Tiboh
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Thiara
Montesinos
Hoy fue un día especial.
Quizá el último que pueda recordar mi atrofiada cabeza precisamente
por ser tan especial.
Cuando salimos de la
jefatura de policía, Gregory y yo nos dirigimos al cementerio para
visitar la tumba de Lía, su mujer, y dejarle flores blancas, sus favoritas.
Qué hermosa y qué alma tan bondadosa la suya y cuánto bien me producía
recostarme en sus piernas y dormir arrullado por las dulces notas
de viejas melodías que ejecutaba en el piano. Había una en particular
que transportaba nuestras almas —si es que yo poseo un alma, claro
está— a misteriosos sitios en los que seguramente y en algún momento
debimos haber tenido cosas en común porque, según se dice, nada es
casualidad, así que me quedaré en esa creencia.
Después dimos un paseo
por un parque cercano, algo inusual en los de mi especie, y aunque
ahora mis pasos apenas pueden soportar el peso de mi cansada existencia,
intenté caminar al ritmo de Gregory que debido a su continuo ensimismamiento
me ha permitido ir a un lado suyo sin adelantárseme.
Sé que mis días están
contados, quizá sean horas, ¿qué más da? Lo importante es que no me
podía ir sin que Gregory supiera lo que sucedió aquella funesta noche
de invierno en la que él y su socio fueron de cacería. Me resultaba
imposible encontrar la forma de hacerme entender pero algo debía ocurrírseme.
Hace ya dos meses, que para mí son años, de lo ocurrido y yo aún siento
en mi cabeza el duro golpe recibido y la saña con que fui arrojado
al suelo para caer enseguida en un profundo desmayo. Noche tras noche
he revivido esa escena que supongo no olvidaré ni siquiera después
de mi muerte.
Este sitio donde estoy
recostado ha sido siempre mi preferido, junto a la ventana desde la
cual he vigilado anhelante la llegada de Gregory y más tarde, el tintineo
de las campanitas de la puerta de entrada indicándome que de un momento
a otro Lía iba a echarse en esos brazos que él mantenía abiertos desde
que pisaba el umbral.
Lía era una belleza serena,
dueña de una cabellera negra y abundante que solía atar a la nuca
con un listón y soltarla por las noches cuando iba a la cama, poseía
además unos ojos color marrón que a menudo despedían diminutas chispas
de luz si estaba contenta. Inundaba hasta el último rincón de nuestra
casa con aquella voz suya tan melosa y coqueta, lo mismo si cantaba
o conversaba con Gregory, o simplemente si me reprendía por alguna
de mis travesuras que en realidad no eran muy frecuentes.
Gregory solía ausentarse
por asuntos de trabajo; algunas veces permanecía fuera de casa durante
dos o tres días, y, en el peor de los casos, una semana, así que en
esas ocasiones me hacía responsable de vigilar su más valioso tesoro,
Lía. Yo me sentía importante, mi pecho se inflamaba de satisfacción
creyéndome el héroe que salvaguarda a la princesa recluida en un castillo.
Esas tardes de estío en las que no había un soplo de viento y ambos
creíamos morir de deshidratación, ella se metía a la cocina a preparar
algunas bebidas refrescantes o deliciosos postres que compartía conmigo
en la mesa. Y sin importar que yo no pudiera contestarle, mantenía
un monólogo armonioso refiriéndose algunas veces a mi pelo finísimo
y brillante o a mis ojos azules alertas al movimiento de sus labios
sensuales. Luego de esas horas inolvidables en su compañía y respetando
la encomienda hecha por Gregory, me apresuraba a tomar mi sitio de
guardia junto a la ventana de una de las habitaciones del piso superior.
Todo había transcurrido
en aparente calma hasta aquella noche trágica e invernal. Eran cerca
de las diez cuando el timbre de la puerta sonó insistentemente; yo
bajé los escalones de dos en dos o tal vez ni siquiera los pisé porque
en un abrir y cerrar de ojos me planté frente a la puerta con el pelo
totalmente erizado y dejando al descubierto mis afilados colmillos.
Instantes más tarde, Lía se aproximó con extrañeza a la puerta y asomó
por el visillo de ésta para investigar de quién se trataba. Era nada
menos que Rod, el mejor amigo de Gregory, o por lo menos en el que
más confiaba, según él. Había algo en ese sujeto que nunca terminó
de convencerme, tal vez la mueca que desfiguraba su boca al sonreír
o su mirada lasciva al dirigirse a Lía, detalles que, por lo visto,
pasaban inadvertidos para Gregory.
Ligeramente sorprendida,
quiso saber a qué se debía su inesperada visita y él, en tanto se
quitaba los guantes y se deshacía de la gabardina, le explicó que
pasaba por aquí y se le había ocurrido venir a saludarla.
—Traes aliento alcohólico
—dijo Lía cuando él se acercó a besar su mejilla.
—Sólo un par de copas
para contrarrestar el frío —le respondió mientras colocaba los guantes
sobre la mesilla del teléfono.
Lo que vino después se
alojó fragmentado en mi conciencia como el rompecabezas de un mal
sueño que a la fecha persistía en torturarme, por tanto, lo único
que puedo y quiero añadir a ese respecto es que los negros instintos
del supuesto amigo de Gregory le instaron a cometer aquella monstruosidad
cuando intentaba abusar de Lía. En mi desesperación por separarlo
de ella, y no habiendo tiempo que perder, me lancé sobre su cuello
directamente a la yugular pero falló mi intento pues su mano que fue
más astuta se apoderó de mí y me arrojó brutalmente al piso, no sin
que antes le abriera una herida profunda en la mano izquierda. Sucedió
todo tan rápido que lo último que alcancé a ver antes de hundirme
en la inconsciencia fue que Lía, presa del terror y aprovechando aquel
momento de confusión para liberarse de los brazos de Rod, retrocedió
unos centímetros, buscó un punto donde apoyarse para no caer de espaldas,
lo cual fue inevitable puesto que en el forcejeo chocó con el costado
de la chimenea, su cabeza golpeó contra el filo de la base de ésta
y finalmente se desplomó sobre el piso en medio de un charco de sangre.
Al darse cuenta de su
estupidez y temiendo lo peor, Rod se apresuró a recoger la gabardina
y tomar los guantes de la mesita del teléfono, sólo uno porque el
otro par inexplicablemente había desaparecido; obviamente no iba a
detenerse a buscarlo, ya que en otras ocasiones había olvidado diversos
objetos en esta casa. Enseguida salió apresuradamente dejando la puerta
abierta tras de sí.
No fue sino hasta la
mañana siguiente que logré emerger de aquel pozo en el que me hallaba
hundido; así, un tanto repuesto de la impresión y aún aturdido por
el golpe, salté heroicamente hasta alcanzar el botón que activaba
la alarma y de esa manera pude llamar la atención de algunos vecinos
que acudieron en auxilio de Lía, llamaron a la policía y posteriormente
localizaron a Gregory y lo pusieron al tanto de lo sucedido. Se efectuaron
las averiguaciones de ley quedando asentado que la muerte de Lía había
sido un lamentable accidente. Si tan sólo hubiesen analizado la mancha
de sangre de Rod en la mano derecha de Lía, otro gallo habría cantado.
Por su parte, Rod desapareció por algún tiempo, argumentando un viaje
fuera de la ciudad, seguro quizá de que no se le involucraría en ese
hecho criminal en virtud de la ausencia de testigos presenciales que
pudiesen inculparlo, excepto yo, impotente para declarar en su contra.
Pero no contaba con que me las arreglaría para descubrirlo y hacerle
pagar su culpa.
Había buscado incansablemente
aquel guante que sin duda contribuiría en la detención de Rod y jamás
se me ocurrió que podía haberse alojado en la exuberante planta que
se hallaba junto a la mesa del teléfono. La idea me asaltó gracias
a los recuerdos de horas felices que nunca más volverían; uno de ellos
era ese, el escondite perfecto para refugiarme, dada mi naturaleza
felina, cuando Lía se empeñaba en darme un merecido baño como a cualquier
ser humano. Sin embargo, no debía cantar victoria porque no estaba
del todo seguro de que efectivamente Rod se hubiese llevado sólo un
guante. Bueno, nada perdía con intentarlo. Esa mañana Gregory leía
el periódico mientras tomaba café antes de marcharse a la oficina.
Con el fin de llamar su atención absoluta, salté sobre la silla adyacente
a la suya y de ésta a la mesa, me detuve un instante con el pelo erizado
y empinando mis extremidades traseras, más que las delanteras, arquee
la espalda en forma de U invertida, y por si no fuera suficiente,
complementé todo esto inclinando las orejas hacia atrás, bufando,
tal cual como si estuviera insultándole; acto seguido y como impulsado
por un resorte, brinqué hasta el objeto de mi representación escénica.
Sé que a Gregory le molestó mi extraña conducta porque gritó varias
veces pidiéndome que parase de escarbar y deshojar la planta, pero
cuando logré rescatar el guante y dirigirme al sitio donde habían
encontrado a Lía, gracias a Dios, comprendió lo que intentaba mostrarle.
De este modo el caso fue reabierto, se hicieron nuevas investigaciones
y finalmente Rod fue puesto en manos de la justicia.
Una vez cumplida mi misión,
me dispongo a emprender el viaje sin retorno; aunque quién sabe, nadie
puede asegurarlo, tal vez en otro momento, otro espacio y en otro
tiempo…
Ahora mis restos reposan,
y es un honor para mí, junto a la tumba de Lía, bajo una pequeña lápida
que reza así: «En recuerdo de Tiboh, el amigo invaluable».
Hay afectos que dejan
huella y pasan por nuestra vida como una bendición…
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THIARA MONTESINOS
es una autora
mexicana
thiara85(at)yahoo.com
De esta autora puedes leer, también:
La pluma dorada (relato).
- ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©)
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