Mente asesina
Ricardo
Juan Benítez
El hombre estaba al final del
callejón sin salida, en más de un sentido. Estaba alerta, al
acecho. Esperaba su presa. Como un animal olfateaba el miedo y la
debilidad de su potencial víctima. Sabía también que él a su vez se
había convertido en un blanco móvil. Que hacía tiempo que él lo perseguía
y que aquella noche finalizaría todo, de un modo o de otro. El tipo
pensaba:
—Tal vez fuera mejor que alguien
me detenga. Ya no puedo seguir haciendo esto. Pero sólo quiero una
muerte más antes de morir. Matar es una droga. Me causa placer. Siento
los gritos, me maldicen… me suplican ¡Piden que los mate de una buena
vez! Pero me tomo mi tiempo; no tengo apuro. Luego en un éxtasis final,
cubierto de su sangre, grito y bailo ¡todo concluyó!
Ahí viene el arrepentimiento, los
gritos en mis pesadillas. Ya no puedo arreglarlo ¡Lo que hice está
hecho! Entonces juro que va ser la última vez, que no lo voy a hacer
más, que voy a ser un chico bueno.
Recuerdo la vez que fui a pedir
ayuda a aquel cura. ¡Pobre! Lo desollé sobre el altar. Tal vez si
me apresara la policía, podría argumentar que me había poseído el
demonio. O cuando mate a la madre del estúpido que me persigue, pensó
que me podía ayudar. Me ayudó ¡Claro que me ayudó! Todavía escucho
sus aullidos:
—¡No! ¡No, hijo, no! —mi cuchillo
pedía sangre—. ¡Hijo...! ¡No!
El muy débil pensaba que podía
conmigo; hacia años me perseguía. Yo tenía la sensación de que si
no me había atrapado es porque no quería. Estaba eludiendo el encuentro
final. Por lo menos hasta aquella noche.
Mejor reviso mi arma.
El asesino tomó la automática con
su mano derecha. Con la izquierda retiró el cargador. Tiró de la corredera,
en la recámara no había ningún proyectil. Puso el seguro, y examinó
el cargador. Estaba completo. Aunque una sola bala le alcanzaría.
Colocó el cargador y tiró nuevamente de la corredera. Quitó el seguro.
Luego con la punta de los dedos acarició el cabo de asta del cuchillo
de monte que llevaba entre sus ropas.
En el mismo callejón, casi en el
mismo lugar estaba el perseguidor. Había terminado de comprobar el
estado de su arma. Al tipo lo consumía el ardor de la venganza. Su
propia madre había muerto a manos de aquel sádico hijo de puta. Y
él tuvo la sensación de haber nacido aquella noche; en que su mamá
le suplicaba a aquel tipo llamándolo hijo. ¡Hijo! De todas maneras
el sujeto le había dado un sentido a su vida. Durante años se preparó
para aquel momento. Ahora no se podría escapar… estaba en un cul
de sac. Y le daba la impresión que el turro en realidad deseaba
terminar con aquello. Le repugnó la idea de estar haciéndole de alguna
manera un favor. Pero hoy lo tenía que matar. Y mientras, pensaba:
—Este guacho mató a mi vieja. ¡Nada
de capturarlo con vida! Es más… estoy seguro que si no lo ejecuto
hoy todo comenzaría de nuevo. Tengo que matarlo por el curita, por
mi mamá y por tantos otros a los que él no les tuvo compasión. Tengo
que matarlo para evitar más muertes, más víctimas… más dolor.
No me tiene que importar que tuviera
una infancia difícil. Yo también tuve lo mío. Un padre alcohólico
y luego ausente. Mi madre… bueno, ya se sabía. Luego la calle, las
compañías pesadas. Mi vida había sido y era ardua. Calculaba que el
otro tampoco la tendría fácil. Tenía que lidiar con sus propios demonios.
Yo sabía que era un enfermo. Pero… ¡No...! esta vez no. Ya se me había
escurrido demasiadas veces de entre mis manos. ¿Tal vez lo hubiera
dejado escapar a propósito? ¿Le tenía temor? ¿No lo quería enfrentar?
Como fuera esta noche no tenía
opciones. Los dos estábamos en el mismo lugar, todo tenía que concluir.
El vengador tocó la tranquilizadora
superficie del arma. El frío del metal. El poder que emanaba de tan
sólo sentir en la mano su peso.
El asesino tenía el arma en su
mano. Cavilaba:
—El imbécil cree que puede conmigo.
¡Está loco! Si me llegara a matar es tan sólo porque yo lo dejara.
Porque quiero terminar con los llantos y los gritos en mis sueños.
Con la culpa. Pero… si pudiera atraparlo. Reducirlo y tenerlo a mi
merced. Podría estrenar mi cuchillo con él. La hoja me llevó semanas
para templarla. Lo podía ir mutilando de a poco, mientras le contaba
lo que le había hecho a su vieja. Le explicaba lo de los chillidos
y los ruegos. Los mismos que daría él. ¡Tipo duro! El infeliz no sabía
lo que era una vida pestilente. Representaba todo lo que yo odiaba
de la sociedad, esos estúpidos que no me comprendían. ¡Que me rechazaban!
¡Me odiaban! Tanto como yo los odio a ellos. ¡Si pudiera mutilarlos
y matarlos a todos, malditos orgullosos!
Pero vamos por partes, ahora tengo
que terminar este asunto.
Empuñó con decisión el arma. El
cañón apuntando al lugar correcto. El dedo sobre el percutor.
En ese preciso instante el otro
tomó la misma disposición. La pistola preparada. Apretando el gatillo.
Ambos escucharon el estampido.
Ambos murieron con esa misma sola bala.
________________________
RICARDO JUAN BENÍTEZ nació en 1957
en el barrio de Caballito, de Buenos Aires. Cursó la primaria en el
colegio San Pedro Nolasco. Debido a la muerte de su padre, tuvo que
empezar a trabajar a temprana edad. Hizo sus estudios secundarios
en un colegio nocturno y se consagró a la lectura de los grandes escritores:
Ernest Hemingway, Julio Cortázar, Edgard Allan Poe, Jorge Luis Borges,
Truman Capote, García Márquez, Horacio Quiroga, Jack London, Carlos
Fuentes, etc. Retomó su pasión por la escritura en el año 2005, publicando
en diversos portales culturales de Internet y un cuento suyo aparece
en una antología de escritores latinoamericanos.
rickybenet[at]gmail.com
Ilustración
relato:
FULGIU8, By Marcos oliveira (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
vía Wikimedia Commons.
|