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Al filo de la madrugada
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M.ª Ángeles Bernárdez

A la memoria de mi abuelo José

Exhalaba el atardecer de aquel lejano día un rojizo aliento mientras escuchaba de labios del abuelo José un relato en el que, él, había sido el protagonista. A la sombra de aquel tiempo, bajo un cielo airoso, contemplo la imagen desdibujada de mi recién nacida adolescencia, de mis escondidas ilusiones adheridas como caracoles a un inmenso coral de cristal; la invisible presencia y etérea voz de José; así le llamaba yo, sin el apelativo de abuelo. Me gustaba escuchar sus historias, sus sabios consejos aprendidos de la experiencia. Su sensato modo de pensar y de proceder me hizo admirarle desde el mismo instante en que le conocí. Por circunstancias de la vida, nuestro inicial encuentro tuvo lugar cuando yo contaba siete años de edad. Desde aquella primera vez, hasta la tarde que enmarcó el escenario de este relato vivido, habían transcurrido seis años.

La anciana figura de José tejía cintas de anea a la sombra de una majestuosa y centenaria higuera en mi compañía. El hipnotizador compás de la verdeante fronda que nos cobijaba, fondeada en la brisa, nos envolvía con su maravillosa música y primaveral fragancia en un diáfano abril.

—Hay que temer a los vivos y no a los que han dejado este mundo —me decía José y añadió: —Durante la contienda civil estuve tres interminables días dado por muerto. Era un náufrago moribundo en un mar de eterno silencio; por techo tenía el cielo, por cama la ensangrentada maleza de una tierra devastada, y sobre mi cuerpo a un pobre hombre, que yacía sin vida, al que no podía quitarme de encima. Nacemos siendo cantarinas fuentes, pero el curso de la corriente, que nadie domina, entrega a un estéril océano nuestro, por derecho divino, heredado sendero de gloria...

Por unos instantes guardó silencio y yo respeté su voluntad sin pronunciar palabra.

—Antes de llegar al cementerio donde trabajaba de jardinero—añadió, José—, una fría mañana de noviembre víspera de Todos los Santos, me había acercado hasta las riveras del río Andarax para extraer arena. Durante horas, cargué sacos en mi vieja carreta tirada por una plomiza acémila a la que a duras penas podía manejar. De vuelta al campo santo, anduve el resto del día adecentando viejas fosas y muros de panteones, sembrando nuevos esquejes de plantas en las orillas de serpenteantes caminos de tierra, cortando malas hierbas... A últimas horas de la tarde, me adentré en un pequeño recinto donde solía guardar los aperos de labranza y otros útiles de albañilería. Entretenido en estos menesteres, no advertí el toque de campana que avisaba del cierre del lugar; ya la noche comenzaba a extender su manto de sombras. Y allí me quedé rodeado de un hondo silencio, a la vez que respirando la brisa de infinita paz suspendida entre las ramas de los altos cipreses; a merced de la soledad, entre la mejor de las soledades, la soledad de los muertos; resignado por lo sucedido y temeroso del frío intenso de la madrugada. Me cobijé en la reducida caseta donde guardo las herramientas…, y sobre un gran saco de arena, tal era mi cansancio, me quedé dormido hasta bien entrada la madrugada.

No podía dejar de ponerme en su lugar a cada palabra que añadía. Un disimulado estremecimiento me hacía temblar de pies a cabeza. Aunque era de naturaleza impresionable estaba realmente fascinada, disfrutando de cada sílaba que José pronunciaba a cerca de aquella historia.

—Aún hay más —me decía, mientras con la boina se abanicaba el rostro—, pero si no te agrada, acabo aquí...

—No, no —le respondí—, pero…, voy a enseñarle un libro que estoy leyendo...

Salí corriendo al galope hacia mi casa, que se hallaba cerca, y volví como rayo encendido...

—Mire, José, las leyendas de Bécquer, ¡son increíbles!

Él sonrió y con un sencillo gesto sin palabras, le entendí: no sabía leer.

—Yo me desperté —me decía— un gris amanecer entre ciegos aires de guerra, nubes de odios y cielos de negras estrellas... Ese sombrío paisaje que sólo engendra el hombre. Era muy joven cuando marché al frente. Al volver no encontré a mi familia. Mi familia abandonó el pueblo meses antes de yo volver al creerme muerto. Nadie supo decirme dónde estaban o qué había sido de ellos. Toda mí vida ha sido una afanosa búsqueda, por encontrarles. Un continuo caminar entre la esperanza y el desconsuelo, a pesar de mi avanzada edad, y seguiré en mi empeño hasta que me llegue el día de exhalar el último aliento.

Un nuevo silencio de José, el cual no deseaba interrumpir, me permitió un tiempo para observarle de forma disimulada. En esos momentos su bondadosa mirada, perdida por sendas de niebla, llevaba a cuestas la cruz de unos sueños sedientos; su rostro era un viejo odre de cartón que destiló el sufrimiento de una eterna incertidumbre. Me pareció ver su cuerpo agazapado tras una lóbrega sombra, mientras en su pecho latía un corazón al que le habían crecido semillas de tallos amargos. José se puso en pie y tomó un buen trago de agua fresca del viejo cántaro que pendía de una de las gruesas ramas de la higuera. Me ofreció agua que yo rechacé, aunque tenía sed, por no estar segura de saber beber sin echármela encima. Él supo el porqué de mi negativa; no insistió. Esbozó una tierna sonrisa y, sin pronunciar palabra, me sirvió agua en un tazón de porcelana algo descascarillado que guardaba en un hueco del tronco de la higuera. Le di las gracias, y de nuevo reanudó el relato de su historia.

—Bueno, debes de pensar que nada me sucedió aquella madrugada ya que estoy aquí para contarlo.

—Sí, claro —le respondí—, ¡no creo que seas un fantasma!

—No. Soy de carne y hueso —decía José—, aunque pronto serviré para criar malvas... En fin, hija, aquella madrugada antes de los claros del día, el intenso frío me puso en movimiento, pero mi escuálido cuerpo no era capaz de hacerme sentir una pizca de energía. Con un viejo saco y una navaja bien afilada me hice un sayo, a modo de abrigo, y me lo puse; a continuación, me encasqueté encima de la boina, mi inseparable compañera, un gran plástico, muy, muy grueso, que en la mañana había vaciado de cal. De estas hechuras, me dirigí hacia la puerta de entrada al cementerio para aguardar al compañero vigilante que solía comenzar su jornada de trabajo con los primeros claros del día. Tras los barrotes de la puerta de entrada y en uno de sus laterales aguardaba el momento de mi liberación. No era consciente de la reacción que podía producirle verme de aquella guisa. Cuando divisé a lo lejos la figura inconfundible de Antonio, el guarda, le llamé a voz en grito. ¡Ay!, hija, su incipiente sordera le impidió oírme. Esperé unos momentos. Cuando Antonio había llegado a escasos metros de mí, con imparable frenesí, quizá también impulsado por el frío que entumecía mis músculos, tiré de la cuerda de una pequeña campana de aviso, situada en el lateral de la puerta de acceso al cementerio. Nada más escucharla miró hacia donde me encontraba. Al no reconocerme, salió corriendo como alma en pena.

—¿Qué fue de él…? Se moriría del susto.

—Estuvo cuatro años sin dirigirme la palabra —tras un corto silencio—, mi pobre amigo estuvo durante un largo tiempo en el hospital. No creía que era yo quien le llamaba. Juraba por su vida, que lo que había visto era una aparición: un tal Casimiro, un pescador del barrio de la Chanca, el cual era conocido por ser un hombre que siempre andaba metido en peleas, a quien le había dejado a deber, en vida, una caja de jurel…

—Dónde vive Antonio.

—Pregúntame dónde mora, hija. Por desgracia, a dos metros bajo tierra, en el mismo campo santo. Ahora, yo vuelvo al trabajo, que el sol apremia, y tú a casa…

Con el legón al hombro se fue perdiendo de mi vista por entre los secos caballones de la huerta. La naturalidad con la que José me contó aquel suceso vivido en primera persona, aún hoy me hace sonreír. Al filo de la madrugada, la quietud esperanzada de su voz acompasa mis ritmos y perfila en mi memoria las líneas del primaveral horizonte que abría sendas a mis pasos...



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MARÍA ÁNGELES BERNÁRDEZ es directora de la Revista Literaria La Fuente, en Almería (www.revistalafuente.org). Relatos, artículos y poemas suyos se publican en el semanario Granada Costa, de Granada (España), y colabora, así mismo, con páginas web como la de Alfonso Lavquén (Chile - http://lavquen.tripod.cl/).
abernardez(at)auna.com

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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©