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La sombra
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Juan David Vila Rodríguez

Se despertó sudoroso y agitado en mitad de la noche, de aquella noche oscura, más oscura que todas las noches oscuras que se puedan recordar.

Mira a todos lados de su enorme habitación con libros en vez de paredes, baldosas blancas que contrastan impetuosamente con el negror de la noche, un escritorio vacío con un café humeante, un closet grandísimo con dos o tres prendas magulladas y dos sandalias enmohecidas esperando a ser calzadas por aquél que acaba de despertar agitado y sudoroso a mitad de esta noche oscura, la más de toda la Historia de las noches oscuras.

Siente que alguien lo mira, siente unos ojos ajenos puestos sobre su piel húmeda por el sudor del pánico: se sabe observado. Se aterroriza al pensarse visto por unos ojos siniestros que él no puede ver; tiembla al pensar que el dueño de esos ojos invisibles pueda atacarlo de súbito y segar su vida de escritor solitario y poeta de amores furtivos.

Quién hay allí, parece preguntar; aunque sus palabras me son inaudibles puedo leer sus labios blanqueados por el terror. Reitera su pregunta asustadiza y agrega algo que no puedo leer. Su terror aumenta, déjenme en paz, grita desesperadamente mientras sus manos tapan su rostro de expresión orate.

Ahora me pide que hable, que diga algo; luego vuelve a decirme que lo deje en paz, y lanza almohadas y cobijas hacia aquello que no puede ver, hacia la sombra inaprensible, hacia mí…

Sale caminando con asustada celeridad, no sé por qué me teme, no voy a causarle daño, simplemente estoy aquí porque así el destino lo ordenó; porque alguien, sin pregúntamelo, decidió ponerme aquí; alguien que me sueña y me vigila, igual que yo lo sueño y vigilo a él, al asustadizo escritor que prendió el motor de su auto vetusto para ir hacia donde indefectiblemente todos vamos: hacia ninguna parte, hacia lo que algunos dieron por llamar muerte, otros parca, otros tánatos, otros sombra, otros vida…

Debo seguirlo, debo vigilarlo, aunque desearía dejarlo en santa paz. Sus manos puestas sobre el volante tiemblan desaforadas, sudan como cataratas; su rostro tristón de otrora se ha tornado miserable, me atribula ver lo nimios que son los Hombres ante lo inexorable; su camisa y pantalón parecen rescatados de un charco; sus pies aprietan el pedal con furia; sendas lágrima desoladas se cuelan por sus ojos de obispo, y bajan sin licencia hasta el tapiz del auto… ¡Vete! Grita con rencor, mis ojos le pesan sobre la espalda. Detiene el carro permitiendo un chillido del asfalto gélido. ¡Vete! Quien quiera que seas vete, no te soporto, me grita con desolación desde la calle. Quisiera decirle que la Muerte también llora, de hecho ahora mismo lloro, pero no puedo decírselo, él no me ve…

Corre trastabillando: cae, se levante, de nuevo cae, de nuevo se levanta, por tercera vez cae, por tercera vez se levanta… ¡Qué lástima me da! Ya no recuerda que murió hace más de cuatro horas, víctima de un arma blandida por la persona que más odió: él mismo. Me asusta el que ni siquiera haya notado ese hoyo negro que tiene en su sien, y que deja ver su alma aciaga de escritor solitario y poeta de amores furtivos. ¡Qué pena!


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juanda0812[at]yahoo.es

Ilustración relato: Dibujo por Obed González ©