Lobos
Javier Díaz Andonegui
Campana, campana, campana.
Sonaron campanas.
Entonces amaneció, a pesar de la
sangre, a pesar del río, amaneció. Abrió los ojos y respiró, y junto
con el aire entró el recuerdo, lo pasado. La cama que gimió al incorporarse,
las sábanas blancas y duras, el aire frío del cuarto, todo cantó al
mismo tiempo. Se atusó los negros cabellos y acarició su cara. ¡Mamá!,
llamó.
Se lo dio dulcemente, con palabras
que cortaban como cuchillos, como un río calmo y turbio. Como agujas,
las palabras escaparon de sus labios, mientras la fría mañana de invierno
sumergía el pueblo en una callada promesa; así, suavemente, entre
silencios fríos, le dio a conocer su futuro.
Conocerás, a tu pesar, lo que vivir
en las sombras significa. Sabrás, aunque no quieras, cómo se desea
la soledad. Caminarás por lugares desiertos buscando la paz que nunca
hallarás. Y pasarán los años y tus posibles hijos nacerán de otros
vientres, y tus bailes, otras los bailarán. Tú vivirás en las sombras,
deseando la soledad. Porque debes pagar tu culpa, la de todos, y ya
no importan sueños ni ilusiones, ya no quedan fiestas ni celebraciones.
Otras sacarán a la Virgen en procesión, otros trabajarán los campos
y cuidarán las calles. Te sacrificaste por todos nosotros, te lo agradecemos,
mas devuélvenos ahora las armas prestadas, paga tu culpa; vive en
las sombras.
Gracias por habernos salvado. ¿No
lo entiendes? ¿Acaso no comprendes que alguien debía perder? Tú tuviste
tu parte de culpa, todos la tuvimos, ¡no me mires extrañada! Pero
tú fuiste víctima, desafortunada, sí, pero víctima... y como tal reconocemos
tu pequeña culpa. ¿O es que no recuerdas cuando de pequeña llegabas
llorando? «Juan me ha pegado» y te decía: «Si no molestases a tu hermano...»,
o «se me ha manchado el vestido», y te decía: «Si no bajases al río...».
Toda víctima tiene su culpa, como todo criminal tiene su descargo.
La noche oscura, tu valor...
Vivirás en el silencio para que
los hijos del lobo puedan crecer junto a nosotros, entiende que seguimos
siendo un pueblo, el mismo pueblo. El lobo ha muerto, sus hijos no.
Tú fuiste víctima, tú debes asumir tu culpa.
Y así pasaron los años, en continua
huída, en silenciosa oscuridad, sin más compañía que la perra. Su
cuerpo se ensanchó, se relajó, su pelo se encaneció y la gente del
pueblo olvidó su sacrificio. Un día se acercó al río, ese río que
encendió la llama. El río tuvo la culpa, pensó. El río, la noche,
mi valor... Observo la casa allí, a lo lejos, con su enorme muro y
sus orgullosas torres, entendió que durante aquellos años las fiestas
continuaron, la vida fue misericordiosa para con los hijos del lobo,
ellos vivieron con la ausencia, pero vivieron. Vio una sombra a través
de una ventana, fuerte figura, manos recias, un lobo.
Se encorajinó, gritó y bramó, pidió
justicia, la que nunca tuvo. Soy culpable, se dijo. Ellos fueron culpables.
Cerró los ojos y adivinó el cuerpo enorme arrastrado por el río, aquel
ufano pecho, fuerte y joven, apenas entrevisto entre los jirones de
la blanca camisa teñida de rojo. La caza, pensó, todos salimos a cazar,
todos somos culpables. Los perros ladraron, el pueblo ladró, olimos
a muerto, salimos a cazar. Todos fuimos culpables. Nadie es inocente.
Mamá, se dijo, tengo el vestido
manchado de sangre. «Si no hubieras bajado al río...». Y sonaron campanas
en la oscuridad.
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FOTOGRAFÍA: MIRIT BOROVOY
y JOSÉ LUIS MARTÍNEZ EYHERAMENDY ©
Puedes ver la muestra, en Margen Cero, de estos dos fotógrafos
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