La casa escondida
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Marta Elena Cardoso
La hora de la siesta
invitaba a explorar. El campo de tía Julia era una cajita de sorpresas.
A diario se descubrían tesoros valiosos perdidos entre el follaje
espeso del caldenar. Esa tarde, mientras la familia dormía la siesta,
salí cautelosa por si algún intrépido puma merodeaba la zona
y caminé largo rato por el sendero de los corrales, rumbo a la casa
escondida. Un colchón de hojas secas crujían a mi paso y pájaros de
colores piaban al compás. Al verla un loco frenesí se apoderó de mí,
allí se erguía solitaria, con
sus revoques gastados donde las arañas tejían complicadas telas.
Estuve largo rato contemplando
el paisaje: las rosas se retorcían con las retamas; corté una ramita
de salvia roja y un cardenal amarillo revoloteando mi cabeza sacudió
sus alas. Las hiedras cubrían de verde la vieja fachada. Me acerqué
lentamente, temiendo ahuyentar a los duendes de la soledad. Enloquecida
de curiosidad toqué la puerta:
—Oh, está sin llave —los
goznes rechinaron.
Entré en puntitas de
pie, un cosquilleo me hacía temblar. Los muebles estaban tapados,
no había nadie… nunca hay nadie, tía Julia no desea intrusos en este
lugar. Un cuadro… ¿Quién es?... tiene bigote. ¿Por qué no dejará habitarla?
¡Es hermosa! Tiene muebles, cuadros, libros y adornos.
La oscuridad no me gustaba,
me subí a una silla, corrí la gruesa cortina y abrí la ventana: ¡Qué
bonito! ¡Cuántas flores! El jardín se extendía hasta el monte.
—Clarisaaaa… Clarisa…
—la voz de tía Julia retumbó en el parque.
Si me encontraba se enojaría
mucho. Salí a las disparadas, cerré la puerta y cuando me disponía
a correr por el sendero la escuché amonestándome:
—Te pedí que no te alejaras
de la casa, ¿qué hacés aquí?
¡Uff! ¡Qué carácter de
perros! Confesé:
—Quería ver la casa escondida.
¿No podemos entrar? me gustaría…
Me tomó del brazo y de
un tirón:
—¡Vamos!, que sea la
última vez que venís por estos lados; es peligroso, sos muy pequeña
para andar sola.
—¿Qué me puede pasar?
Ya soy grande.
—Sin discutir, Clarisa…
¡vamos! —comprendí que debía callarme, no quería hacer rabiar a tía
Julia, la última vez amenazó con mandarme a la escuela para chicos
huérfanos.
No regresé a la casa
vieja hasta el día en que Lucía, la mucama, me pidió que la acompañara.
Cuando tomamos por el sendero saltaba de alegría.
Ayudé a correr las cortinas
y pregunté si podía trepar por la escalera caracol:
—Es un lugar especial
—acotó.
Señalando una foto pregunté
quién era; noté un halo de nostalgia en la mirada de Lucía. Respondió
con un movimiento de cabeza.
—¿Quién es? —insistí,
elevando mi voz.
—El tío José.
Juntas subimos la escalera.
Al abrir la ventana un aroma dulzón se coló en la biblioteca; en las
retamas el cardenal amarillo me miraba de reojo.
Libros y más libros:
en las paredes y en el piso. El escritorio tenía olor a madera vieja,
las lapiceras me parecieron fascinantes: largas, con pluma para cargar
tinta.
—Pluma cucharita.
—¿Por qué se llama cucharita?
—Tienen forma de una
cucharita de café.
La observé con clama
y asentí:
—Mmm… Sí, tenés razón.
Lucía se dispuso a limpiar
empezando por el comedor, me quedé en la biblioteca con promesa de
no tocar ni romper nada.
Al escuchar música, bajé
corriendo:
—¿Qué es este aparato
que toca música Lucía?
—Una vitrola. Esto es
un disco, aquí está la púa, se da varias vueltas con la manija, el
plato comienza a girar y los sonidos salen por la bocina. Es muy antiguo
pero tiene magia. Se escucha diferente —y con nostalgia agregó—, al
tío José le gustaba el tango.
Dejé a Lucía y subí nuevamente
a la biblioteca. Quería echar un vistazo al cuaderno de tapas de cuero
que yacía encima del escritorio. Si podía abrir el tintero practicaría
con la pluma.
—Leeeeeeee… ooo… nar…
doo; Leonardo Daaa… Vin….. cii. Da Vinci.
—Clarisa, ¿que hacés?
—Estoy leyendo.
—Cuidado con ese cuaderno…
—Ya sé, es de tío José…
—el único dato que podía sacarle tanto a tía Julia como a Lucía era
que todo en esa casa pertenecía al tío José; que no debía tocar nada
y, ahora, supe que le gustaba el tango—. ¡Ah!… entonces el cuaderno
también era de él.
Bajé la escalera corriendo,
fui hasta donde estaba la foto y pregunté:
—¿Tío me dejás mirar
el cuaderno que está en tu escritorio?
Con un guiño dibujó un
sí. De cuatro saltos regresé a la biblioteca. Estaba leyendo el cuaderno
prohibido, cuando noté un movimiento en un rincón de la estantería.
Me acerqué con cuidado y levanté la tapa de una caja:
—Niña… sácame de aquí,
tengo las piernas duras.
—¿Quién sos?
—Leonardo, no me conoces
porque desde antes de que tú nacieras ya estaba encerrado. Te esperaba.
—¿A mí? ¡No seas mentiroso!
—¡Más respeto niña!,
estás hablando con el célebre muñeco Leonardo Da Vinci.
—¿Sos el del cuaderno?
—Bueno, bueno, soy una
copia del gran maestro de la pintura, el mejor escultor de todos los
tiempos, estudioso de la figura humana; mis… sus trabajos sobre hidráulica
dieron que hablar al mundo y, además, era un elegante caballero… Pero,
digamos que compartimos el alma.
Me costó sacarlo de la
caja. Pesaba, ¡cómo pesaba! Vestía pantalón gris y saco azul; camisa
blanca con tablitas, corbata roja y zapatos ¡muy lustrados! Cuando
lo senté en mi regazo se emocionó hasta las lágrimas. Nunca había
visto un muñeco igual.
—¡Cómo extraño a José,
el magnífico ventrílocuo! —exclamó—. Así lo anunciaban las carteleras:
«El Magnífico ventrílocuo». Viajábamos por el mundo: Italia, París,
Londres, Viena y varios países más. A veces nos metíamos en problemas
porque yo decía muchas cosas; claro, claro, en realidad, el que las
decía era José, ¿comprendes?… El público nos aplaudía a rabiar.
—¿No tenía hijos el tío
José?
—No tuvo tiempo. Viajaba
y viajaba. Le gustaba experimentar, disfrutábamos recorriendo mis
obras... digo, las del Maestro Da Vinci. Cuando le presenté a Lisa,
se enamoró a primera vista. Los dos estábamos enamorados de ella.
¡Es muy bonita! Está en el museo del Louvre, en París —y agregó—,
la obra se llama Mona Lisa, también le dicen La Gioconda,
es un retrato majestuoso. Algún día iremos por allí.
Se tomó un respiro. Movió
piernas y brazos como para desentumecerse.
—Recuerdo que construí
un león mecánico, para la corte del rey de Francia; ¡Luis era un gran
monarca!
Por momentos se mimetizaba
de tal forma que se asumía como el mismo artista en persona.
—¿Tenía hermanos Leonardo?
—Fuimos diecisiete entre
mujeres y varones.
—¡Guau!
—¡Éramos un familión!
—¿Por qué viajabas con
el tío José?
—Nos conocimos en Italia,
nos hicimos inseparables y comenzamos con los espectáculos.
Le conté que vivía con
tía Julia y que no sabía la historia del tío José:
—¡Esa bruja!… Tiene mal
carácter. Celosa. A José lo tenía cortito. Era su hermano.
—¿Dónde está José?
—Murió hace muchos años…
algún día te contaré. Por eso tu tía Julia no deja entrar a nadie,
tiene miedo de que yo ventile sus secretos.
—¡Clarisa! ¿Por qué sacaste
a Leonardo de la caja? ¡Si te ve Julia nos mata!
—¡Callate antipática!
—le gritó el muñeco.
Lucía se acercó y le
dio un beso.
—Ahora besito, pero no
fuiste capaz de sacarme de la caja —reprochó.
Leonardo me contó que
era vegetariano y que Lucía se empeñaba en convidarlo con cabrito
para hacerlo rabiar. Se peleaban… hasta que José ponía las cosas en
su lugar. Amaba la naturaleza, por eso disfrutaba viviendo en el campo.
Estuvimos charlando toda la tarde y pude enterarme de cosas. Cuando
Lucía terminó de limpiar, me ayudó a guardarlo en la caja. Me despedí
de él y prometí regresar.
Todas las semanas Lucía
me pedía que la acompañara a la casa escondida. Juntas leíamos el
cuaderno del tío José y lentamente aprendí a hablar con el estómago,
como un buen ventrílocuo, sin mover la boca ni los labios.
Lucía convenció a tía
Julia para que me permitiera llevar el muñeco a la casa, así podría
practicar todos los días y aprender los guiones de Leonardo.
Hicimos la presentación
estelar para tía Julia y, a partir de entonces, nos convertimos en
artistas para agasajos familiares y escolares.
Leonardo era zurdo; escribía
al revés y para leer sus escritos debía colocarse un espejo. Ese detalle
gustaba a los niños en las escuelas y aplaudían con ganas. Me reía
tanto con él que no podía hablar. Era muy fanfarrón y, a veces, nos
peleábamos.
La historia de Leonardo
Da Vinci fue parte de mi vida. Mi admiración crecía en cada espectáculo:
fue el artista de todos los tiempos; su genio se debió a su insaciable
curiosidad y al amor por la naturaleza. Intentando descubrir sus misterios
exploró en todas las disciplinas del arte. Fue excelente cantante
y un virtuoso ejecutante de la lira.
Con el muñeco
hicimos nuestros propios guiones, para que todos los niños conocieran
al gran Maestro Leonardo Da Vinci.
Recorrimos escenarios;
pero todos los veranos regresábamos al campo del caldenar y, por fin,
tía Julia, me permitió habitar la casa escondida.
En homenaje a tío
José escribo los relatos con su antigua lapicera. Se me formó un terrible
callo en el dedo mayor. No se imaginan los charcos de tinta. Parecían
lagunas hasta que aprendí a utilizar la pluma cucharita.
La casa escondida
se convirtió en nuestro hogar. Tía Julia y Lucía continuaron siendo
muy rezongonas, pero fuimos una familia feliz.
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Marta Elena Cardoso, es
una autora argentina.
martacardo[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
Leonardo da Vinci - Female head (La Scapigliata) - WGA12716,
Leonardo da Vinci [Public domain], via Wikimedia Commons.
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