Suicidio pop
Iván de Paula
La penúltima vez que supe de mí
agonizaba en la bañera, mis muñecas se desangraban y una navaja descansaba
jadeante sobre el sanitario.
Desperté la semana
siguiente en el Sanatorio Central, con ambas vendadas.
Era una habitación
color blanco cenizo, tenía alrededor de quince camas apiñadas dentro
de una dimensión muy pequeña.
Mi única compañía
era un viejo desnudo, de pelo largo, apestoso y encanecido; estaba
sentado sobre su cama, sostenía una escopeta humeante.
Una enfermera me
vigilaba desde la entrada, hizo una mueca de disgusto cuando mostré
señales de vida, le dijo a un encapotado de negro —quien sostenía
una pala embarrada de lodo— que retornara a la Funeraria porque todavía
no era mi momento.
El tipo se marchó
mascullando palabrotas y jurando que no se molestaría en regresar.
El viejo también
me miró con semblante irascible, sobó su arma tiernamente; a través
de una ventana divisaba el gran patio donde algunos pacientes caminaban
lentamente creyendo que así mejorarían sus dolencias.
Tres de ellos desfilaron
hasta el centro orgullosos de recuperar gradualmente el don divino
de la locomoción; el viejo —quien juraba llamarse Dios— saltó de su
cama, apuntó al paciente más cercano… !Bang!, un disparo a la cabeza
y el pobrecito se desplomó, los demás trataron de devolverse pero
la velocidad de retroceso no les ayudaba... un segundo disparo ¡Bang!,
el segundo cayó de bruces sobre la grama... un tercer disparo ¡Bang!,
el tiro atravesó la nuca de la tercera víctima, su sangre embarró
algunos banquitos de madera cercanos a la escena.
Dos enfermeros llegaron
al rescate sosteniendo cada uno en cada mano tres grandes bolsas negras
y tres palas medianas.
Dios cerró el rancio
cortinaje. Se reía a carcajadas tan fuertes que se le saltaron tres
lágrimas...
La enfermera se acercó.
Me susurró:
—El gobierno dejó
de subsidiarnos, por eso ellos pasean a quienes Dios desahucie, así
que sánate para que no te agregues al grupo.
La editora me visitó
al día siguiente, me besó en la frente. Confesó que fue ella quien
me salvó ya que aquella noche participaría en la puesta de libro más
reciente; se cansó de llamar y nunca contesté. Esperaba que me sanara
muy pronto porque el compromiso seguía pendiente, la Editorial exigía
justificar la grosera factura del alquiler del local.
La acompañaron algunos
fans quienes cargaban ejemplares de mi ultimo libro —sí, ultimo
porque no volví a escribir posteriormente— eran jovencitos con pintas
de aprendices a decadentes.
Clamaban por autógrafos,
a pesar de que aún no podía mover mis muñecas.
—¡Fírmanos porque
no sabemos si mañana podrás hacerlo…!
Preguntaron sobre
los motivos de la creación artística y demás mierderías.
Hablaban al mismo
tiempo, halaban cada vello de mis poros... coño y ¿a qué hora es que
terminará esta jodida visita? ¿Por qué Dios no me ayuda con su gatillo?
El muy cabrón fingía dormir pero brechaba por el rabillo de sus ojos
legañosos.
—¿Ves lo que te decía,
que era bueno que tus relatos tuvieran bien definido el inicio-nudo-desenlace?
—¡Mira cómo te persigue
la juventud!
¿La juventud? ¿Cuál?
Si todos nacemos podridos...
Antes de retirarse,
dejó sobre la mesita nocturna la renovación del contrato con el compromiso
de cinco libros durante tres años... rozó mis labios:
—Cuando mañana te
alivies revísalo y después fírmalo, quiero seguir contigo...
Los fans también
se marcharon sin conseguir que autografiara nada, quizás mañana, cuando
Dios se decidiera a apuntarles directamente a la sien.
Luego mal dormí un
par de horas batallando contra los mosquitos, el calor y el tufo del
humo de la escopeta.
La enfermera me despertó
fingiendo toser, entró con una vela en una mano y un estetoscopio
en la otra «cortamos la energía eléctrica de siete a siete para reducir
costos».
Los colocó sobre
el suelo.
Me tocó el cuello,
las tetillas, descendió sus manos hasta el miembro, me apretó los
testículos, sufrí una cálida erección.
Se lamentó:
—¡Coño te vas a sanar!,
te queda menos de una semana…
Los días posteriores
fueron aburridísimos, me mantenían acostado con los brazos extendidos
al sol hasta que cicatrizaran las heridas.
Dios nunca me habló
ni yo a él tampoco, su rutina consistía en permanecer eternamente
despierto, se la pasaba sentado sobre su cama cubierto, colocaba su
escopeta entre la entrepierna y sus granos, nunca supe cómo hacía
para que no se le agotaran las municiones.
Cada vez que sentía
algún movimiento humano en el patio se viraba y apuntaba y ¡Bang!
Otra alma liberada que ascendería al cielo gracias a su divina intervención...
después me miraba resabiando, quizás porque me notaba demasiado consciente;
pudo hacerme un gran favor rompiendo sus reglas y disparándome justamente
en la frente.
Perdí la cuenta de
cuantos enfermos mató durante mi convalecencia, quizás sobrepasó la
veintena, para mí esas muertes eran tan habituales como las pajas
que me sacaba la enfermera cada noche a las diez.
Cinco días después
pude mover mis muñecas levemente.
La enfermera no me
visitaba desde la noche en que no se me paró.
Mi editora nunca
regresó a buscar el contrato, que por cierto nunca firmé.
Dios había asumido
un comportamiento muy pasivo, su escopeta ya no hedía a pólvora mohosa.
El patio rebosaba
de tanto verdor.
La hierba creció
hasta cubrir toda la tierra sembrada de desechos humanos.
Desconecté el suero,
pisé el suelo por primera vez en tres semanas.
Dios apuntó, pero
no disparó.
Salí hacia la recepción,
pensaba que el guardián o la enfermera pajera detendrían mi salida
triunfal.
Agraciada sorpresa:
los encontré a todos bien matados, cada uno con un disparo en la frente:
El vigilante sentado con la boca sucia por el tabaco que masticaba,
una recepcionista sentada chismeando por el teléfono, la otra en cuclillas
arreglando su pantyhose, la enfermera mamadora desplomada en
la entrada que conducía hasta mi cama, los enfermeros durmiendo sobre
sus camas «tipo sándwiches», algunos bocas arriba y desnudos, otros
en calzoncillos.
Subí hasta la azotea.
La última vez que
supe de mí me lancé desde ahí.
El sol de las
once calienta a nuestra vetusta ciudad cosmopolita, quien coquetea
al visitante luciendo sus gigantescos edificios fálicos y sus antenas
futuristas.
El descenso terminó
bruscamente cuando mi cráneo se despedazó contra el asfalto.
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IVÁN
DE PAULA
es un autor de Santo Domingo (República Dominicana).
iva_depaula[at]yahoo.com
Lee El ataúd,
otro relato de este autor.
- ILUSTRACIÓN ARTÍCULO:
Fotografía por Adrián Markis ©, perteneciente a su
muestra de imágenes en Margen Cero.
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