Sacrilegio
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Eduardo
Ferro
Había salido la luna,
su luz bañaba el horizonte. Los oscuros álamos se erguían reflejando
en las copas destellos de plata; y la niebla, como sábana flotante,
se alzaba sobre la llanura.
La pequeña cúpula de
la iglesia volvió a llamar. Su tañido débil de campana pobre ascendía
perdiéndose en el cielo, y en la inmensidad negra del campo, ahogando
su repique, grillos y sapos coreaban la armónica sinfonía en ostentoso
duelo de frases.
A la luz de esa luna
de plata, la sombra de los feligreses se alargaba por delante de su
paso, y el camino, de marcha solitaria, se llenó con un rítmico compás
de cascabeles. Cascos de brillosos caballos negros tiraban carruajes
altos de ruedas finas, rozando con sus huellas el claro pedregullo
iluminado de la entrada a la capilla.
Un rechinar de elásticos
y bufido de corceles dio por terminado el viaje, y como saludo de
bienvenida, se escucharon las vivas voces y risas de enguantadas damas
maquilladas. Los cocheros, formalmente serviciales, ayudaban al descenso
de tan distinguidas familias. Caballeros pulcros, moños negros en
blancas camisas, a su lado, las acompañaban.
Era la misa sagrada del
domingo, primera o última de la semana, como bien le viniera a la
gente, adaptada a liturgias obligadas. Aquella misa que hacía más
pura las almas del pasado y predecía, por gracia, felicidades futuras.
Obligación de católico, creyente; era, sin excusas, imposible su renuncia.
Allí, como en todo pueblo,
se reunía lo más distinguido de la sociedad, incluso era misa para
ellos, solamente para ellos: comerciantes, hacendados de apellidos
con «de» y señoras «de».
Dios, desocupado hasta
el aburrimiento descendía, religiosa y puntualmente, al pedido de
los feligreses —por intermedio del cura, como mediador entre el Santo
Señor y el vulgar hombre— hasta ese atisbo de engalanada soberbia,
a una hora exacta, para ablandar los corazones duros, darle fuerza
espiritual a las almas tristes y —si se podía— ennoblecer la comarca
con su luz y su esperanza.
En el alto marco de la
puerta de entrada al santo lugar, debajo del Cristo crucificado figuraba,
en letras doradas: «Yo soy la verdad, la razón y la vida», y un poco
más abajo, cincelado en madera: «Yo he muerto para salvaros». Mas
todo aquél que pasaba debajo, de tanto verlo, ya había olvidado las
frases e incluso el sufrimiento de tal crucifixión. Era —por así decir—
un decorado.
La capilla, cuidada y
embellecida hasta en los más mínimos detalles por monaguillos obsecuentes
y desocupados transitorios —que pasaban a las órdenes del Señor como
un simple cambio de oficio— esperaba a la ritual concurrencia. Nada
se dejaba librado al azar —Dios no lo permitiera— y las cortinas lucían
los domingos más blancas, el piso más brilloso, las maderas más lustrosas,
y hasta los santos, suspendidos en las columnas, por esa suerte de
simpatía de anfitrión, estaban… como decirlo, menos santos, más humanos…
casi humanos.
Ya sólo faltaba el encendido
de las últimas velas del altar. Por las ventanas laterales, la luz
de las arañas doradas arrastraba por los jardines del Edén su rectangular
manto amarillo de pureza.
El silencio embargaba
el interior, y al entrar la pléyade de creyentes se escuchó algún
lívido crujir de vestidos, uno que otro golpe de zapato en la madera
de los reclinatorios, gotas de agua bendita cayeron de las piras relucientes.
Sentados en los largos
bancos la platea meditaba concienzudamente a la espera del señor ministro
de Dios. Rostros pálidos y circunspectos, mantillas blancas caídas
sobre los hombros, rosarios de cuencas negras y Biblias con letras
doradas, sostenidas por manos pulcras de uñas brillosas, reforzaban,
a fe de la concurrencia, su amor al prójimo, la fidelidad del matrimonio
y de todas las instituciones que la santa Iglesia protegía.
La misa comenzó prudentemente
en horario, todo era silencio, concentración sagrada, hasta incluso
los sapos dejaron de croar, pero los grillos, de un febril ateísmo,
se mostraban incesantemente incrédulos a tan ferviente ceremonia.
El antiguo ritual siguió
su normal desenvolvimiento, los cirios dejaban caer su llanto grumoso,
palpitante, desde la base de la llama, soldando en ramilletes de cascada
las frágiles gotas de cera, a la vertical columna que con lenta parsimonia
se achicaba. Hasta que el cura, quitándose el escapulario amarillo
de sus hombros, besándolo, lo depositó suavemente en la mesa sagrada;
luego, con lentitud premeditada, se acercó al centro del escenario
de blanco marfil y dio comienzo al sermón:
—Queridos hermanos…
Un zumbido en ambos oídos
interrumpió el monólogo del cura… un mareo, como el frenesí de cosquilleos
interiores hizo temblar el cuerpo tieso de las damas atentas. Algunas
miraron la cúpula del techo revestido con pinturas de ángeles alados,
otras, más irreverentes, dieron vuelta la cabeza… una brisa, algo,
imposibilitaba prestar la atención debida. Las más, inclinadas hacia
adelante, como mirándose las medias, se consultaban sorprendidas,
entre serios maridos de abultado vientre o delgadas siluetas aburridas
e inmóviles, preguntándose con muecas ¿qué pasa? Las menos osadas
se abanicaban con el misal, creyendo, que al aroma del incienso, los
efluvios de la menopausia se advertían por adelantado.
El cura hablaba con su
monocorde voz, pero ninguna lo oía. Luego, un gran silencio embargó
el lugar, mejor dicho, los cerebros no registraron sonido alguno,
era un silencio muy especial… No, no era silencio, era… como la caída
en un pozo profundísimo y negro; sí, una caída vertiginosa a algún
lugar desconocido, pero que existía, seguro que existía… ¿dónde…?,
en el interior de esas almas perseguidas por los formalismos. Lugar
al que nadie se había animado a descender hasta ese día… ¿Por qué…?
¿Miedo, inseguridad, temores burgueses, consejos puritanos, quién
sabe?
Una voz convincente,
amable y sutil vino desde las ventanas góticas cerradas con los postigos
de acero. Si en ese momento alguien, por casualidad, hubiese levantado
los ojos, habría visto con sorpresa que los ángeles reían.
«Señoras, no se asusten
ni piensen en nada raro, no es esto obra de ningún milagro, es… algo
así como una revelación de sus conciencias. Escúchense unos instantes,
presten oídos a la voz de sus bajos instintos.
Dejemos que los moralistas
prediquen el pudor y los médicos la salud, los jueces las leyes y
los economistas las buenas finanzas… ¡hartura de aburrimiento…!
Les propongo algo,
casi, casi indecente: Escuchemos por unos momentos, con más detenimiento
que lo usual, a los engañadores poetas, a esos vándalos que destruyen
con locuaz premeditación todos estos ritos y ceremonias, embriagan
la sensatez y —con su canto— promueven bellamente la unión de las
almas y la dicha inmaterial.
Pero antes, dejemos
al resto de las mujeres que sufran entregadas a sus deberes religiosos,
y a estos hombres razonables, serios y circunspectos, que sigan ocupándose
en profesiones inútiles. Abandonemos a los sacerdotes entregados a
sus mandamientos, y amemos nosotros por encima de todo la caricia
que embriaga, enloquece. Más suave que perfume alguno, más ingrávida
que la brisa, más penetrante que el más agudo alfiler, capaz de empujar
a todos los crímenes y a todos los heroísmos.
Amemos la caricia;
pero no tranquila, normal, legal, sino violenta, furiosa, desatada.
Busquémosla como se busca el oro y el diamante, porque vale más que
ellos, puesto que es inestimable y pasajera. Única y pura creación
para la que el hombre normal, amante del amor, no necesita instrumentos.
Persigámosla sin cesar, y muramos por ella.
Créanme, las únicas
mujeres felices que hay sobre la tierra son aquellas que no se han
privado de caricia alguna. Éstas, son las que viven sin ningún cuidado,
sin pensamientos torturadores, sin otro anhelo que el del beso próximo,
húmedo, embriagador. La mejor cura a los falsos prejuicios. Con toda
seguridad ha de resultarles tan delicioso y reparador como el éxtasis
del orgasmo.
Las demás mujeres,
aquellas que reciben las caricias religiosamente legales, incompletas,
con olor a incienso, poco frecuentes, caricias formales y educadamente
estudiadas, incluso en lugar y a hora prudente, viven acosadas por
mil inquietudes miserables, por anhelos de dinero o vanidad… su tocado,
su vestido, el que dirán… el falso comportamiento de los hijos; y
sufren por todas las falsas apariencias que se truecan en pesares.
Olvídense por un momento
de su decente familia, su tradicional apellido, y de esa especie de
nobleza pasablemente beótica, orgullosa, aburrida, honorable, rica
y gorda.
Porque las mujeres
acariciadas hasta la saciedad no sienten necesidad de nada, no desean
nada, no echan en falta nada. Sueñan, tranquilas y sonrientes; y lo
que para las otras serían catástrofes irreparables, apenas sí las
rozan. Tengan la plena seguridad, aunque todavía no hayan gustado
de esta miel, la más dulce que la naturaleza ha dado, que la caricia
sustituye todo, cura todo, consuela y nos salva del dolor».
En un mismo momento todas
las damas escucharon un es-tallido, como una gran puerta de madera
que se cierra violentamente. Algunas desfallecieron, otras, más aviesas,
saltando casi de sus asientos, tomáronles —frenéticas— el brazo a
sus maridos, que piadosos oraban ensimismados. Y reincorporadas impensadamente
a la misa —con falso rubor de puritana— para oír del cura sus últimas
palabras, que parecían venir desde muy lejos, como la voz de un coro
de ángeles al despertar de un profundo y sensual sueño, oyeron, con
sorpresa, un canto celestial que fluía desde el cielo y se arremolinaba
en las graves voces de sus cónyuges: «…y déjalas caer en la tentación,
más líbranos de este mal… ¡Amén!».
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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