A la orilla
del Sena
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Guillermo
de José Cencillo
Giró la cabeza hacia
derecha e izquierda en un intento de descubrir a alguien que se hubiera
dado cuenta de su pánico. Nadie la miraba, todas las personas que
se encontraban más o menos cerca de ella, estaban ocupadas en sus
actividades y no prestaban atención a la niña de ojos verdes que miraba
a su alrededor entre avergonzada y asustada. La niña tenía un gran
secreto y quería guardarlo para ella. Se fue alejando disimuladamente
de las palomas que picoteaban alpiste y migas de pan muy cerca de
sus piececitos y llegó hasta uno de los bancos de madera al cual se
encaramó y una vez sentada en él se sintió segura. Ya no tenía miedo
y la vergüenza se estaba disipando de su rostro, los rosetones de
las mejillas comenzaban a perder el intenso color carmín para pasar
primero a un rosado pálido y luego perderse en la blancura de la piel.
Inka tenía miedo de las palomas, pero no quería que se supiera y la
gente se riera de ella. Segura pues en la protección del banco en
el que se había sentado, sacó de su bolsillo una trufa de chocolate
que había guardado con celo desde que su padre se la había dado después
de comer y separó cuidadosamente el envoltorio de papel de aluminio
de color azul cielo.
Sentado en otro banco frente a Inka,
Pablo miraba los ojos de la niña y sonreía. Le había llamado la atención
la actitud de la pequeña de seis años que huía con serenidad imposible
en esa edad de las palomas que picoteaban a su alrededor. Pablo había
descubierto el secreto de Inka y sin saber la causa se sentía feliz
de compartir calladamente ese secreto infantil. Pablo tenía diecinueve
años y también tenía miedo a las aves. Un miedo cerval que le paralizaba
siempre que tenía cerca de él una gallina, un pavo o un pato. A las
palomas les tenía el mismo pavor aunque se sentía más tranquilo dado
que tenía el convencimiento de que nunca se le pondrían encima.
Observó cómo Inka quitaba cuidadosamente
el envoltorio de algo que parecía un bombón o un caramelo y de nuevo
la sonrisa le vino a los labios. Era una escena entrañable, compartida
en la distancia, entendida sin necesidad de explicaciones y que sabía
guardaría siempre entre sus más agradables recuerdos. Entonces la
niña levantó su mirada y las miradas de ambos se encontraron. Inka
tenía unos ojos verdes con un brillo tal que llamaba la atención y
Pablo quedó impresionado de lo que los ojos de una niña de seis años
podían llegar a decirle. Porque lo que decían esos ojos, se lo decían
a él y sólo a él. La niña le sonrió con los labios y con la mirada,
con esas miradas que hablan, que dicen que se siente comprendida,
que dicen gracias, que saben de complicidad y de guardar un secreto.
Cuando Pablo se levantó del banco y
abandonó paseando la plaza de Cataluña, Inka hacía un buen rato que
se había ido acompañada de su madre que la llevaba cariñosamente cogida
de la mano.
Ese invierno, Inka había cumplido los
catorce años. Había llegado la primavera y se sentía ilusionada por
pasar los fines de semana en el apartamento que su padre había comprado
en la playa. Los días que pasaba en ese apartamento, eran un mundo
aparte. Le encantaba el mar y con frecuencia gustaba de pasear por
la orilla de la playa dejando que su imaginación la llevase por esos
mundos de sueños que esperaba un día llegasen a convertirse en realidad.
Era una soñadora, pero sabía que a pesar de ello, tenía bien asentados
sus pies en el suelo.
Aquella tarde de un sábado de primavera
había decidido que quería estar unas horas sola y pasear con sus fantasías
por la ya familiar orilla de esa playa en la que había vivido momentos
entrañables.
Eran las cuatro de la tarde y apenas
había gente en la playa. Eso le gustaba, tenía el mar casi para ella
sola. Ese mar tantas veces compañero de sus pensamientos, de sus ilusiones,
de sus sentimientos, de sus anhelos y de sus desdichas. Ese mar al
que tantas y tantas veces había hablado y por el que se había sentido
escuchada.
Paseó por la orilla, descalza, llevando
en su mano derecha sus zapatos y jugueteando al caminar con las olas
que rompían sobre sus pies. Esa tarde se sentía especialmente feliz
aunque no existía nada especial que produjera esa sensación. Posiblemente
el mero hecho de notar la brisa marina en su rostro era motivo suficiente
para producir el brillo radiante de su mirada ilusionada.
Pablo se sentía confuso, no es que estuviera
triste o preocupado, pero su estado de ánimo estaba confuso. Había
llegado a un momento de su vida en el que se replanteaba si el camino
que había elegido era el que realmente quería emprender o bien necesitaba
un tiempo para poder aclarar sus ideas. Esa mañana se había sentido
agobiado por el tráfico, la polución y las multitudes de Madrid y
sin pensarlo dos veces había arrancado su coche y tomado el camino
de la costa. Necesitaba ver el mar, sentir el acre olor de la sal
y el yodo, notar la brisa húmeda en su rostro y disfrutar de unas
horas, o tal vez unos días, de soledad.
Aparcó su coche en una calle próxima
a la playa y encaminó sus pasos hacia ese mar que no tardaría en producirle
la calma que necesitaba. Se descalzó y caminó por la orilla permitiendo
que el agua acariciase sus pies. Todavía estaba fría, pero no le importaba,
la sensación que le producía el contacto de todo su ser con el mar,
paliaba cualquier incomodidad. Miró hacia el horizonte, el color del
agua le recordó la mirada que años atrás había visto en los ojos verdes
de una niña que tenía miedo a las palomas. En ocasiones aquella escena
había salido de sus recuerdos para instalarse en su presente y sentir
la añoranza de un momento irrepetible.
Inka caminaba despacio jugueteando con
el agua que acariciaba sus pies mientras sus pensamientos seguían
el curso de la fantasía. Le encantaba soñar despierta, pensar, fantasear
y siempre que paseaba sola por la playa sus pensamientos rompían la
barrera de la realidad.
Levantó la mirada de la arena bañada
por las olas que morían a sus pies y entonces lo vio. El hombre caminaba
lentamente por la orilla en dirección hacia ella. En una de sus manos
llevaba unos mocasines de color negro y la otra descansaba en uno
de los bolsillos de su pantalón. Luego le miró directamente a la cara
y los ojos del hombre le resultaron familiares. Sus miradas se cruzaron
y entonces él, le sonrió. Y la sonrisa también le resultó familiar.
Inka se ruborizó aunque no apartó la mirada de los ojos del hombre.
Pablo se fijó en la adolescente cuando
apenas había seis o siete metros entre ambos. Y al descubrir los ojos
verdes de mirada limpia reconoció a aquella niña que años atrás había
tenido miedo de las palomas en la plaza de Cataluña. Se sintió como
hipnotizado por la mirada de la jovencita y sonrió. Ella se ruborizó
pero tampoco separó sus ojos de los de él. Se cruzaron, sin articular
una sola palabra, ni siquiera un cortés «¡Buenas tardes!». Y cuando
unos pasos más adelante, ambos giraron sus cabezas para mirar al otro,
se ruborizaron y rápidamente volvieron a mirar al frente y aceleraron
sus pasos. Él se sentía extrañamente feliz de haber vuelto a coincidir,
aunque sólo hubiera sido por un instante, con aquella niña que un
día lejano le había impresionado por su actitud y su mirada. Ella
había cambiado el rumbo de sus fantasías y ese hombre de mirada serena
comenzó a formar parte de alguno de esos sueños.
Colocó la bolsa de viaje sobre la bandeja
porta equipajes y se sentó en su asiento junto a la ventanilla. Se
sentía feliz de volver a viajar en tren. Miró su reloj de pulsera
y comprobó que todavía faltaban cerca de quince minutos para la hora
prevista de salida. Encendió un cigarrillo y ojeó distraídamente la
revista que se había comprado en el kiosco de la estación.
El tren comenzó a moverse lentamente
saliendo de la terminal ferroviaria. Inka dejó la revista en el asiento
contiguo y miró por la ventanilla. Algunas personas agitaban sus manos
en un gesto de despedida hacia los seres queridos que partían, otras
paseaban por el andén a la espera del tren que tenían que tomar o
haciendo tiempo hasta que llegara aquel en el que viajaba alguien
a quien habían ido a recibir. Acabó el andén y almacenes, edificios
y de vez en cuando alguna casa, sustituyeron el paisaje provisional
de la estación por otro más duradero pero gris y estático. Inka se
retrepó en su asiento y pensó en su vida. Una vida que le gustaba,
una vida que con frecuencia saboreaba, una vida en la que aparentemente
no faltaba nada pero en la que con cierta frecuencia notaba un vacío
que no llegaba a definir por más que pensase en él. Y le gustaba pensar.
Desde bien jovencita había descubierto que el pensar era una de sus
aficiones favoritas y generalmente disfrutaba haciéndolo. Pero luego
aparecían esos otros momentos en los que esa desagradable sensación
de vacío hacía que sus pensamientos se sumaran en una inquietud que
con bastante frecuencia superaba haciendo que su mente circulara por
otros derroteros. Al alejarse el tren de su ciudad, sentía emociones
contradictorias que le producían una cierta confusión y en las que
trataba de pensar en esos momentos en los que el paisaje todavía era
de cemento y piedra. Sentía nostalgia de lo dejado temporalmente,
pero al mismo tiempo aparecía una agradable sensación de libertad
que le permitía contactar serenamente con esos sueños que habían nacido
en su adolescencia. Intuía que algo no acababa de funcionar en su
vida sentimental, pero al mismo tiempo no tenía ninguna queja de ella.
Pablo entró en el vagón unos segundos
antes de que el tren se hubiera puesto en marcha. Generalmente llegaba
con tiempo de sobra a las estaciones o a los aeropuertos, pero en
esa ocasión una serie de vicisitudes parecían haberse aliado para
hacerle perder su tren. Pero no lo habían logrado. Buscó su número
de asiento y colocó su equipaje en el lugar destinado para el mismo.
Se sentó y por fin pudo respirar, no le gustaba hacer las cosas acompañado
de tensión. Cerró los ojos y se relajó. El suave traqueteo del tren
y su capacidad para concentrarse en el instante presente ayudaron
a recuperar su habitual estado de tranquilidad. Se sentía muy bien
consigo mismo y se había rehecho con gran facilidad de los trastornos
que inevitablemente surgían como consecuencia de una ruptura sentimental.
Hacía muy poco tiempo que se había separado de la que durante bastantes
años había sido su mujer y aunque la ruptura afectiva se había producido
paulatinamente a lo largo de años, la ruptura de la convivencia solía
traer consigo una cierta sensación de extrañeza. Pero había tenido
las ideas y los sentimientos muy claros y apenas había entrado en
confusión consigo mismo. Abrió un instante los ojos y los cerró inmediatamente.
Algo, tal vez un pensamiento fugaz, acaso una asociación inconsciente,
le había hecho recordar a la niña de la plaza de Cataluña, a la adolescente
de aquella tarde en la playa. Pensó que ella, sería ya una mujer y
trató de imaginarse, sin conseguirlo, lo que pudiera ser su vida.
¿Estará próximo el momento de volvérmela a encontrar? Las palabras
del revisor pidiéndole el billete, le sacaron de su ensimismamiento.
Inka recordaba algunos momentos de su
adolescencia, sobre todo aquellos paseos durante algunas tardes primaverales
en los que la arena y el mar eran sólo suyos. Le apareció en la mente
con toda nitidez la tarde en la que se cruzó con un hombre que llevaba
como ella los zapatos en la mano. Recordaba su mirada como si se estuviera
cruzando con él en ese mismo momento y de nuevo se ruborizó al rememorar
aquel instante. Nerviosa encendió un cigarrillo y miró disimuladamente
a su alrededor deseando que ninguno de los pasajeros de su vagón se
hubiera dado cuenta de su rubor. Aparentemente nadie había reparado
en ella. El tren fue perdiendo velocidad hasta que por fin se detuvo
en una estación. Inka se levantó de su asiento y se apoyó sobre el
cristal de la ventanilla mirando hacia el exterior. La típica estación
de una pequeña ciudad de provincias, pensó, donde la vida transcurre
como si el tiempo se hubiera detenido en el pasado. Cuando esbozaba
una sonrisa al observar a una madre que tomaba en brazos cariñosamente
a su hija pequeña, otro tren entró en la estación por la vía paralela
a la que se encontraba detenido el suyo y se sobresaltó separándose
unos centímetros del cristal. El otro tren se detuvo. Delante de ella
una ventanilla con las cortinas corridas. Imaginó que detrás de las
cortinas, alguien, aburrido del viaje trataba de conciliar el sueño.
¿Tal vez alguien acostumbrado a viajar en tren por motivos de trabajo?
No tuvo tiempo para seguir imaginando ya que una mano descorrió despacio
las cortinas. Y apareció esa mirada que la había turbado en su paseo
por la playa. Y de nuevo, él le sonrió. Sólo una sonrisa, apenas tuvo
tiempo para percibir otro rasgo de su rostro ya que en ese mismo momento
su tren comenzó la marcha.
Pablo cerró la cortina cubriendo la
ventanilla evitando que el sol que le daba de lleno a través del cristal
le impidiera poder leer la monografía que sobre el sentimiento de
culpa le ocupaba en esos momentos. Era un estudio muy original cuya
lectura le abrió nuevos caminos respecto al tratamiento que seguía
con algunos pacientes. Apenas se dio cuenta de que el tren se había
detenido en una estación y decidió terminar el capítulo antes de levantarse
y estirar un poco las piernas.
Descorrió la cortina descubriendo que
junto a su tren, había otro detenido. Al mirar al interior del otro
ferrocarril, allí estaba ella. La misma mirada, el mismo color de
ojos, la misma expresión de dulzura. Sólo tuvo tiempo de esbozar una
sonrisa antes de que el rostro de ella desapareciera arrastrado por
el destino.
Jamás había estado en París. Cuando
su avión tomó tierra en el aeropuerto Charles Degaulle, se preguntó,
casi por enésima vez desde que había salido de Barcelona, cual había
sido la causa de ese impulso repentino. Pero tampoco importaba demasiado.
Estaba en París y se disponía a disfrutar de unos días en la ciudad
de la Luz.
Descendió del avión subiendo a continuación
a uno de esos autobuses que llevaban a los pasajeros desde la pista
hasta la terminal del aeropuerto. Se acomodó junto a una ventanilla
y observó el tráfico de vehículos por las pistas del aeropuerto mientras
el autobús se iba llenando con los pasajeros del avión. Por fin el
vehículo arrancó con una sacudida que hizo tambalearse a Inka. Se
agarró con fuerza de una de las barras de los asientos y continuó
su observación del exterior. Se cruzaron con un par de furgones de
equipajes, con un camión cisterna y con un par de autobuses que llevaban
a otros pasajeros hacia los aviones que estaban aparcados cerca de
las pistas de despegue. Al cruzarse con uno de ellos, Inka recordó
al hombre de la playa, al hombre del tren. Y sonrió con nostalgia
percibiendo que ya no se ruborizaba. ¿Dónde se encontraría él en esos
momentos? Posiblemente muy lejos de allí. Pero a pesar de ese convencimiento,
no dejó de mirar con cierta atención las ventanillas de otro autobús
de pasajeros con el que se cruzaron.
Le gustó el hotel que había elegido
un poco a ciegas. La había gustado la descripción que las guías de
turismo hacían de él y lo que verdaderamente le atrajo fue el que
fuese una antigua abadía del siglo XIV, o tal vez del XV, restaurada.
Su habitación resultaba acogedora y lo único que echaba de menos su
corazón romántico era el poderla compartir con esa persona con la
que había soñado tanto tiempo y que ni siquiera sabía si existía.
Se duchó y se vistió con la ilusión
de salir a dar un paseo. Las calles estaban animadas por una multitud
que paseaba aparentemente sin rumbo e Inka decidió dejarse llevar
por su intuición y pasear sin rumbo por ese París tan desconocido
para ella.
Pablo se acababa de sentar en uno de
los bancos que en la rivera del Sena, permitía a los paseantes un
momento de descanso o de disfrute de las aguas de un río que latía
de una manera especial. Gustaba de descansar un buen rato en uno de
esos bancos y dejar que la imaginación transcurriese por caminos inesperados.
Habían pasado muchos años desde su última visita a París y recordaba
que en una ocasión se había prometido a sí mismo que sólo volvería
a esa ciudad acompañado, cuando se enamorase, de la mujer a la que
amase. Pero había roto la promesa que se había hecho a sí mismo y
en un impulso había volado a la ciudad del Sena. Había llegado esa
misma mañana y sus pasos al salir del hotel le habían llevado sin
proponérselo al banco de las orillas del río.
Inka descubrió un banco en el que solo
había una persona, todos los demás estaban ocupados por dos, tres
e incluso alguno que otro por cuatro personas. Se sentó en el extremo
opuesto al ocupado por un hombre que parecía mirar absorto las aguas
del río. Al instante notó como su corazón latía aceleradamente. Pero
no era ansiedad ni nerviosismo, la sensación era que iba a ocurrir
algo bueno en su vida. Entonces el otro ocupante del banco giró la
cabeza volviéndose hacia ella y fue cuando Inka descubrió la causa
de su agitación. La mirada del hombre de la playa, los ojos y la sonrisa
del hombre del tren, estaban frente a ella en un banco de madera a
las orillas del Sena. En ese mismo instante ambos tuvieron la certeza
de que por fin había aparecido esa persona que habían soñado tantas
veces a lo largo de sus vidas.
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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