Nebulosa: Mi propia globalización

Patricio Portales C.

Me desperté respirando agitado. No veía nada, todo era absolutamente negro. Pensé que me había quedado ciego. Me restregué los ojos y nada. Tampoco oía ni un mínimo sonido, sólo percibía el leve rumor de mi propio corazón y el zumbar de mi respiración acelerada. Estaba tendido sobre una camilla o algo así. Toqué la cubierta, me pareció una gelatina un poco más compacta, su temperatura era igual a la de mi cuerpo, no logré encontrar el borde. «Tal vez es un suelo», pensé. Lo recorrí gateando, al cambiar de postura me percaté de que estaba desnudo. Pronto alcancé los bordes, chocando mi cabeza con un muro vertical que también estaba cubierto por una superficie blanda y de consistencia gelatinosa, ligeramente húmeda. No olía a nada, agucé el olfato para tratar de encontrar un referente, un indicio para saber donde estaba. Nada, sólo un tenue olor a mi propio cuerpo, tal vez a sudor, pero muy leve. Ningún sentido me daba una pista. Me puse de espaldas, para buscar un sonido distinto a mi respiración y mi latir de corazón. Nada absolutamente nada. Palpándome comencé reconocer mi cuerpo, comenzando por la cabeza. Todo estaba en su lugar, el pelo, tal vez despeinado como cuando se amanece chascón en la propia cama. Hablé, escuché mi voz sin eco, un poco seca. Repetí el ejercicio subiendo de volumen progresivamente, hasta llegar al grito más fuerte que podía emitir. Nada me decía el experimento.

Gateando recorrí los muros, que eran cuatro. ¡Es un cuadrilátero, es una habitación! Al fin una certeza. Salté con las manos en alto, para encontrar el cielo de la construcción. No llegué a lograrlo. Al contrario, cada salto me parecía más complicado porque no tenía referente para conservar la vertical. Busqué una puerta o una ventana, recorriendo otra vez lentamente las murallas con mis dos manos. Nada, sólo esa textura gelatinosa y ligeramente húmeda. ¿De qué color sería… blanca, negra, roja, azul…?

Me senté a pensar. «Eso es, hay que pensar y encontrar la explicación a esta broma macabra». Quiero ver qué recuerdos tengo de mi situación anterior; tomé un avión en el aeropuerto de Orly en París, con destino a Santiago. Creo que una vez iniciado el vuelo me dormí escuchando música por los audífonos… y… nada más. No tengo otro recuerdo.

Creo que me morí. Pero si el avión se cayó mientras yo dormía… ¿Cómo es que tengo el cuerpo intacto? ¿Por qué me escucho la respiración, la voz y huelo mi cuerpo?... ¿Será que la muerte no elimina las sensaciones y que los sentidos operan como un holograma de la memoria, aunque ya la materia no esté conmigo? Eso podría ser, imaginaré algo…, un olor a eucaliptos. Hice el esfuerzo de olfatear el aire una y otra vez, imaginando como es el olor a eucaliptos… Nada solo ese ligero olor a mi cuerpo. Otro intento, ahora de ver luz; me quede mirando al lugar donde sabía que estaban mis manos, me las conozco bien y podré verlas. Nada, todo negro y nada más que negro. No. Parece que no estoy muerto, es obvio que tengo una dimensión material, física y humana común y corriente. «Si esta fuera mi dimensión espiritual no debería tener esta materialidad...» ¿Me habrán raptado los extraterrestres..? No eso es tontera no más…

Aún no tengo deseos de orinar pero, cuando me lleguen esa será una buena prueba de que estoy vivo y encerrado en este cubo sin puertas.

Me comienza a inquietar la situación. Creo que estoy soñando y haré lo necesario para despertarme. Ya no me parece bueno seguir habitando en esta pesadilla.

Cuando niño solía tener pesadillas y el doctor Montero me enseñó a salir de ellas; yo veía una gran tableta de un analgésico famoso, que estaba sobre una meseta. Desde abajo me parecía tan grande, como aquel estanque de agua sobre la torre de fierros oxidados, en la casa del campo. De pronto la tableta comenzaba a girar en mi dirección, yo corría para que no me alcanzara. El suelo, primero duro, se iba haciendo mas blando, al final era arena fina cada vez más profunda. Cuando la tableta estaba a punto de aplastarme, me despertaba transpirando y gritando, llorando aterrorizado. El Doctor me preguntó si acaso siempre estos episodios eran iguales. Le respondí afirmativamente: —Bueno entonces lo que tienes que hacer es que, al ver la tableta arriba en la meseta dices; «es una pesadilla, es una pesadilla y me voy a despertar, ahora me despertaré, uno, dos, tres». Debo haberle hecho caso porque siempre que tenía una pesadilla hacía el ejercicio y me despertaba. Después no me dormía más, pensando en que la pesadilla volvería a repetirse. Así me sané de las pesadillas.

Esta es una pesadilla extraña pero me saldré ahora ya: uno, dos, tres… Abrí los ojos y nada todo igual, negro, como si estuviera sumergido en leche negra… Repetí varias veces la misma rutina sin resultado. La pesadilla continuó igual, o peor, una desazón me invadió progresivamente conduciendo mis pensamientos por extraños recovecos. Debe ser una fase, un tiempo de transición entre la vida y la muerte. Dios me ha dado un tiempito para que haga mi acto de constricción final y me arrepienta de verdad. ¡Pero de verdad!, desde el fondo de mi alma, de todos mis pecados. Son tantos que debería comenzar ahora mismo, para que me alcance «el tiempito», cuya extensión desconozco.

Tendido, con los ojos abiertos perdidos en la profundidad de la ausencia total de luz, comencé el proceso de constricción. A ver, Louí Daudrí Martínez, si estás R.I.P. comienza ya. ¿Dónde debía poner el punto cero, la partida? ¿En mi infancia o en mi adolescencia? Creo que desde que tomé nota del bien y del mal. Desde que la conciencia se me hizo presente. No sabía cuándo había ocurrido aquello. Recordé que una vez, siendo muy pequeño, robé unas galletas que estaban guardadas, muy alto en un anaquel del repostero, en un tarro de lata pintado con payasos. Ahí supe que estaba haciendo algo malo y además expresamente prohibido por mi madre. El castigo posterior a mi confesión de autor intelectual y material del hecho, así lo probaban. ¿Sería ese hito, el primero para comenzar? Creo que no, es poco culposo. Una diablura de niño de cinco años y nada más. Además parece que ya me arrepentí varias veces de esa mala acción.


Durante un tiempo estuve buscando el primer hito para determinar el «desde cuando». No quería excluir, conscientemente, ningún motivo de arrepentimiento. Aparecieron varios hechos sospechosos: Esa vez en la piscina que le escondí los calzones a mi prima mayor para verle sus partes pudendas. O esa otra que le mentí a la profe por no haber hecho una tarea de aritmética y «enfermé gravemente» a mi abuelita. O cuando me quedé con un saldo chico, después de ir al kiosco a comprar el diario, mandado por mi abuelo. De todas esas faltas ya me había arrepentido, o sea no debían estar en la lista para un nuevo arrepentimiento. Tenía que avanzar más en la edad de pecador, para encontrar el verdadero hito. Fijar la frontera temporal, donde comenzar mi constricción para pedir perdón y arrepentirme de verdad, aseando mi conciencia y liberando mi alma del peso del pecado.


La adolescencia me ofrecía más posibilidades: Recordé cuando observaba a una bella vecina, una morena joven recién casada, cuando salía al patio de su casa en camisa de dormir, casi transparente. Yo me las arreglaba para mirarla detrás del vidrio chico del baño del tercer piso. Me enamoré de ella y la deseaba como un enajenado. Gran parte del día pensaba en ella y la sangre me hervía. Era «la mujer de mi prójimo» y por lo tanto esa era una falta de las grandes. A los doce años ya me daba cuenta y me asustaba con aquel pecado que no podía, ni sabía, como eludir. Las reacciones biológicas me lo expresaban con inusitado vigor. Al fin se resolvió solo, porque ella comenzó a engordar, se puso fea y resultó que estaba esperando un bebé. La fiebre endemoniada se me quitó sola. Ese pecado se me repitió mucho, sobre todo con las niñas mas lindas de los cursos superiores del colegio, que siempre ya estaban pololeando con alguien y por lo tanto, «eran de mi prójimo».


Salté unos años adelante, porque casi todas mis faltas de ese tiempo eran del mismo tipo; relacionadas con mujeres y con sexo. Yo ya me había arrepentido de ellas, pero me parecía que no mucho, así es que las dejé para incluirlas en un capítulo menor de mi constricción final. Comencé a revisar otro tipo de faltas de gran tamaño. Las gruesas faltas de adulto. Evoqué el odio que acumulé para con mis adversarios ideológicos. Recordé que me había «hecho el tonto» cuando veía y conocía atropellos groseros a la dignidad de las personas. Rememoré cuando me escondí, en vez de salir en defensa de los más débiles que eran abusados. Evoqué, avergonzado, cuando me callé en vez de hablar en nombre de los silenciados… Me vi «escabullendo el bulto», para no participar de acciones y obras en beneficio de los más pobres, con argumentos y evasivas inmorales… «Riesgo, Tiempo, Cansancio, Poca Claridad…» He faltado reiteradamente al más bello y fuerte mandato moral: «Ama al prójimo como a ti mismo»... El «mandamiento duro» que hace la diferencia.


Me asustó el peso de mis faltas de adulto, parece que ahora estaba más desnudo y sentía un frío extraño, como por dentro de la piel… En verdad me avergoncé de mi mismo y me alegró estar ciego, «en esta situación no querría verme a la cara…».

Ese era el acto de constricción que tenía pendiente. Alguna vez lo había hecho pero con superficialidad. Una constricción light, se diría hoy: «Total; si yo no he hecho el mal intencionadamente a nadie… Ni siquiera le he protestado un cheque a quienes me han pagado con papeles falsos o dolosos… Tampoco he odiado a los que me han ofendido; no los considero, los borro y… punto…».

La bebida, ese es otro punto para mi lista. He bebido en exceso, no es que sea alcohólico eso sería una enfermedad. Es que me ha gustado tomar algún trago; Un buen Whisky, un Brandy, un fino Cognac, pisquito sour… acompañados de un cigarrito. Un vinito tinto del bueno con una carnecita a la parrilla... unos chori-panes…» Eso, a veces soy sibarita y la gula me domina. Ese es un verdadero abuso de mi cuerpo… Está claro: no me he «amado mucho a mí mismo…». Estoy listo. Ahora puedo hacer mi acto de constricción, impulsado a ser más honesto por todo el peso de mi conciencia, esta roca filosa que aprieta mi pecho amenazando con asfixiarme. Espero que este «tiempito» me alcance… antes de que me llegue la hora del juicio y sea recibido con una sentencia condenatoria inapelable, en un proceso sumario y rápido… Seguí divagando en torno al tema que me había dejado un tanto exhausto: ¿Para qué nos dará Dios, la libertad?… Ahora pienso que sería mejor no tenerla y que él guiara, a control remoto, los pasos de la conducta humana. Sería tan fácil, chancaca… Total, si somos creaturas de él, ¿para qué nos deja en libertad de escoger…? No entiendo… o no quiero entender. Algunas respuestas se comenzaban a cuajar en la nebulosa de mi mente. Empezó a aparecer mi familia en el marco del recuerdo espontáneo. Me pareció que la memoria concreta e inmediata, regresaba lentamente… Me alegré de aquello.

Advertí un claro deseo de orinar. Esa sensación orgánica elemental me situó nuevamente en la cruda realidad, en mi estado de oscuridad, desnudez y soledad total. Me moví una vez más, recorrí la pared cuidadosamente con las palmas de las manos, centímetro a centímetro. Al trasponer la cuarta esquina supuse que estaba en el lugar de partida. El maldito lugar no tenía ni un poro abierto, todo debía ser lo mismo. Gelatina negra. Un cubo hueco de gelatina negra. Comencé a gritar —siempre se supone que alguien te escuchará—. Repetí varias veces el grito, «¡me voy a orinar!» No sean inhumanos ¡sáquenme de aquíii! Desde lo alto llegó al fin un sonido. Me quedé inmóvil, contuve la respiración para oír mejor.

—«Señor Lui Daudrí Martínez, no se asuste, usted está debidamente protegido, bajo el cuidado del Ministerio de Salud de los Estados Unidos de Norteamérica. Laboratorio de Medicina Interespacial, en Pasadena, California»…

El acento me pareció de un gringo culto, hablando español de academia.

—«Usted está en total aislamiento porque es portador de un virus altamente letal y sensible a la luz. Lo hemos rescatado a tiempo mientras volaba entre París y Santiago de Chile. Sus muestras de varios tipos de tejidos, mucosas y fluidos, están siendo analizadas en nuestros laboratorios. El virus se desarrolla, expande y ataca, solamente con la luz».

Me quedé aun más perplejo: —¿De qué me habla? —grité. —Yo no estoy enfermo, nunca lo he estado. Apenas he tenido unas amigdalitis y de cuando en cuando lumbago. Soy muy sano. Soy Chileno/Francés, soy ingeniero, tengo todas las vacunas habidas y por haber. ¡Abusadores! ¡No entiendo por qué me han secuestrado..! ¡Ahora estoy que evacuo! ¡Si no me sacan lo haré aquí…!

—«No se preocupe, estamos bajando un tiesto, con un antivirus experimental, para que usted mixione. Luego lo subiremos para agregar su contenido a nuestros elementos de análisis. Le repito, no se asuste y siga las instrucciones. Nosotros lo vemos a través de una cámara infrarroja que usted no advierte. El cubo ya está a su mano derecha, justo en la esquina, a 50 cm. del suelo. Úselo con cuidado y retírese para izarlo».

—¿Por qué me han secuestrado en contra de mi voluntad…? Esto vulnera mis derechos humanos, los voy a denunciar, los acusaré ante las Naciones Unidas… La UNESCO, Las OMS… ¡Carajos… no soy un coballo de laboratorio!… ¡Sáquenme de aquí..! Por favor…, ¡No resistiréeee…!

—«No es posible señor Daudrí. El virus que usted porta es tan letal que el hombre que lo contagió falleció una hora después de dejarle en Orly. Basta un pequeño haz de luz, 0,1 lux, para que se desate, cuando está en la etapa de reproducción acelerada, y ese es su caso. Además no es lábil a ningún producto conocido».

—¿Cómo qué me contagió un hombre?... ¿De qué me hablan?... ¿Ustedes están locos?... ¡No he tenido contacto con nadie…!

—«No, señor Daudrí, el hombre que le contagió fue el taxista de París. Un argelino, que igual que usted era un caldo de cultivo perfecto, posee un extraño gen permeable. Es sólo un hombre en un millón, pero el alto riesgo está en que el virus activo es mutante y fotosensible. En catorce horas ya está en condiciones de escoger otra victima, portadora de un gen permeable distinto. La única forma de combatirlo conocida hasta ahora es la total oscuridad y aislamiento por 168 horas continuas, a usted le quedan seis días. No se preocupe Louí, usted tendrá todo lo necesario para sobrevivir perfectamente. Está aislado a 30 metros bajo la superficie. Sobre su refugio está el laboratorio que lo observa minuto a minuto. Le estamos suministrando aire nutritivo así es que no tendrá apetito, sed, ni mas necesidades escretales».

—¡Mierda!, Gringos huevones abusadores, ¿qué se creen? ¿Quién los autorizó para privarme de mi libertad?... Ya verán, mi gobierno va a protestar También lo hará la iglesia. Mi familia ya debe estar buscando el apoyo de Francia para sacarme de aquí… —si es que les han avisado— ¡Imperialistas, gorilas…! Estoy seguro que el virus se les escapó a ustedes… ¡Carajos! ¿C´est la merde de mi globalización?...

Un chasquido acusó el cierre del altoparlante. Una música suave reemplazó al locutor…

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PATRICIO PORTALES COYA es un autor que vive en Valparaíso (Chile).

Contactar con el autor: patricio.portales [at] serviciomedico.cl


Ilustración relato: Escape vertical, fotografía por Francisco Ureña Rodríguez ©, participante en la III Muestra de Fotografía Almiar (2005).

▫ Relato publicado en Revista Almiar (2005). Reeditado en marzo de 2020.

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