El castillo de la piedra bermeja (IV)

Pablo Sanz


(...) Lo primero que hicieron al llegar al abrigo del pueblo y de la luz fue llevar a Silvia al ambulatorio para un reconocimiento de urgencia. No tenía nada, salvo un buen susto.

—¿Ha bebido en exceso o ha tomado psicotrópicos?

—Unos vinos en la cena, nada más.

—Bien... Lo único que tiene que hacer es descansar.

—No creo que pueda dormir, está algo impresionada.

—Pues entonces prescribo tomar una copas, sin pasarse, hasta que entre el sueño. No quiero recetar ningún tranquilizante. Mañana estará como nueva.

En el local superpoblado y ruidoso de la discoteca su reciente aventura les parecía tan lejana como si hubiera ocurrido en un sueño —o pesadilla— de la infancia, en un lugar irreal cuya mera existencia no podían asegurar. ¿Quién que hubiese sido ajeno a ello podría creer lo acontecido apenas unos momentos antes? La misma Silvia fue recuperando poco a poco el tono habitual y —transcurridas unas horas y un par de copas— parecía repuesta por completo tanto del susto como del golpe de la caída.

Al cabo de un buen rato, Alberto dejó instaladas a Silvia y Elisa en una habitación y volvió a rescatar a Elena de la barra de la discoteca, donde la había dejado pidiendo otra ronda.

—¿Todavía no te han servido? Déjalo, no insistas. Si te apetece dar un paseo, quisiera enseñarte el jardín.

—Me apetece pasear, salir de esta humareda y dar un poco de descanso a los oídos.

—Creí que nunca nos iban a dejar solos, con lo impaciente que estaba por hacer una comprobación...

Alberto tomó en sus manos la cara de Elena y besó sus labios tierna y profundamente, por vez primera.

—Quería saber si el achuchón de antes era un simple efecto secundario, o si se trataba de algo más principal.

—¿Y qué te parece ahora?

—No lo sé, estoy flotando en las nubes. Cuando aterrice ya te contaré.

Buscando un poco de intimidad y huyendo de la escandalera de la discoteca atiborrada de gente, cuyo barullo ruidoso se desbordaba por la calle, la pareja se retiró hasta el mirador de los jardines de la antigua fábrica de paños. El fresco de la noche les obligaba a acurrucarse muy juntos para mantener el calor, pero en nada disminuía el encanto del paisaje nocturno del valle con la parte más antigua y monumental del pueblo. Una claridad muy tenue se desprendía del gajo de la luna y despegaba de la prieta oscuridad del despeñadero los contornos de las murallas, la iglesia y el castillo—cementerio, donde decenas de lamparillas diseminadas sobre los sepulcros permanecían de vigilia durante la luenga noche otoñal.

—La vista es impresionante ¿verdad?

—Ya lo creo. Imagínate lo que sería una noche como esta de Todos los Santos hace no demasiados años, cuando no había más luz que la de la luna.

—Supongo que tenía que imponer de verdad. Me contaba mi abuelo que en esta noche nadie se aventuraba a salir. Los viajantes, los arrieros y los noctámbulos se quedaban quietos en casa o en las posadas, porque las campanas de los pueblos estaban toda la noche clamando toques de difuntos que ponían la carne de gallina. Y en algunos sitios subían los mozos al campanario con cantos lúgubres y tristes.

Alrededor de los amantes, nevaban lentamente de los árboles algunas hojas secas vencidas bajo el aire denso de la medianoche, y con un leve quejido se posaban sobre la hojarasca del jardín. Desde varias fuentes llegaba el son de los borbotones y de las salpicaduras del agua. Leves soplos de viento susurraban entre las apretadas copas de los cipreses, o mecían las hojas sueltas de los tilos y las olorosas de los laureles.

—Cuánta razón tenía Cela. Estos jardines están hechos para morirse de amor y de nostalgia.

—Ya estabas advertida, así que no se admiten reclamaciones. Ten mucho cuidado y, sobre todo, no te mueras.

Hubo un silencio entre los dos, que él rompió hilando otras nuevas con sus palabras anteriores.

—No te mueras de nostalgia, pero de amor sí puedes morirte un poco, lo justo para seguir viviendo... pero en otra dimensión.

—Hacía mucho tiempo que no me encontraba tan a gusto y que no disfrutaba de tantas cosas juntas. A veces me parece que he desperdiciado lo mejor de la vida, los años en que se puede gozar más intensamente porque una es joven y le sobra vitalidad y energía para lo que le echen...

—No te lamentes, que dentro de poco serás una flamante doctora. Y yo iré a consultarte a menudo: Doctora Elena, que me duele aquí, ¿Qué me receta?

Alberto señalaba su costado izquierdo, a la altura del corazón, tomando la mano de su amiga y apretándola con fuerza como si quisiera hacérselo palpar.

—Qué lástima que no haya algo más de luna, Alberto, con lo que me gusta verte los ojos cuando me hablas.

—Eso mismo digo yo, pero tampoco me importa mucho. Aunque no salga la luna, a mí me alumbra de noche la luz de tus ojos negros.

A punto estaban de emborracharse de la tiernas caricias de las palabras, de la dulzura de los besos sobre la calidez de los labios, de la suave tersura del tacto en la piel, cuando a ella le sacudió un repentino sobresalto. De un brinco dejó el banco y se puso en pie para abalanzarse sobre la barandilla del mirador. Alberto, alarmado, miró y no vio nada, pero también se levantó rápidamente para resguardar con su cuerpo el de la chica antes de que por las aberturas de sus ropas descolocadas le acometiera el frescor intenso de la noche.

—¡Mira! ¡Mira allí!

—¿Qué hay que mirar? Yo no veo nada.

—Allí, en el castillo, he visto una luz.

—Yo veo muchas, son los cirios que dejan encendidos estos días para los difuntos.

Elena estaba inquieta y nerviosa.

—No digo eso. Era como un resplandor mucho más grande; quiero decir de mayor tamaño, porque la luz era muy débil. ¡Hay algo raro ahí!

La envolvió suavemente con sus brazos y después la abrazó con fuerza desde atrás, para mirar en la misma dirección que ella.

—¿Tú también crees que hay espíritus o fantasmas allí dentro?

—No creo nada, sólo lo que veo, y he visto algo raro... ¡Mira!, ¡otra vez, allí!, al borde de la muralla y del precipicio.

No se trataba de los puntitos de luz que titilan con la llama mortecina e indecisa de las velas; esta vez los dos pudieron percibir el leve y extenso fulgor verdoso que brotaba de la tierra en un rincón del cementerio.

—Ahhhh, es verdad, ¡qué fuerte!

—¿Estaremos viendo visiones?

—¡La leche...! En la vida he visto nada parecido.

—Qué pena, he dejado la cámara en la habitación...

—...Tampoco saldría nada, está lejos y hay poquita luz...

Un buen rato duró el inesperado espectáculo al que los dos asistieron boquiabiertos, sin dejar de
mirarse de continuo entre ellos para confirmar que no padecían una alucinación, hasta que la chica estalló en una rotunda carcajada:

—Puedes respirar, si quieres.

—Ufff, la verdad es que estoy impresionado...

—No te apures. ¿Nunca habías visto el fuego fatuo? Pues ahí lo tienes. Miles de veces se habla de él y muy pocas son las oportunidades de verlo. Yo nunca lo había visto en directo, y reconozco que la primera impresión ha sido de órdago.

—La verdad es que es todo un espectáculo. Pero me ha defraudado un poco, no es lo que yo esperaba; no es un fantasma.

—No, pero se parece bastante.

—¿Será eso lo que ha asustado tanto a Silvia?

—Ni idea, no he conseguido que me diga qué es lo que vio.

—Bueno, se acabó la función. Supongo que es hora de irse a dormir.

—Eh... Esta noche no quiero quedarme sola, no podría dormir bien.

—Si te quedas conmigo tampoco podrás dormir bien.

—Ya no sé si quedarme contigo o con el fantasma...


* * * * * *

Los días sucesivos fueron intensos en todos los aspectos. El lugar no tiene desperdicio, y entre los paseos campestres para empaparse del otoño, las visitas al cementerio —diurnas, eso sí— para familiarizarse con todos sus detalles, y las giras monumentales guiadas por los amigos de Alberto, pasaron sin sentir los cuatro días del puente. La tarde del domingo Elisa y Silvia retornaban a casa. Elena no, decidió quedarse unos días más con Alberto.

—Después de la tesis, creo que me he merecido un descanso. Ya nos veremos.

Elisa, acercándose a ella para despedirse, le cuchicheó al oído:

—Feliz luna de miel.

A la mañana siguiente Elena acudió al archivo parroquial con la esperanza de obtener información sobre las tres lápidas hermanas del cementerio viejo. Le atendió un cura joven y amable que le informó de que todos los libros antiguos ardieron durante la guerra, mal podían buscar las partidas de defunción y curiosear en ellas. El cura ni siquiera sabía de la existencia de esas losas, y no se le ocurría qué interés podían tener unas lápidas viejas, aunque no tanto como para atesorar la preciada pátina de la antigüedad clásica.

—Si fueran inscripciones romanas sí tendrían altísimo valor. ¿Sabe usted qué leyenda solían poner en esa época?

—Ni idea.

—S.T.T.L. Sit tibi terra levis. Que la tierra te sea leve. Pagana pero poética, ¿no le parece?

—Sí, desde luego.

—O si fueran las lápidas sepulcrales de los arzobispos de Toledo, que edificaron y habitaron este castillo entre los siglos XIII y XVII, ya lo creo que tendrían valor. Pero tratándose de gente anónima de no hace mucho, me temo que no encontrará usted quien le sepa dar razón de ellas. El Ayuntamiento está remodelando esa parte del cementerio, ¿lo sabía usted? Ya están en ello, así que el día menos pensado las losas acabarán en una escombrera y ya no quedará ni la memoria desdichada de esos pobres niños.

—Sería una pena.

—¿Ha probado a preguntar a Desiderio, el sepulturero? Quizás él se conozca alguna historia. Desde luego, si no es así, olvídese. Ya puede ir usted al archivo provincial o al del Arzobispado, que no encontrará a nadie que sepa de esto más que él.

Elena se quedó un poco decepcionada, pero no le pareció baldía la visita porque el curita era un hombre culto que le contó algunas leyendas acerca del castillo. Se enteró de dónde le viene el nombre de Piedra Bermeja: en la base de una torre tiene como piedra angular una que está teñida de rojo con la sangre de una doncella asesinada por un asunto de amores y desamores.

Salió de la parroquia. Mientras esperaba impaciente a Alberto, que le había prometido enseñarle una tasca curiosa y ya se demoraba más de la cuenta, Elena meditaba sobre estos asuntos.


«
Allá, nada menos que en el siglo XI, la gente también sufría arrebatos pasionales. ¡Qué poco hemos cambiado en tanto tiempo! Al mundo ya no hay quien lo conozca, pero nosotros somos casi los mismos, nos mueven los mismos impulsos e idénticas pasiones que a nuestros antepasados de hace un milenio».

Por la tarde volvió al cementerio acompañada de Alberto. El sepulturero no resultó ser el personaje ameno y dicharachero que había retratado el cura. No hubo manera de entablar conversación con él, a pesar de llegar con tan buena carta de presentación, de parte del párroco. Tenía mucho trabajo —decía— y se largó a trastear dejando a la pareja casi con la palabra en la boca. Elena intuía que la actitud huidiza del enterrador tenía algo que ver con la aventura de la noche de Todos los Santos. Algo le habría dicho su sobrino que le había mal dispuesto contra unas chicas forasteras que estuvieron husmeando en el cementerio.

Aprovechando el viaje, Elena y Alberto subieron al cementerio viejo. Más les valiera no haberlo hecho, porque se quedaron horrorizados del panorama que encontraron allí. Acababan de comenzar las reformas anunciadas por el cura. Del lado de las capillas, la vieja pared repleta de nichos ya empezaba a sufrir los efectos de la piqueta. Habían derribado una parte del muro y en el suelo se esparcían lápidas destrozadas sin la menor consideración, cascotes de piedras y yeso, huesos casi pulverizados por el peso inclemente de una breve ración de eternidad.

—¿Este es el descanso eterno que reserva la iglesia para sus fieles?

—Debe de ser cosa del Ayuntamiento, según dijo el cura esta mañana. Duele ver este destrozo.

Con el ánimo encrespado por el despropósito que estaban contemplando, se dirigieron al rincón del patio donde estaban las tres lápidas tristes aguardando resignadamente el turno de las piquetas, el veredicto irrevocable de los mazos.

—Despídete de ellas, Elena. En tres o cuatro días habrán avanzado hasta aquí los zapadores.

—Se llevarán por delante las lápidas.

—Y quizás también los fantasmas...

—Hay una ley de patrimonio que protege edificios y elementos arquitectónicos de antigüedad superior a cien años. Veré la manera de denunciar a los responsables de este atropello, porque estas losas hechas añicos tienen todas entre 100 y 150 años.

—Qué ingenua eres. Si quieres salvarlas del desastre no confíes mucho en quienes son los promotores de este desaguisado.

—Te veo un poco escéptico. ¿A quién recurrir, entonces?

—A nadie. Sólo a ti.

—¿Y qué voy a hacer yo sola?

—Tú sola no, puedes contar conmigo.

Elena no terminaba de captar el propósito de Alberto, pero este ya había decidido en su fuero interno: Si a ella le importaban algo esas lápidas, él haría cualquier cosa para evitar que se las destrozaran. ¡Faltaría más que por unos pedazos de piedra ella se llevara un disgusto!

Se marcharon del cementerio, que a la luz del sol desplegaba toda la fría belleza de los mármoles relucientes engalanados con sus vestidos de flores nuevas, pavoneándose ante las pardas laderas y los muros recios del castillo tostados y resquebrajados por siglos de heladas, de sol y de soledades.

En el mirador que domina las vistas del valle, junto a la iglesia, pasaron el resto de la tarde absortos en la turbadora sencillez de ese paisaje meseteño, dominado por los espacios amplios y las líneas horizontales que infunden gravedad y serenidad al espíritu. Entre una y otra alcarria, uniendo los páramos que tocan el cielo con los entresijos de la tierra de donde manan las aguas, el hondo surco del río encauzaba sus miradas. La vista se les escapaba valle abajo, arrastrada por la corriente y los sotos de álamos y sauces de la ribera, tras el señuelo de los colores encendidos del poniente.

—Aquí, con estas vistas que nos hechizan, rodeados de monumentos, de historias, de paisajes, y hasta de espíritus, no cuesta ningún esfuerzo estar enamorado.

—Es cierto, parece que lo exige el escenario, que lo raro sería no estarlo...

—Pero cuando volvamos a la vida urbana y cotidiana, ¿será lo mismo?

—Sólo es cuestión de esperar un poco para comprobarlo. Por mi parte, espero que sí.

Alberto se quedó callado antes de responder. En otras condiciones hubiera dicho lo habitual; que él procuraría lo mismo, pero que no podía prometer nada porque las circunstancias a menudo se imponen a la propia voluntad, como un corsé asfixiante que ahoga y aborta las buenas intenciones. Mas esta vez se sorprendió a sí mismo oyéndose decir:

—Si alguna vez ves que se me aplaca el ardor, ya sabes; tráeme aquí para reavivarlo.

Un inesperado pitido intermitente interrumpió la conversación. Elena abrió su bolso y extrajo el móvil, que fosforecía como una luciérnaga electrónica a causa de un mensaje recién llegado a sus neuronas de silicio.

—Es un mensaje de Elisa. ¡Vuelve a salir la figura misteriosa en una de las fotos nuevas!

—¡No me digas! Si te parece, estando tan cerca, podemos volver ahora al cementerio.

—Oh, no, gracias. Con la visita de la otra noche tuve bastante. Ya veré la foto cuando vuelva a casa.

—Me dejas sobre ascuas; yo aún debo quedarme aquí diez días más.

—Bueno, así tienes un buen motivo para ir volando a verme en cuanto tengas tiempo libre.


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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2002). Reeditado en agosto de 2020.

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