yates solían en otra época surcar las aguas del caudaloso río. Pero ahora parecía en decadencia. Así que le preguntó a su cliente por qué quería construir por ese lugar. Le respondió que le gustaba la soledad del lugar, que le inspiraba para reconstruir su tarea de cronista y escritor.

 

Hasta que un día ocurrió lo ilógico, lo inexacto. Nadie se podía explicar porqué, ahora,  los andamios del constructor oscilaban derruidos. Su mundo de planos y perspectivas van lentamente ocultándose tras su nuevo meridiano. El mareo y la amnesia, de pronto, son como fotogramas nuevos, algo diferente.

 

Sólo resta determinar cuál fue el momento exacto en que el constructor cayó preso de una especie de Big-Bang que la mayoría de los facultativos, ahora,  no pueden explicar.

 

Puede ser que así haya sido todo: volvía del barrio del río aquella tarde, cuando una especie de resplandor repentino lo hizo recostarse sobre el asiento de su vehículo. El mundo había comenzado a parecerse a otro, justo en el momento en que su vida había dejado de ser una totalidad de cálculos exactos. Detuvo repentinamente la marcha del rodado. Todo a su alrededor se iba transformando en una compañía indeseable, en una enumeración de objetos inertes (teléfono celular, notebook). El mirar hacia el interior de su imponente auto fue el comienzo de un camino signado por acantilados de preguntas y más preguntas. A través de la ventanilla pudo ver que el mundo ya no era el mismo. O quizás él no era el mismo. Allí estaba, desnuda, silenciosa, presa de una ausencia: esa casa. Los cimientos de una casa en construcción le significaron el vacío más grande que nunca hubiera podido experimentar. No eran los de sus majestuosas construcciones, eran los esbozos de una casa incompleta, de un sitio ausente (se acordó de la humilde morada de su infancia, de lo que había vivido dentro de la misma). Algunos rasgos del lugar dieron la pauta de que hacía años que esa vivienda estaba en construcción. Quien la había comenzado a construir, probablemente nunca había podido terminarla. Apenas quedaban signos de una estructura que nunca pudo llegar a sostener nada.

Desde aquel día el constructor nunca pudo explicarse por qué las casas perfectas que él alguna vez había alzado nada tenían que ver con los extramuros de su mundo, ni tampoco significaban nada para sus paredes interiores. Cada vez que quería decir algo sobre casas en construcción sólo podía enunciar una cadena de balbuceos temblorosos.

Un psicólogo gestáltico propuso que se le aplicara una técnica de «reconstrucción de personalidad». Puro palabrerío rebuscado, dijo su madre, que apenas sabía leer. El constructor empezó a hablar de medidas de materiales de construcción, de cantidades necesarias de metros de materiales, de técnicas, de planos; pero con la incoherencia propia de un lunático, o de un bromista que estuviera mezclando los términos con el sólo fin de provocar risas.

El universo se había vuelto una edificación ridícula para el arquitecto. El constructor no pudo nunca más hacer nada que tuviera que ver con su mundo de edificios. Apenas pudo tomar los ladrillos de juguetes de su hijo y encastrarlos uno a uno. Pero hasta en eso falló. Puso todas las piezas de un mismo color, y el juego quedó imperfecto.

 

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Anya Amasova
, escritora argentina, trabaja como correctora periodística.
sin @ para evitar el spam anya_amasova2000(a)yahoo.com.ar

 

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©