El castillo de la piedra bermeja (VI y último)

Pablo Sanz


(...) Elena, de vuelta en casa, estaba bastante sobreexcitada con los acontecimientos vividos en sus viajes a Brioca. Los tenía aún frescos en el recuerdo y, escribiendo como estaba en su ordenador notas y reflexiones sobre ellos, no hacía sino revivirlos y tenerlos bien presentes en el pensamiento.

Tenía una leve sombra de duda sobre Alberto que la intrigaba y a veces la disgustaba. Intuía, por algunos gestos y palabras pillados al vuelo a sus amigos, que algo había sucedido en el cementerio de lo que ella no tenía conocimiento, y se temía que deliberadamente estaban ocultándole alguna información.

Ella misma se notaba demasiado alterada, cosa infrecuente puesto que raramente perdía el control de sus emociones y el temple de los nervios. Ahora, con las imágenes del camposanto aún vivas en la memoria, se sobresaltaba con cualquier ruido que oía en derredor suyo, en su casa o en las vecinas. Captaba sonidos en los que hasta entonces nunca había reparado, y cada uno de ellos le disparaba la inquietud y le alertaba todos sus sentidos.

Tecleando en el ordenador, un destello de la lámpara sobre la esfera de su reloj de pulsera, que percibió reflejado al fondo de la pantalla, le cortó por un momento la respiración, hasta que logró situarse, comprender la causa y serenarse. Definitivamente, estaba con los nervios a flor de piel y así no se veía en condiciones de seguir trabajando dándole vueltas al asunto. Decidió cambiar de actividad y olvidarse hasta mejor ocasión de los asuntos paranormales.

Para desvanecer los fantasmas que merodeaban por su imaginación, centró toda la fuerza de su pensamiento en Alberto. Hacía tiempo que no usaba su diario, y pensó que era buena ocasión para consignar en él las últimas importantes novedades de su vida.

«Conozco a Alberto desde hace dos años, pero nunca nos habíamos tratado más que de una forma muy superficial. Creo que yo le parecía pija y pedante, que es lo que suelen pensar los chicos cuando encuentran una mujer inteligente; no es por nada, y él me caía normal, ni bien ni mal, casi me era indiferente.


¿Cuándo empezaría yo a gustarle? Tendré que preguntárselo, porque no lo sé. Elisa dice que desde el principio ya me miraba demasiado y andaba pendiente de mí todo el rato. Yo ni me daba cuenta».


Lo tenía catalogado como el típico arquitecto cretino que se cree superior al resto de la humanidad; frío, todo método, números, ecuaciones y estructuras en la cabeza».

A ratos soltaba la pluma y levantaba la vista del diario, rememorando recuerdos arrinconados en el desván del olvido y buscando las palabras adecuadas para transferirlos a la otra intimidad del papel encuadernado. Se sonreía al pensar cómo cambia la vida en tan poco tiempo. Tomó el teléfono y marcó.

—Hola, Alberto.

—¡Elena! Qué casualidad, estaba pensando en ti.

—Me parece muy bien, yo también estaba pensando en ti. ¿Dónde estás?

—En la carretera, camino de casa.

Alberto acababa de dejar Brioca. Salía de allí furtivamente con las tres losas en el maletero, casi huyendo con el emotivo tesoro que le entregaría a Elena en cuanto las limpiara el polvo y la cal adheridas durante su largo sueño en el castillo reconvertido en cementerio.

—¿Y no podrías tirar unos kilómetros más y venir a verme? Te echo tanto de menos...

—Pues, la verdad, pensaba hacerlo mañana; todavía tengo algunas cosas que hacer cuando llegue.

—No sé si aguantaré sin verte hasta mañana. Y estoy un poco alterada, veo sombras y oigo ruidos por todas partes. Tengo un poco de miedo, no quisiera estar sola esta noche.

—¿Sí? Qué curioso, porque a mí me pasa lo mismo, veo la sombra del cementerio continuamente. Parece como si me acechara; cuando vuelvo bruscamente la cabeza me la encuentro de frente, fija en mí... Sólo se disuelve al cabo de un buen rato. Pensaba pedirte que me sicoanalizaras a ver qué me pasa por la cabeza.

En ese mismo instante Alberto sintió un frío aliento que le helaba la nuca. Al asomar la vista por el espejo retrovisor interior vio la sombra, enigmática y retadora; la misma visión de la foto del camposanto, esta vez más cerca que nunca, tanto que podía distinguir en ella los vanos vacíos de unos ojos infinitamente tristes e infinitamente hondos, en cuyo abismo oscuro se le sumía la mirada. Sintió un escalofrío de terror, pero no dijo nada. Se lo tragó él solo para no asustar a Elena.

—Bueno, no hablemos de eso ahora, Alberto... Anteayer te eché de menos un montón. ¿Sabes que hice el mismo camino que la semana pasada?

—...

—Alberto, ¿sigues ahí? ¿Me oyes?

—...

—¿Alberto?

—...

Ya a punto de colgar, Elena oyó de nuevo la voz de Alberto reclamándola por el auricular.

—Elena...

—Creí que se había cortado la comunicación o que había interferencias. Se oían ruidos muy fuertes...

—No..., es que..., verás; acaba de haber un accidente...

—Ay, ten muchísimo cuidado, por favor. Llámame cuando pares o cuando llegues, no es muy prudente hablar por teléfono y conducir al mismo tiempo.

—No te preocupes, mi niña. Ya he parado.

—¡Qué alivio! Pues te decía que hice el mismo camino que me enseñaste tú la semana pasada, por el bosque del Río Ungría...

—¿Sí? Qué suerte, cuánta envidia me das. ¿Y cómo estaba el otoño en el robledal?

—¡Precioso! Más que el día que tú me llevaste. Pero a mí no me gustó tanto, te echaba de menos terriblemente, desesperadamente.

—Me gusta que lo digas.

—Tampoco disfruté igual de los jardines de la fábrica, incluso me infundían cierta tristeza; creo que me entró melancolía por tu ausencia.

—¡Si supieras cómo te añoraba yo también! Me daba pudor reconocerlo, pero tengo que confesar que no sabía estar sin ti, mi niña. Lo que hasta hace cuatro días hacía rutinariamente sin importarme, ahora ya me resulta insoportable. No aguanto estar separado de ti.

—Me suben ardores al oírte. Si te tuviera aquí te quemarían mis besos.

—Ya me queman tus palabras en el oído, y a través del oído tu voz me abrasa el alma. Mira qué bien; gracias a la tecnología del móvil tenemos más ventanas en el alma; los oídos, además de los ojos...

—Quiero que... ¿Eso que oigo son ambulancias?

—Sí.

—Suenan muy cerca.

—Están justo aquí al lado. Espero que se vayan pronto para oírte bien.

—¿Ha sido gordo el accidente?

—Puede que sí, pero no lo sé, no veo nada. No veo nada, no siento nada, no oigo nada más que a ti, tu voz es ahora mi único contacto con el mundo, con tus palabras me llega todo lo que quiero.

Hablaban y hablaban susurrándose palabras tiernas que les arrebataban los corazones.

—Es curioso. Nunca me imaginé que un hombre podría resultar tan dulce. Los que yo he conocido ni borrachos dirían cosas así.

—Te parecerán una sarta de tonterías y de cursiladas...

—Al contrario, ¡me conmueven! Y me abrigan, me dan calor.

—Yo no soy dulce ni tierno, más bien al revés. Eres tú quien me enternece. Antes de ti nadie me había provocado estos sentimientos que tú me inspiras.

—Pensar que te conozco hace dos años largos... Me parece que he perdido el tiempo tontamente, he vivido unos pocos días a tu lado, apenas dos semanas, y he desperdiciado más de mil.

—Tenemos toda la vida por delante, ésta y la eterna; no te apures por el tiempo.

—No me hagas reír. Estás desvariando. Tú, lo más irreverente que ha criado el mundo, hablando de la vida eterna...

—Pues mira; me lo he pensado mejor y creo que toda la vida es poco tiempo para quererte y para gozarte. Quiero más, necesito mucho más; una eternidad también se me haría corta a tu lado.

—Me deshaces con estas cosas que me dices. Siento el mismo ardor que cuando me acaricias.

Elena se recostó en la cama y se aflojó la blusa. Recreando las rabiosamente anheladas caricias de su amante, paseó sobre el pecho y el vientre desnudos la mano lánguida, turbada y acalorada por la emoción, enajenándola de sí y traspasando el control a la voz que le llegaba por el teléfono.

—Estoy suspirando como si tú estuvieras a mi lado acariciándome. ¿Qué me haces hacer? ¿Con qué me has hechizado? No sé cómo he podido vivir hasta ahora sin ti, qué vida tan insulsa. Ahora sí sé lo que es vivir...

—A mí más bien me parece morir cuando te veo, cuando te toco, o te beso; también ahora que nada más te oigo... Pero más quiero morir por ti que vivir sin ti. ¡Lo que yo daría por morirme entre tus brazos!

—¿Morir de amor y de nostalgia, como decía no sé quién?

—Eso mismo, como decía no sé quién en los jardines románticos de la fábrica. ¡Morir de amor y de nostalgia! Me estoy muriendo..., me muero de amor y no tengo a mi amor al lado, así que me muero también de nostalgia...

—Pip.

El impertinente pitido del móvil avisaba que la batería estaba en horas bajas.

—¿Quién se queja? ¿Es tu móvil o el mío?

—Es el mío. Espera, Voy a buscar el cargador. No quiero cortar ahora una conversación tan emocionante. No cuelgues, ¿eh?

Elena no tardó en volver a la cama con el móvil al cabo del cargador enchufado a la red.

—Ya he vuelto. ¿Sigues ahí?... Alberto... Alberto...

—¿Sí, vida mía?

—Qué apagado te oigo ahora. Debes de estar cansado, ¿has tenido un día muy duro?

—Bastante, demasiado duro...

Pensaba en los incontables esfuerzos y sobresaltos que tuvo que tragar para hacerse con las dos lápidas restantes, esta vez sin poder contar con la ayuda ni la compañía de sus amigos.

...Pero ya pasó. Tú eres mi descanso, mi jardín y mi recreo; oyéndote me recupero y me quedo como nuevo, con tu voz ya revivo.

—¡Vaya! El otro día te quejabas de que te agotaba... Acabo de anclarle los pies a mi teléfono. Menuda faena para un móvil convertirlo en fijo. ¿Crees que me lo perdonara?

—....

—Alberto... Alberto... ¿No te estarás quedando dormido?

—Tengo mucho sueño... pero no me dejes dormir, por favor; mantenme despierto con tu voz de niña, cuéntame lo que quieras, no quiero dormir... Mientras te oigo estoy vivo... no quiero dormir...

—Ay, mi niño, que está tan cansado... Si pudiera acunarte en mi pecho... De estar tú aquí ahora te cantaría una nana al oído, pero así, tan lejos, no; no quiero que te duermas luego al volante.

—Puedes cantarme otra canción que no sea una nana.

—Hum... ya sé cuál. La contraria a la nana.

Elena carraspeó ligeramente para entonar la garganta y cantó una melodía alegre y movida que llevaba esta letra:

Levanta, claro lucero,
arriba, sol de levante,
levántate ya, amor mío,
que aquí tienes a tu amante.

—Me gusta, me gusta mucho.

—Hacía tiempo que no la cantaba, desde que era niña, cuando la tarareaba con mi abuela. Mira cuánto me haces rejuvenecer.

—Me gusta la voz que te sale al cantar. ¿Sabes alguna otra?

—¡Sí, más de una!

Elena continuó hilvanando una canción tras otra en el micrófono que las radiaba al otro lado del teléfono.

—No me importaría estar toda la noche cantando. Nunca había tenido un público tan agradecido, que no sólo no me corta ni me manda callar sino que me pide otra y otra. Y tú, ¿no cantas?

—Yo no conozco tantas canciones, pero sí recuerdo una que me enseñaron también de pequeñito.

—Cántamela, por favor, así yo descanso un poco.

Alberto no se hizo de rogar, y le cantó:

Dime, ramo verde,
dónde vas a dar,
porque si te pierdes
yo te iré a buscar.
Si me pierdo, que me busquen
más allá del mediodía,
donde cae la nieve a copos
y el agua serena y fría.

—¡Es preciosa! Qué melodía tan dulce y tan cautivadora. Y la letra... ¡es pura poesía!

—La cantaba mi abuelo. A él también le gustaba mucho porque a su vez la había aprendido de su abuelo, mi tatarabuelo, y éste del suyo. Ha ido pasando en mi familia saltando generaciones de dos en dos.

—Con esa historia entrañable que tiene detrás, la cancioncilla es aún más bonita.

—Como soy heredero de mi abuelo y la canción es mía, te la regalo. Tómala, toda para ti; que eres igual de preciosa que ella.

Elena respondió balbuciendo:

—Es el mejor regalo que he recibido jamás. Me has emocionado..., se me saltan las lágrimas. Muchísimas gracias. ¿Me la enseñarás?

—...

—Pip.

—...

—¿Alberto?

—Ahora es mi teléfono el que tiene la batería resentida.

—No me extraña. ¿Cuánto tiempo llevamos hablando?

—No lo sé, he perdido la noción... No sé si han pasado horas, días... Ojalá pudiéramos seguir hablando y cantando una eternidad. Lo malo es que yo no tengo cargador en el coche...

—¿Aún estáis parados en la carretera?

—Sí, pero por poco tiempo. Ya empiezan a moverse.

—Menos mal. Oigo voces y cuchicheos por ahí cerca. ¿Hay más gente?

—Sí, de todo un poco. Bomberos, Cruz Roja, Guardia Civil, curiosos... Pero da lo mismo, yo solo tengo oídos para ti.

—Pip... pip.

—Adiós... Elena... Elenita... Un beso muy fuerte... Esto se acaba... Adiós... Adiós...

—Pip... pip... pip.

Lo último que oyó Elena antes de que su móvil se quedara mudo, colgado de las ondas vacías que no encontraban el aparato gemelo en el que encarnarse, fue el estridente ulular de las sirenas que partían a toda prisa.

El sutil hilo de aliento vital, trenzado de amores y de sentimiento, que vinculaba los despojos de Alberto con el mundo, se enzarzaba en la voz de Elena mientras duraba la conferencia, resistiéndose desesperadamente a desvanecerse, a desconectarse de ella para siempre. Pero las heridas que le destrozaban el cuerpo ya hacía mucho rato que le habían vaciado a raudales la savia y la vida, en calientes y rápidos borbotones. El alma ardiente, vertida del cuerpo por completo, se quedó empapando de su rojo tinte apasionado la húmeda tierra del páramo y las tres losas blancas y frías que le bebieron ávidamente el torrente de la vida.


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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2002). Reeditado en agosto de 2020.

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