Café solo, por favor
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Jesús Manuel García Gómez
Aquella tarde reunía
todos los ingredientes para pasar a formar parte de mi gran colección
de minutos desperdiciados. Mis padres, sentados frente al televisor,
bostezaban a intervalos de cinco minutos, el perro dormía sobre la
alfombra disfrutando interrumpidamente de un largo sueño. Yo, por
mi parte, leía el diario de la mañana, sentado en mi sillón favorito.
Formábamos parte de una
hermosa estampa familiar que llevaba ya treinta y cinco años repitiéndose
(por supuesto, con perro distinto). Mis adorables progenitores se
acercaban vertiginosamente a esa edad en la que toda pareja desea
vivir sus últimos años en la más absoluta tranquilidad, y la presencia
en aquella casa de su hijo mayor resultaba un obstáculo para sus planes.
A pesar de su impaciencia, eran perfectamente conscientes de que el
alza del precio de la vivienda, unido a mi modesta mensualidad como
transportista no podían ayudar mucho a acelerar mi salida.
Mi padre llevaba meses
dándole vueltas al tema, y por más que pensaba en ello no encontraba
una solución. Así que decidió hacer uso de sus contactos, e invitó
a un antiguo amigo de juventud a que nos visitara aquella tarde. Juan
Luis, que así se llamaba su amigo, era un empleado bancario de generoso
bigote y sonrisa tibia que mi padre había conocido mientras cumplía
el servicio militar en Cádiz. El plan, urdido silenciosamente por
mis padres, consistía en presentarme ante él como un joven modélico,
que debido a una serie de desdichadas circunstancias no había tenido
la oportunidad de emprender una vida propia. Mi padre dedicaría unos
cuantos elogios a Juan Luis, y solicitaría su mediación para obtener
un préstamo en mi favor.
A las cinco menos diez
mi padre fue a buscarme a mi habitación. Me comentó que tenía poco
más de cinco minutos para elegir uno de mis mejores trajes del armario
y tratar de causar buena impresión a la visita que estaba a punto
de llegar. En principio me sentí bastante molesto, ya que no habían
contado con mi opinión en ningún momento, pero sabía que si me negaba
me estarían torturando con aquello durante meses, así que decidí colaborar,
pero eso sí, a mi manera.
Me presenté en el salón
antes mis padres y nuestro invitado con mi sudadera azul descolorida
y mis pantaloncitos cortos de hacer gimnasia. Todos me miraron con
cara extraña. Les dije que me iba a correr por el parque hasta las
seis, pero mi padre insistió en que me sentara con ellos a tomar café.
Mi padre se acercó a
mí, y se dio cuenta de que mis ropas despedían cierto olor a sudor,
ya que procedían de la cesta de la ropa sucia. Estreché un frío apretón
de manos a Juan Luis, y me fijé en que su ojo izquierdo padecía cierto
tic nervioso, que se agudizaba cada vez que se encontraba ante una
situación incómoda.
Traté de ser amable con
él, pero sus aires de superioridad y su falsedad no me gustaron nada.
Su tono de voz era arrogante y se dirigía a mi padre con cierto autoritarismo
y desprecio, como si lo considerase un fracasado por haber trabajado
durante veinte años en un almacén de muebles. Permanecí sentado, escuchando
con desagrado los elogios que mis padres dedicaban a nuestro invitado.
De repente tuve una idea:
—Permítanme que les prepare
el café —afirmé con decisión.
—Gracias, le agradecería
que el mío fuera un solo largo —comentó Juan Luis.
Mis padres no dijeron
nada. Se limitaron a mirarme extrañados ante aquella inesperada y
poco común muestra de amabilidad por mi parte.
Descubrí que nuestro
invitado no era un tipo muy inteligente, ya que nadie en su sano juicio
permitiría que un desconocido con mi historial le preparase algo tan
delicado como un café. Busqué en la despensa una antigua bolsa de
café rancio que guardaba mi madre, que se encontraba en tan mal estado,
que ni las cucarachas, que solían corretear durante la madrugada por
la estanterías, se atrevían a probarlo. Añadí una gran cantidad a
la cafetera y añadí un poco de agua sucia del fregadero. El resto
sólo fue cuestión de mezclar y agitar.
Nos sentamos todos alrededor
de la mesita del salón con la intención de compartir lo que se perfilaba
como una agradable sobremesa. Ofrecí a Juan Luis la taza con el café
que había preparado especialmente para él. El resto tomamos café normal,
del que estaba de oferta en el supermercado. Mi madre trajo unas pastas
que guardaba en un armario de la cocina para una ocasión especial.
Juan Luis bebía el café lentamente. Su rostro no podía evitar reflejar
cierta expresión de desagrado ante aquella bebida.
Mi padre que empezaba
a sospechar que algo no marchaba bien, decidió sacar a relucir el
verdadero motivo de nuestra reunión antes de que fuera demasiado tarde.
Se sentó en el sillón próximo a Juan Luis, le dio una palmadita en
la espalda y empezaron a recordar los tiempos del servicio militar.
Mi padre le ofreció un puro y recondujo la conversación hasta la época
en la que Juan Luis tomó la decisión de incorporarse a trabajar en
un banco de gran porvenir. Nuestro invitado asentía con gesto de aprobación
mientras devoraba las galletitas de mantequilla que mi madre había
colocado en una bandeja. Mi padre pensó que era el momento propicio
y le pidió que intercediese por nosotros ante su banco. La actitud
de Juan Luis cambió de repente y comenzó a explicarnos las enormes
dificultades que implicaba conceder un préstamo a un individuo sin
solvencia, como era mi caso. Tras las continuas insistencias de mi
padre accedió a estudiar el tema, dejando entrever que una pequeña
aportación económica para hacer un regalo a uno de sus jefes podría
agilizar el proceso. El tic de su ojo izquierdo se hacía cada vez
más patente, lo cual me hizo sospechar que mentía.
—¿Un poquito más de café
Juan Luis? —pregunté, y sin darle tiempo a responder le serví otra
taza.
Nuestro invitado comenzó
a sudar de una manera preocupante. Sacó un fino pañuelo de su bolsillo
con las iniciales «JL» bordadas y se secó el rostro. Intentó buscar
una postura adecuada para continuar charlando, pero viéndose sometido
a un intenso apretón de su intestino, no tuvo más remedio que ir al
baño.
Mis padres comenzaron
a preocuparse por nuestro invitado y a mirarme con cierta desconfianza.
Me dirigí a la puerta del baño, tratando de disimular una sonrisa
maliciosa que a punto estuvo de descubrirme. Sólo sería cuestión de
minutos que nuestro invitado descubriera que el papel higiénico del
servicio había desaparecido.
—¿Se encuentra bien?
—pregunté con cierto tono de preocupación.
—Sí, verá… —dijo Juan
Luis con la voz entrecortada–, tengo un pequeño problema, ¿podría
traerme un rollo de papel higiénico?
Aproveché el momento
para recordarle el tema del préstamo. Juan Luis intentó aplazar la
conversación hasta poder finalizar sus apremiantes tareas de higiene
personal, pero mis negativas a entregarle papel higiénico le indujeron
a perder los nervios. Elevó su tono de voz exigiéndome la entrega
inmediata de aquel artículo de primera necesidad, apelando a la supuesta
hospitalidad y respeto que se le debían como invitado. Ante mi indiferencia,
cambio de táctica e imploró mi ayuda comentándome lo embarazoso de
la situación, ya que tenía una reunión importantísima con el director
del banco aquella misma tarde.
Rápidamente fui a mi
habitación preparé la cámara de fotos digital y, evitando a mis padres,
atravesé la cocina hasta llegar a la galería de la casa. Establecí
el modo ráfaga, abrí la ventana que comunicaba con el baño y tomé
alrededor de una docena de fotografías. Cuando miré aquellas fotos,
me quedé impresionado ante la situación en la que se hallaba Juan
Luis.
Lo saludé por la ventana:
—He recogido para la posteridad estos momentos. Imagino que no le
gustaría ver ninguna de estas fotos circulando por Internet.
—¡Maldito!, ¡desgraciado! —gritó furiosamente.
—El tiempo corre en su
contra Juan Luis. Usted decide.
—De acuerdo, el préstamo
es suyo, pero por favor déme ya ese rollo de papel.
De esa manera no sólo
conseguí la promesa de obtener el dinero necesario para lograr mi
tan ansiada emancipación, sino que además logré pactar unas condiciones
inmejorables a la hora de establecer los intereses, a cambio de una
esponja y una toalla. Mis padres por fin podrían disfrutar de su jubilación,
solos, sin más compañía que la del perro y la del televisor.
Cuando nuestro invitado
regresó al salón se excusó por tener que marcharse urgentemente a
una reunión, no sin antes asegurar a mi padre que haría todo lo que
estuviera en sus manos para conseguir el préstamo. Mis padres se miraron
entusiasmados, no pudiendo contener la alegría.
Al despedirse en la puerta,
Juan Luis se dirigió hacia nosotros con cierto nerviosismo:
—Gracias por todo, ha
sido una sobremesa muy agradable.
Me adelanté y estreché
su mano sudorosa y cansada, y sin dudarlo lo invité a visitarnos otro
día. Su ojo izquierdo volvió a sufrir aquel tic nervioso, que poco
a poco fue traspasándose hacía el lado derecho de su cara. Se llevó
la mano al pecho. Las venas de su frente comenzaron a hincharse y
su rostro a enrojecerse violentamente, dando muestras inequívocas
de que aquel café no era tan inofensivo como en un principio pensé.
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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