El castillo de la piedra bermeja (II)

Pablo Sanz


(...) Volvieron las tres ante el portón del cementerio a la hora convenida con el enterrador, pero él no estaba. Esperaron. En ese lugar oscuro y apartado, apenas alumbrado por la luz mortecina de dos farolas perdidas en el amplio parque que precede al castillo y a la iglesia, caían los segundos con la misma parsimonia con que se descuelgan las hojas caducas de los árboles. Pasaron diez, doce, quince minutos y allí no aparecía nadie. El aire quieto y callado vibró unos momentos con las campanadas de la medianoche que marcaba algún reloj del pueblo, cuyo eco llegaba amortiguado en la distancia.

—Qué fastidio, no nos hemos acordado de traer las doce uvas.

—Este tío se ha acojonado, no creo que venga.

—La puerta no está cerrada, tan solo entornada. No andará muy lejos. ¿Vamos?

—Vamos allá.

Empujaron no sin esfuerzo la pesada puerta metálica cuyos goznes agarrotados chirriaron sin pudor turbando la muda paz del camposanto. Se internaron muy despacio, caminando con sigilo para no profanar el silencio reverencial de aquel lugar. Delataba sus pisadas el sordo crepitar de la hojarasca acumulada en la entrada, arrastrada por el viento desde la alameda del parque, al otro lado de los muros.

Sin previo acuerdo, las tres se dirigieron solidariamente hacia el patio de armas por la rampa entallada en la roca que sirve de cimiento al castillo. Una vez allí, se tomaron unos instantes de parada para acostumbrar los ojos a la espesa oscuridad del interior del patio, vedado por completo a la escuálida luna que aclaraba muy pálidamente el resto del paisaje nocturno. Igualmente sin mediar palabra, dirigidas por el mismo reclamo inconsciente y automático, caminaron hacia el fondo en busca de la pared donde había aparecido la figura en la foto.

Llevaban a mano las linternas, pero no se atrevían a usarlas todavía por no disipar con sus chorros de luz chillona el ambiente venerable del lugar ni alterar el reposo eterno de sus moradores, así que se ayudaban de la luz mucho más discreta de los mecheros. Como quiera que éstos les quemaban los dedos a poco que los mantuvieran encendidos de continuo, también prescindieron de ellos y tomaron prestados a modo de candiles sendos cirios de los que lucían en algunas sepulturas.

Alumbradas por ellos reconocieron el lugar paso a paso. Avanzaban despacio, trastabillándose en las viejas losas y baldosas desniveladas y mal calzadas que bailaban bajo sus pies, cuando un grito escalofriante, como un alarido de desesperación, les hirió los ojos desde la losa en que se había petrificado mucho tiempo atrás.


Era el breve y rotundo lamento de una madre desgarrada por la pérdida del hijo pequeño. Contagiadas por la congoja que rezumaba semejante lápida, no tardaron en descubrir con horror que el mismo grito se repetía en el nicho de al lado. Reconocieron la voz doliente de la misma madre en la caligrafía de la triste lápida, idéntica a la anterior, y lo corroboraron al leer los apellidos del niño difunto. Había muerto al día siguiente que su hermano.

¡Hijo mío!

Esta dolorida exclamación cincelada en la piedra más de cien años atrás, resultaba más elocuente que las prolijas y rebuscadas dedicatorias que lucían muchas otras lápidas. Estas dos simples palabras descarnadas, sin retruécanos ni metáforas artificiosas, condensaban tanto dolor y tantas lágrimas como todas las elegías juntas. ¿Qué antigua tragedia se escondía en ellas?

¡Hijo mío!

La tercera vez que restalló en sus ojos el fatídico lamento, en la losa contigua de otro hijo malogrado a los pocos días que sus hermanos, les escoció como un trallazo seco sobre la carne desnuda. Ya no pudieron soportar por más tiempo la agobiante presión de la angustia y la tristeza.

—¡...!

—Vámonos de aquí. Me falta el aire, no puedo respirar.

Se marcharon rápidamente del alto patio. Fue un alivio para ellas sentir el azote frío de una ráfaga de aire que se colaba por el vano del arco ojival, en la puerta deshojada del cementerio viejo. Mientras se alejaban a toda prisa del infausto lugar, Silvia cayó en la cuenta.

—Creo que ahí es donde aparecía la «cosa». Sí, no puede ser en otro lado, en todo el patio no hay ningún otro lienzo de muro liso, con tan poquitos nichos, como el que salía en la foto.

—Ya volveremos mañana con buena luz. O si tiene que ser de noche, que sea otra noche y no ésta, y con muy buena compañía.

—Por hoy ya hemos experimentado emociones fuertes. Vamos a tomar unas copas para disolverlas antes de dormir, no vaya a ser que nos desvelemos.

Llegaron las tres juntas, prietas y apelotonadas como un hato de ovejas asustadas, ante la alta puerta de hierro que guarda la salida del castillo.

—No seas torpe, que es al revés. Tira hacia acá.

—No puedo. Está cerrada con llave.

—No puede ser, hace un momento estaba abierta. Estará un poco dura.

—Vamos, tiraremos las tres a la vez, tiene que estar abierta.

En vano forcejearon con la puerta.

—¡Ha sido el enterrador! Ese tío es un capullo, nos ha dejado encerradas a propósito.

—¡Capullo, cabrón, ábrenos el portón!

—Elisa, por favor, no seas bruta. Habrá querido asustarnos un poco. Como esté por aquí se va a descojonar vivo viendo cómo se sale con la suya.

—No, si yo no tengo miedo, pero es que me revienta que no pueda ir a tomarme una copa, con lo que me apetece ahora.

Aguardaron un largo rato con la esperanza de que el sepulturero acudiera por su propia iniciativa, pero fue en vano.

—¡Oye, chaval!, tenemos una petaca con un güisqui de puta madre. ¿Te apetece un lingotazo?

—Me ha parecido oír que se ríe. Será capullo el tío...

Elisa volvía a impacientarse y a enfurecerse.

—¡Gilipollas! ¡En la vida te habrás visto tú con tres tías! ¿No se te ocurre otra cosa que encerrarnos aquí? ¡Mariconazo de mierda! ¡Eunuco! ¡Te vamos arrancar los huevos!

—Vale ya Elisa, menudo escándalo estás montando. Como pase cualquiera por aquí...

—Venga, tranquilas. Vamos a llamar por el móvil a alguien que venga a sacarnos.

—¿Y qué diremos que hacíamos aquí dentro a estas horas? A ver si va a ser peor el remedio...

—Me da igual, aquí ya hace frío y yo quiero irme. Voy a llamar a información para que me den el teléfono de la Guardia Civil del pueblo.

Sacó el móvil del bolso y pulsó las teclas con avidez temblorosa en los dedos. El aparato despedía un cerco de luz verdosa que iluminaba con un halo tenebroso, algo fantasmagórico, las manos y la cara de Silvia.

—¡Mierda! Aquí no hay cobertura.

—Natural, estamos entre medias del castillo y la iglesia, donde casi se tocan. Menudos paredones de piedra, como para que pasen las ondas de la telefonía. Aquí no pasarían ni los cañonazos.

—Podemos salir a la explanada, que está más despejada y puede que sí lleguen las ondas.

—Vale, pero yo al patio no entro ni loca, antes prefiero descolgarme por el despeñadero.

—Venga, vamos juntas.

—De la caza del fantasma pasamos en un momento a la caza de la onda, hay que ver qué safaris tan emocionantes nos montamos.

—Bueno, en el fondo es lo mismo, ¿no, Elena?

—Más o menos.

Elena no estaba muy locuaz. No paraba de darle vueltas en su cabeza al asunto que las había llevado hasta allí, y se estaba convenciendo de que —contrariamente a lo que pensara al principio, cuando lo tomó más que nada como una excursión lúdica— no dejaba de tener su miga.

Retrocedieron desde la puerta evitando la rampa que sube hasta el patio de armas. Al pasar frente a él miraban con recelo el vano de la puerta, que se abría desde la altura como un oscuro túnel con la boca de dovelas y sillares desdentados. Se internaron en la explanada del camposanto sorteando las tumbas, buscando el punto más despejado para captar la señal del radioteléfono.

En él rincón más alejado del cementerio hay una barbacana rota por la que tiran escombros, coronas de flores secas, ramos de plástico ya marchitos y descoloridos, huesos revueltos en la tierra y otros desperdicios fúnebres. Allí sí llegaba una débil señal, pero resultó tan pobre que cuando intentaban lanzar una llamada la comunicación se cortaba sola.

En el centro de la explanada hay una pequeña capilla. Se levantó en recuerdo de los incontables muertos que dejó la guerra en las alcarrias asoladas por las batallas y en el pueblo machacado por los bombardeos. El alto páramo se convirtió en aquel tiempo en un inmenso catafalco, y algunos robles —en recuerdo de la infinita estupidez humana— conservan de entonces las mellas de las balas y las bombas, con las metrallas incrustadas en los troncos lacerando aún las viejas heridas.

Elisa, tras los intentos fallidos, optó por escalar un ciprés y subir al tejado de la capilla, por ver si ganando algo de altura mejoraba el asunto.

—Ajá, ya va.

—¡Menos mal!

Respiró aliviada al oír la voz al otro lado del aparato.

—Apunta...

Silvia sacó el lápiz de ojos para ir anotando sobre la primera losa que encontró a mano la retahíla de números que le dictaba Elisa desde el tejado, pero la blanda mina no alcanzó ni para la segunda cifra.

—Espera un momento...

Elena había desenfundado la barra de labios y se la tendió a su amiga, que se afanaba sobre la blanca lápida.

—Ya, ahora sí, repíteme el número... Vale, ya está.

Al instante sonó el teléfono en el puesto de guardia del cuartel, en la otra punta del pueblo.

—¿Cómo dice? Señorita, tenemos casos más importantes que atender. Si se aburren vayan a divertirse a una fiesta de Halloween y no nos vengan con jueguecitos de niños.

—Oiga, por favor, que es en serio... Ha colgado el muy...

—¡Es que hay cada cretino! Llama otra vez.

—No, no, que tú te exaltas en seguida. Mejor llamo yo ahora.

Bajó Elisa gateando por el ciprés, no fuera a ser que el techo de la diminuta capilla no soportara el peso de las dos, y subió Silvia escalando sobre las tumbas y las cruces adosadas al muro.

—Como se parta el travesaño de la cruz, la leche que me pego puede ser gloriosa.

Subió al tejado, afianzó bien los pies entre los canales de tejas y marcó de nuevo.

—Nada, tías, que ahora está comunicando.

Presa de la exasperación, repetía una y otra vez la llamada con el mismo resultado, hasta que al octavo intento consiguió encontrar desocupado el teléfono del cuartel. Silvia estaba con el alma pendiente del tuuu tuuu que emitía su aparato, como la señal apremiante de un naufrago, cuando al alzar la vista soltó un estridente chillido acompañado de un respingo que casi la hace caer al suelo. A duras penas logró mantener la serenidad y el equilibrio necesarios para no rodar desde el tejado. Su mano, invadida por un temblor incontrolable, perdió el rigor de los músculos y el teléfono se estrelló contra una lápida.

Elisa y Elena estaban distraídas encendiendo unos cigarrillos para amenizar la impaciente espera cuando les sorprendió el agudo chillido de Silvia, que por un instante les heló la sangre y les paralizó el corazón. Alarmadas sin poder ver qué era lo que asustaba de esa manera a su amiga desde detrás de la capilla, y temiendo también ellas por sí mismas, la apremiaban en vano:

—¿Qué pasa?¿Qué hay?

Silvia no las oía, hablaba consigo misma con la voz entrecortada por el llanto.

—Dios, Dios, por favor, ¿qué es eso?

 

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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía realizada por el autor ©

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2002). Reeditado en agosto de 2020.

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