Volver al índice de Relatos (7)

Página principal

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

Artículos y reportajes

Radio independiente

¿Cómo publicar en Margen Cero?

Síguenos en Facebook



A la orilla del Sena
__________________________
Guillermo de José Cencillo

Giró la cabeza hacia derecha e izquierda en un intento de descubrir a alguien que se hubiera dado cuenta de su pánico. Nadie la miraba, todas las personas que se encontraban más o menos cerca de ella, estaban ocupadas en sus actividades y no prestaban atención a la niña de ojos verdes que miraba a su alrededor entre avergonzada y asustada. La niña tenía un gran secreto y quería guardarlo para ella. Se fue alejando disimuladamente de las palomas que picoteaban alpiste y migas de pan muy cerca de sus piececitos y llegó hasta uno de los bancos de madera al cual se encaramó y una vez sentada en él se sintió segura. Ya no tenía miedo y la vergüenza se estaba disipando de su rostro, los rosetones de las mejillas comenzaban a perder el intenso color carmín para pasar primero a un rosado pálido y luego perderse en la blancura de la piel. Inka tenía miedo de las palomas, pero no quería que se supiera y la gente se riera de ella. Segura pues en la protección del banco en el que se había sentado, sacó de su bolsillo una trufa de chocolate que había guardado con celo desde que su padre se la había dado después de comer y separó cuidadosamente el envoltorio de papel de aluminio de color azul cielo.

Sentado en otro banco frente a Inka, Pablo miraba los ojos de la niña y sonreía. Le había llamado la atención la actitud de la pequeña de seis años que huía con serenidad imposible en esa edad de las palomas que picoteaban a su alrededor. Pablo había descubierto el secreto de Inka y sin saber la causa se sentía feliz de compartir calladamente ese secreto infantil. Pablo tenía diecinueve años y también tenía miedo a las aves. Un miedo cerval que le paralizaba siempre que tenía cerca de él una gallina, un pavo o un pato. A las palomas les tenía el mismo pavor aunque se sentía más tranquilo dado que tenía el convencimiento de que nunca se le pondrían encima.

Observó cómo Inka quitaba cuidadosamente el envoltorio de algo que parecía un bombón o un caramelo y de nuevo la sonrisa le vino a los labios. Era una escena entrañable, compartida en la distancia, entendida sin necesidad de explicaciones y que sabía guardaría siempre entre sus más agradables recuerdos. Entonces la niña levantó su mirada y las miradas de ambos se encontraron. Inka tenía unos ojos verdes con un brillo tal que llamaba la atención y Pablo quedó impresionado de lo que los ojos de una niña de seis años podían llegar a decirle. Porque lo que decían esos ojos, se lo decían a él y sólo a él. La niña le sonrió con los labios y con la mirada, con esas miradas que hablan, que dicen que se siente comprendida, que dicen gracias, que saben de complicidad y de guardar un secreto.

Cuando Pablo se levantó del banco y abandonó paseando la plaza de Cataluña, Inka hacía un buen rato que se había ido acompañada de su madre que la llevaba cariñosamente cogida de la mano.

Ese invierno, Inka había cumplido los catorce años. Había llegado la primavera y se sentía ilusionada por pasar los fines de semana en el apartamento que su padre había comprado en la playa. Los días que pasaba en ese apartamento, eran un mundo aparte. Le encantaba el mar y con frecuencia gustaba de pasear por la orilla de la playa dejando que su imaginación la llevase por esos mundos de sueños que esperaba un día llegasen a convertirse en realidad. Era una soñadora, pero sabía que a pesar de ello, tenía bien asentados sus pies en el suelo.

Aquella tarde de un sábado de primavera había decidido que quería estar unas horas sola y pasear con sus fantasías por la ya familiar orilla de esa playa en la que había vivido momentos entrañables.

Eran las cuatro de la tarde y apenas había gente en la playa. Eso le gustaba, tenía el mar casi para ella sola. Ese mar tantas veces compañero de sus pensamientos, de sus ilusiones, de sus sentimientos, de sus anhelos y de sus desdichas. Ese mar al que tantas y tantas veces había hablado y por el que se había sentido escuchada.

Paseó por la orilla, descalza, llevando en su mano derecha sus zapatos y jugueteando al caminar con las olas que rompían sobre sus pies. Esa tarde se sentía especialmente feliz aunque no existía nada especial que produjera esa sensación. Posiblemente el mero hecho de notar la brisa marina en su rostro era motivo suficiente para producir el brillo radiante de su mirada ilusionada.

Pablo se sentía confuso, no es que estuviera triste o preocupado, pero su estado de ánimo estaba confuso. Había llegado a un momento de su vida en el que se replanteaba si el camino que había elegido era el que realmente quería emprender o bien necesitaba un tiempo para poder aclarar sus ideas. Esa mañana se había sentido agobiado por el tráfico, la polución y las multitudes de Madrid y sin pensarlo dos veces había arrancado su coche y tomado el camino de la costa. Necesitaba ver el mar, sentir el acre olor de la sal y el yodo, notar la brisa húmeda en su rostro y disfrutar de unas horas, o tal vez unos días, de soledad.

Aparcó su coche en una calle próxima a la playa y encaminó sus pasos hacia ese mar que no tardaría en producirle la calma que necesitaba. Se descalzó y caminó por la orilla permitiendo que el agua acariciase sus pies. Todavía estaba fría, pero no le importaba, la sensación que le producía el contacto de todo su ser con el mar, paliaba cualquier incomodidad. Miró hacia el horizonte, el color del agua le recordó la mirada que años atrás había visto en los ojos verdes de una niña que tenía miedo a las palomas. En ocasiones aquella escena había salido de sus recuerdos para instalarse en su presente y sentir la añoranza de un momento irrepetible.

Inka caminaba despacio jugueteando con el agua que acariciaba sus pies mientras sus pensamientos seguían el curso de la fantasía. Le encantaba soñar despierta, pensar, fantasear y siempre que paseaba sola por la playa sus pensamientos rompían la barrera de la realidad.

Levantó la mirada de la arena bañada por las olas que morían a sus pies y entonces lo vio. El hombre caminaba lentamente por la orilla en dirección hacia ella. En una de sus manos llevaba unos mocasines de color negro y la otra descansaba en uno de los bolsillos de su pantalón. Luego le miró directamente a la cara y los ojos del hombre le resultaron familiares. Sus miradas se cruzaron y entonces él, le sonrió. Y la sonrisa también le resultó familiar. Inka se ruborizó aunque no apartó la mirada de los ojos del hombre.

Pablo se fijó en la adolescente cuando apenas había seis o siete metros entre ambos. Y al descubrir los ojos verdes de mirada limpia reconoció a aquella niña que años atrás había tenido miedo de las palomas en la plaza de Cataluña. Se sintió como hipnotizado por la mirada de la jovencita y sonrió. Ella se ruborizó pero tampoco separó sus ojos de los de él. Se cruzaron, sin articular una sola palabra, ni siquiera un cortés «¡Buenas tardes!». Y cuando unos pasos más adelante, ambos giraron sus cabezas para mirar al otro, se ruborizaron y rápidamente volvieron a mirar al frente y aceleraron sus pasos. Él se sentía extrañamente feliz de haber vuelto a coincidir, aunque sólo hubiera sido por un instante, con aquella niña que un día lejano le había impresionado por su actitud y su mirada. Ella había cambiado el rumbo de sus fantasías y ese hombre de mirada serena comenzó a formar parte de alguno de esos sueños.

Colocó la bolsa de viaje sobre la bandeja porta equipajes y se sentó en su asiento junto a la ventanilla. Se sentía feliz de volver a viajar en tren. Miró su reloj de pulsera y comprobó que todavía faltaban cerca de quince minutos para la hora prevista de salida. Encendió un cigarrillo y ojeó distraídamente la revista que se había comprado en el kiosco de la estación.

El tren comenzó a moverse lentamente saliendo de la terminal ferroviaria. Inka dejó la revista en el asiento contiguo y miró por la ventanilla. Algunas personas agitaban sus manos en un gesto de despedida hacia los seres queridos que partían, otras paseaban por el andén a la espera del tren que tenían que tomar o haciendo tiempo hasta que llegara aquel en el que viajaba alguien a quien habían ido a recibir. Acabó el andén y almacenes, edificios y de vez en cuando alguna casa, sustituyeron el paisaje provisional de la estación por otro más duradero pero gris y estático. Inka se retrepó en su asiento y pensó en su vida. Una vida que le gustaba, una vida que con frecuencia saboreaba, una vida en la que aparentemente no faltaba nada pero en la que con cierta frecuencia notaba un vacío que no llegaba a definir por más que pensase en él. Y le gustaba pensar. Desde bien jovencita había descubierto que el pensar era una de sus aficiones favoritas y generalmente disfrutaba haciéndolo. Pero luego aparecían esos otros momentos en los que esa desagradable sensación de vacío hacía que sus pensamientos se sumaran en una inquietud que con bastante frecuencia superaba haciendo que su mente circulara por otros derroteros. Al alejarse el tren de su ciudad, sentía emociones contradictorias que le producían una cierta confusión y en las que trataba de pensar en esos momentos en los que el paisaje todavía era de cemento y piedra. Sentía nostalgia de lo dejado temporalmente, pero al mismo tiempo aparecía una agradable sensación de libertad que le permitía contactar serenamente con esos sueños que habían nacido en su adolescencia. Intuía que algo no acababa de funcionar en su vida sentimental, pero al mismo tiempo no tenía ninguna queja de ella.

Pablo entró en el vagón unos segundos antes de que el tren se hubiera puesto en marcha. Generalmente llegaba con tiempo de sobra a las estaciones o a los aeropuertos, pero en esa ocasión una serie de vicisitudes parecían haberse aliado para hacerle perder su tren. Pero no lo habían logrado. Buscó su número de asiento y colocó su equipaje en el lugar destinado para el mismo. Se sentó y por fin pudo respirar, no le gustaba hacer las cosas acompañado de tensión. Cerró los ojos y se relajó. El suave traqueteo del tren y su capacidad para concentrarse en el instante presente ayudaron a recuperar su habitual estado de tranquilidad. Se sentía muy bien consigo mismo y se había rehecho con gran facilidad de los trastornos que inevitablemente surgían como consecuencia de una ruptura sentimental. Hacía muy poco tiempo que se había separado de la que durante bastantes años había sido su mujer y aunque la ruptura afectiva se había producido paulatinamente a lo largo de años, la ruptura de la convivencia solía traer consigo una cierta sensación de extrañeza. Pero había tenido las ideas y los sentimientos muy claros y apenas había entrado en confusión consigo mismo. Abrió un instante los ojos y los cerró inmediatamente. Algo, tal vez un pensamiento fugaz, acaso una asociación inconsciente, le había hecho recordar a la niña de la plaza de Cataluña, a la adolescente de aquella tarde en la playa. Pensó que ella, sería ya una mujer y trató de imaginarse, sin conseguirlo, lo que pudiera ser su vida. ¿Estará próximo el momento de volvérmela a encontrar? Las palabras del revisor pidiéndole el billete, le sacaron de su ensimismamiento.

Inka recordaba algunos momentos de su adolescencia, sobre todo aquellos paseos durante algunas tardes primaverales en los que la arena y el mar eran sólo suyos. Le apareció en la mente con toda nitidez la tarde en la que se cruzó con un hombre que llevaba como ella los zapatos en la mano. Recordaba su mirada como si se estuviera cruzando con él en ese mismo momento y de nuevo se ruborizó al rememorar aquel instante. Nerviosa encendió un cigarrillo y miró disimuladamente a su alrededor deseando que ninguno de los pasajeros de su vagón se hubiera dado cuenta de su rubor. Aparentemente nadie había reparado en ella. El tren fue perdiendo velocidad hasta que por fin se detuvo en una estación. Inka se levantó de su asiento y se apoyó sobre el cristal de la ventanilla mirando hacia el exterior. La típica estación de una pequeña ciudad de provincias, pensó, donde la vida transcurre como si el tiempo se hubiera detenido en el pasado. Cuando esbozaba una sonrisa al observar a una madre que tomaba en brazos cariñosamente a su hija pequeña, otro tren entró en la estación por la vía paralela a la que se encontraba detenido el suyo y se sobresaltó separándose unos centímetros del cristal. El otro tren se detuvo. Delante de ella una ventanilla con las cortinas corridas. Imaginó que detrás de las cortinas, alguien, aburrido del viaje trataba de conciliar el sueño. ¿Tal vez alguien acostumbrado a viajar en tren por motivos de trabajo? No tuvo tiempo para seguir imaginando ya que una mano descorrió despacio las cortinas. Y apareció esa mirada que la había turbado en su paseo por la playa. Y de nuevo, él le sonrió. Sólo una sonrisa, apenas tuvo tiempo para percibir otro rasgo de su rostro ya que en ese mismo momento su tren comenzó la marcha.

Pablo cerró la cortina cubriendo la ventanilla evitando que el sol que le daba de lleno a través del cristal le impidiera poder leer la monografía que sobre el sentimiento de culpa le ocupaba en esos momentos. Era un estudio muy original cuya lectura le abrió nuevos caminos respecto al tratamiento que seguía con algunos pacientes. Apenas se dio cuenta de que el tren se había detenido en una estación y decidió terminar el capítulo antes de levantarse y estirar un poco las piernas.

Descorrió la cortina descubriendo que junto a su tren, había otro detenido. Al mirar al interior del otro ferrocarril, allí estaba ella. La misma mirada, el mismo color de ojos, la misma expresión de dulzura. Sólo tuvo tiempo de esbozar una sonrisa antes de que el rostro de ella desapareciera arrastrado por el destino.

Jamás había estado en París. Cuando su avión tomó tierra en el aeropuerto Charles Degaulle, se preguntó, casi por enésima vez desde que había salido de Barcelona, cual había sido la causa de ese impulso repentino. Pero tampoco importaba demasiado. Estaba en París y se disponía a disfrutar de unos días en la ciudad de la Luz.

Descendió del avión subiendo a continuación a uno de esos autobuses que llevaban a los pasajeros desde la pista hasta la terminal del aeropuerto. Se acomodó junto a una ventanilla y observó el tráfico de vehículos por las pistas del aeropuerto mientras el autobús se iba llenando con los pasajeros del avión. Por fin el vehículo arrancó con una sacudida que hizo tambalearse a Inka. Se agarró con fuerza de una de las barras de los asientos y continuó su observación del exterior. Se cruzaron con un par de furgones de equipajes, con un camión cisterna y con un par de autobuses que llevaban a otros pasajeros hacia los aviones que estaban aparcados cerca de las pistas de despegue. Al cruzarse con uno de ellos, Inka recordó al hombre de la playa, al hombre del tren. Y sonrió con nostalgia percibiendo que ya no se ruborizaba. ¿Dónde se encontraría él en esos momentos? Posiblemente muy lejos de allí. Pero a pesar de ese convencimiento, no dejó de mirar con cierta atención las ventanillas de otro autobús de pasajeros con el que se cruzaron.

Le gustó el hotel que había elegido un poco a ciegas. La había gustado la descripción que las guías de turismo hacían de él y lo que verdaderamente le atrajo fue el que fuese una antigua abadía del siglo XIV, o tal vez del XV, restaurada. Su habitación resultaba acogedora y lo único que echaba de menos su corazón romántico era el poderla compartir con esa persona con la que había soñado tanto tiempo y que ni siquiera sabía si existía.

Se duchó y se vistió con la ilusión de salir a dar un paseo. Las calles estaban animadas por una multitud que paseaba aparentemente sin rumbo e Inka decidió dejarse llevar por su intuición y pasear sin rumbo por ese París tan desconocido para ella.

Pablo se acababa de sentar en uno de los bancos que en la rivera del Sena, permitía a los paseantes un momento de descanso o de disfrute de las aguas de un río que latía de una manera especial. Gustaba de descansar un buen rato en uno de esos bancos y dejar que la imaginación transcurriese por caminos inesperados. Habían pasado muchos años desde su última visita a París y recordaba que en una ocasión se había prometido a sí mismo que sólo volvería a esa ciudad acompañado, cuando se enamorase, de la mujer a la que amase. Pero había roto la promesa que se había hecho a sí mismo y en un impulso había volado a la ciudad del Sena. Había llegado esa misma mañana y sus pasos al salir del hotel le habían llevado sin proponérselo al banco de las orillas del río.

Inka descubrió un banco en el que solo había una persona, todos los demás estaban ocupados por dos, tres e incluso alguno que otro por cuatro personas. Se sentó en el extremo opuesto al ocupado por un hombre que parecía mirar absorto las aguas del río. Al instante notó como su corazón latía aceleradamente. Pero no era ansiedad ni nerviosismo, la sensación era que iba a ocurrir algo bueno en su vida. Entonces el otro ocupante del banco giró la cabeza volviéndose hacia ella y fue cuando Inka descubrió la causa de su agitación. La mirada del hombre de la playa, los ojos y la sonrisa del hombre del tren, estaban frente a ella en un banco de madera a las orillas del Sena. En ese mismo instante ambos tuvieron la certeza de que por fin había aparecido esa persona que habían soñado tantas veces a lo largo de sus vidas.


_____________________
CONTACTAR CON EL AUTOR

carpediem1952(at)ono.com


ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©