El dibujo

Paolo Diz Liba
(2.ª parte y epílogo)

El 26 de marzo, en plena primavera, despierto lastrado por un universo de hachís. Con el pulso de nuevo en su sitio, la secuela de un cerebro embotado, pensamientos que aparecen con lentitud exasperante; apenas sólidos se desmoronan, míseros montones de barro. Sigue no obstante operativo el aparato locomotor. Salgo a su merced de la cama y me arrastro hasta el lavabo; ilumino el tubo fosforescente que se alinea sobre el espejo; pupilas calcinadas: observo incrédulo mi rostro.

Humillo la mirada, cojo el cepillo de dientes, lo unto de pasta y me lo meto en la boca. Me cepillo a conciencia, escobando bien las encías; intento deshacer el limo verde sobre la lengua pero es ya un habitual; froto además el anverso de cada diente, con ensañamiento en el velo del paladar, para casi morir en la faringe. A continuación bajo la cabeza; me enjuago con la vehemencia indispensable para evacuar toda la mierda, después me incorporo con la satisfacción del deber cumplido y encuentro a Karin reflejada en el espejo.

La he despertado media hora antes de la suya habitual, sin duda desconsiderado porque ya no podrá seguir durmiendo. A ella no parece importarle y como siempre sonríe; se acerca y me abraza; me besa en la espalda, el hombro y el cuello; tira después de mí para que la bese en la boca, pero yo la rechazo por su aliento marchito. Karin se da cuenta y baja los ojos sumisa, después coge su cepillo blanco y empieza a lavarse los dientes; acaba, vuelve el brillo a sus ojos, se enrosca con fuerza en mi cuerpo, sonríe y comienza su ronroneo.

Pongo una mano en su cadera, la otra la apoyo en la pared, evitando siempre su boca; su pelo rubio tiene hoy dos días, su cuerpo blanco carece de tensión, abrazarla bien no puedo, y me conmueve apenas su existencia.

Terreno que ya he explorado, molestia de estar de pie, con un terrible dolor de cabeza. Karin me aprieta los bajos, penosa, unilateral, un fardo forrado de grasa. Se mete un siete en mi cabeza; ignota, ira, no osas salir. Son las siete plantas, el edificio que atrás dejé; me acuerdo de la lluvia y lloro, con rabia, por dentro, desprendiéndome de la materia. La materia es, era opaca, sin nada que ver conmigo. Karin lo percibirá; quién eres pensará, dirá ella. De momento me libera de su abrazo, se retuerce en retirada y me replica con dos ojos verdes, infinitamente negros, extraviados por la angustia.

—You are tired.

—I have a headache.

—Anyway I have to go.

—That´s what I thought.

—Aren´t you coming?

—Not today —y señalo mi cabeza.

—Well.

Agotada la conversación Karin se agacha para recoger sus pantalones, después se pone el sujetador y una camiseta roja y de marca. Bon a plus tard, au revoir digo, y la beso en la mejilla.

Para aclarar las cosas ante todo he de decir que ésta es mi habitación. Me mudé a finales de enero. Está en la segunda planta, y por si no os acordáis, Karin vive en la primera. Llevo con Karin poco menos de un mes, todas las noches dormimos juntos. Vine humildemente; para el exterior por el precio; internamente por mi amistad con Z, aunque subterráneamente vine sólo por Karin. Aparecí un veintisiete de Enero y ni siquiera tuve que esforzarme; por la mañana me tope con Z, y esa misma noche ya lo tenía en mi cuarto. De mi planta pasamos a la suya, de la suya pocas veces a la mía, arreglándomelas en general para ver a Karin casi a diario. A veces cenábamos juntos, otras íbamos al cine; Z hacía de carabina, y si no lo sabía al menos lo sospechaba. —Te gusta mi sueca, eh, —¿Se nota?, —Se respira incluso, —¿Celoso?, —Qué gilipollas, si a mí me la trae floja, lo que me jode es estar en medio, —Pero también es tu amiga, —Ya, —Además no lo veo claro, —Yo tampoco, —Gracias.

Con Z mantenía un sano pique dialéctico, él me creía su amigo y yo nunca los había tenido, quiero decir a diario, como hermanos. Z era de familia múltiple, bastante generoso, ciertamente acomplejado; y quién no lo está en España. Yo siempre encontraba huecos para estar a solas con Karin, y por primera vez en mi vida tenía la sensación de que alguien me escuchaba. Karin decía que cada ser era único, que en todos había cosas buenas. Negaba yo todo lo suyo, me oponía a sus ideas, por si acaso le tentaba el papel de redentora. Y así fue. Sólo somos animales que actuamos por instinto, y le ponía mil ejemplos. Ella decía que no, que mi postura era fácil, y cobarde, que si negaba la vida era porque tenía miedo, que prefería no ver, no sentir, depredar a mi arrogante manera, cuando lo cierto es que dentro de mí había un niño desamparado. Lo último quizás, pero qué pocos depredadores había ella conocido. En ese momento volvía Z de la compra, o cargado con tres platos de comida y, viéndose impedido, pateaba furioso la puerta. —Pero entra, si no esta cerrada, —No puedo abrirla tontito. Karin permanecía sentada; ajena al lenguaje de los animales. En ese momento me levantaba, sonriendo con ironía, y camino de la puerta murmuraba: this guy really is unique. Y lo era; Z era medio hermano, casi puta, mamporrero; sabía además hacer tortillas que comíamos de pie o por turnos en la mesa; y era por cuenta de Z que se iniciaban las conversaciones.

—Karin, would you pass me the salt?

—No empieces a hablar en inglés.

—What did he say?

—That we shouldn´t speak in English.

—Pour quoi pas?

—Parce que vous êtes ici pour apprendre le franis.

—You won´t deny that he is an animal.

—Why do you say that?

—Don´t you see how he wants to impose his ego by all means.

—He just doesn´t want to be excluded, that´s all, wouldn´t you feel the same way?

—That´s true, I wouldn´t like to be excluded by you.

Deslizaba yo esa, y siempre que podía múltiples insinuaciones, las cuales parecían perderse sin llegar a tus oídos. Más tarde descubrí que brotaban lentos tus sentimientos, que tú todo lo anotabas en tus cuadernos de pasta negra, y que en el lugar de mi nombre dibujabas un triángulo. En ellos figuraba el ritmo de tus días, constancia de lo que para ti era un arte: la vida. Llegaría el día en que beberíamos cervezas, el día en que nos quedamos sin palabras. Era, recuerdo, un Lunes, serían las doce y media, y estaba tirado, como tantos otros, sobre la cama; entonces sonó el teléfono: decías llamar desde la escuela, tener algo que comunicarme; por aquella época apenas albergara yo esperanza, al menos en dos ocasiones te había mirado largamente... pero tú sólo sonreías. En tal día sin embargo ondeara un sol magnífico, me propusiste salir un rato a tomar un par de cervezas. Contesté por supuesto que sí, en la despedida noté un deje infantil en la voz. Me senté presa del pánico, para descubrir mientras colgaba, que la polla se me había hinchado violentamente bajo los pantalones.

Llaman a la puerta. Es el administrador. Dice que han intentado localizarme, yo le digo que nunca cojo el teléfono. Continúa con que si no he pagado el alquiler, yo le digo que para eso tienen mi depósito. Él dice entonces que no, que el depósito no está para eso, que si es que mi intención es marcharme, y que porque no lo he notificado. Yo me defiendo alegando primero mi ignorancia, después argumentando que de hecho, y dado que mi padre no me quiere seguir manteniendo, el que adopte una u otra decisión dependerá de que encuentre o no un trabajo.—Donc, si j´ai bien compris, il veut que tu rentres, —Oui, —Bon monsieur, d´une façon ou d´une autre c´est pas la question, vous devez tout simplement payer et apres on vous envoyera vos depôt, —Je comprend, —On vous attend au Secretari, —D´accord, —Bon au revoir Monsieur, —Au revoir.

Como iba diciendo fue un Lunes, cuando vi a Karin las dos y media. Y ya no dejé de verla. Estaba al otro lado del puente, escasamente a sesenta metros, trayecto durante el cual toda mi determinación se vino abajo. La saludé tal cual, ella seguía sonriendo. La seguí sabiéndome derrotado, se había levantado un poco de viento; de pronto se me ocurrieron dos cosas: que era esto lo que los demás llaman una cita, que estaba impedido para hacerlo. No hizo falta, si no yo aún seguiría allí. Ella fue la que me llevó hasta un bar, fue ella la que pidió después las cervezas. Nos sentamos e inmediatamente sacó un libro de texto de su bolso, después insistió en que señalara diversos lugares del mapa de España. Yo indicaba por ejemplo Barcelona, entonces ella acercaba su mano y la detenía a escasamente dos centímetros de la mía, después, y súbitamente, se interesaba por otro punto de la península, para lo cual ponía esta vez su mano encima de la mía. Y me encontraba por fin ante una presunción que no admitía prueba en contrario.

No la besé en el bar, tampoco al salir a la calle. Llovía. En el funicular se pegó a mi cuerpo; yo seguía sin poder hacerlo. Caminamos un rato por la acera. En mi impotencia dije algo sobre comprar en una tienda cervezas. Entonces ella se acercó a mí, me cogió las manos, irguió la cabeza, después introdujo en mi boca su lengua de gato.

Esa noche, y sobre todo al día siguiente, me invadió una sensación de plenitud como no había experimentado en mi vida. Al menos que yo recordara. Me dije que era uno de esos momentos en los que una persona sensata debería aprovechar para suicidarse. Los insensatos perduramos sin embargo.

Tres días mas tarde me di de bruces con Z al salir de la habitación de Karin. Lo había estado evitando. Y el también según deduje de la primera de sus frases: Qué, pasando de todo, —Por qué?, —Ya me ha dicho Karin que estáis juntos, —Sí, —Aquí es donde yo desaparezco, —Has cumplido tu misión, nunca te olvidaremos, —Que gilipollas eres, —Vamos a tu cuarto, anda. Era de noche y para vuestra general información os diré que no pretendía follármelo. Simplemente, me sentí con él identificado. En su cuarto él se tumbó en la cama, yo me senté a escucharlo. Empezó entonces, y ahí me pilló por sorpresa, divagando primero con carácter general, desgranando después una a una sus experiencias, a hablarme de las mujeres. Me di cuenta de que había caído en la trampa, y en estos casos la mejor arma es el silencio. Él, pobre, se reafirmaba; yo, impasible, hubiera dado cualquier cosa por estar en otro lugar del mundo; como me repugnan estas situaciones. Finalmente, y tras interminables minutos, Z encontró un punto de equilibrio, entonces, y como yo nada dijera, se lanzó no sé por que a hablarme de lo difícil que habían sido las relaciones con su madre. Lo típico. Y que empeño en suministrar información que un día se volverá en nuestra contra.

Hasta aquí lo que quería contar a modo de antecedente. A continuación he de referirme a un suceso que tuvo lugar el Domingo de la semana pasada. Tumbado en la cama, aquella mañana me encontraba inquieto. Karin pasaba el fin de semana en Paris, y para las seis de la tarde tenía yo programada mi conversación semanal con Padre. Hacía una semana Padre me había advertido de que mi obligación era volver, de que llevaba allí ya casi cinco meses, y de que en lo a él concerniente no me iba a seguir manteniendo. En esas estaba, cuando de repente, llaman a la puerta. Era Z. La noche anterior me había dejado tirado y se había ido con una compañera de trabajo; venía por lo tanto a contarme sus hazañas sexuales. Por supuesto no le abrí. No consiento en ser vínculo social, que me agredan gratuitamente; que otro cerdo devore mis desperdicios y retoce en mi pocilga particular, sobre todo no a las 10 am, Domingo en la ciudad.

Una vez se hubo marchado conseguí conciliar el sueño, despertando cuatro horas más tarde apuñalado por el hambre. El panorama era desolador: dos tomates, y un trozo de queso blando holandés. Me vi obligado a partir en su búsqueda. Lo encontré rumiando mi desaire en la cocina de la segunda planta, acepté a regañadientes su invitación para comer. La verdad es que ya he comido, le dije. Él me había hablado en un tono dolido pero presto a olvidar y así, en efecto, dio el enojo paso a un inmundo compadreo, y pude por fin conocer la versión íntegra de sus aventuras. De lo que pude colegir, tenía una gran polla (él), o el coño muy pequeño (ella), lo cuál era al parecer atributo común a toda la raza china. Yo le daba una réplica breve, pero a la vez estupefacta, se abrían los cielos, también las entrañas de la tierra, para honorar al titán. Él hablaba y hablaba, y revenía sobre lo mismo; le imaginé chapándomela, me eché a reír, y mi estallido de hilaridad se acoplo mágicamente a su relato; estrechando entonces fuertemente los lazos con los cuales se había unido nuestra amistad. Y a todo esto el agua seguía sin hervir, con Z en medio de una vorágine que parecía escapar a su control. —¿Y esta tía quién es, la que se folló tu amigo?, pregunté yo entonces, pero el continuó sin hacerme mucho caso. —Y esta mañana cuando se ha abrazado a mí me he sentido un poco mal, —ya, ya, le dije, para añadir inmediatamente: y todas estas putas siguen siendo comunistas, ¿no?, con lo cual conseguí que Z se callara por primera vez y que, confrontando mi rostro inexpresivo, se volviera para decirme: oye, ¿a ti nunca te han enseñado a respetar a las personas?, —claro, le dije, y tus descripciones del coño de la china son tu idea sobre el respeto, pero Z consiguió burlarme: ¿por qué hablas así del comunismo?, y encontreme ante un semblante encendido de indignada furia marxista.

—¿Es que eres comunista?

—Lo sabes muy bien tontito.

Proseguimos después la charla, pivotando sobre el mismo tema, sin atender al contenido, centrándonos en la apariencia, con el metálico sabor de la sangre por todo eje de nuestras ideas.

—Pero no crees que la riqueza esta mal repartida.

—¿Por qué?

—Porque no es justo que existan a la vez multimillonarios y personas que se mueren de hambre.

—¿Y que sería para ti lo justo?

—Que cada ser humano detentara una porción idéntica de la riqueza del planeta.

—¿Y en qué se basa lo para ti «justo»?

—Se basa, primero, en el instinto de supervivencia del hombre, después en el derecho a sobrevivir, y finalmente, en el de satisfacer las necesidades vitales.

—Pero, ¿por qué tenemos derecho a sobrevivir?

—Porque no hay autoridad alguna que impere sobre el hombre.

—Entonces,¿ quién crea tal derecho?

—Es inmanente al hombre, ningún hombre puede juzgar a otro hombre.

—Qué absurdo, yo te juzgo un imbécil, y precisamente porque no hay más autoridad que la mía, según tú dices, te puedo juzgar, condenar, y si hiciese falta, castigar; los derechos y deberes son inventos del hombre, de un grupo de hombres, y no pueden existir sin una jerarquía previa, lo cual implica desigualdad; pero por esta vía en realidad no vamos a ninguna parte, así que voy a aceptar que todo hombre tenga derecho a satisfacer sus necesidades vitales.

—De acuerdo.

Defínelas entonces.

—Comer, dormir, educación, sanidad, vivienda...

—Comer... ¿y si yo quisiera comer más de lo que me corresponde, qué sucedería?

—No podrías hacerlo.

—¿Y mi libertad?

—Tu libertad agrediría la de los demás.

—¿Y por qué prevalece la vuestra sobre la mía?

—Porque somos más.

—¿Y qué?

—Que podemos someterte.

—¿De manera violenta?

—En caso de necesidad sí.

—Ya, pero ¿y si encuentro a una persona que quiera comer menos, podría en tal caso darme el exceso?

—No, el Estado intercambiaría ese exceso por otro tipo de bien.

—¿Y si no quiere nada?

—¿Cómo no va a querer nada?

—Es una hipótesis.

—Pero es estúpida, todos queremos más.

—Y entonces, ¿por qué habríamos de contentarnos con nuestras respectivas porciones?

—Porque aquí interviene la educación, la cual nos mostraría los valores supremos.

—Es decir, alienación, una cuestión de fe.

—Llámalo como te parezca.

—¿Y cuáles serían esos valores?

—La solidaridad, el amor al prójimo —me empecé a reír: valores muy cristianos, y quién elegiría los valores, ¿algún imbécil como tú?

—Las asambleas populares.

—Anda maricona que se van a pegar los espaguetis.

Tras el último comentario algo cambió dentro de él y perdiendo su habitual compostura me miró un poco ofuscado y tartamudeó un sentido reproche: ¿Sabes lo que eres?, yo le sonreí, y con una mueca de tierna condescendencia dije: —No te pongas sentimental padrecito. Él optó por evitar el enfrentamiento, y preguntó con una sonrisa y la voz aún temblorosa si había leído el Banquero anarquista, a lo cual yo contesté: —¿La obra homógina de K. J. Marshall?

—No tontito de Pessoa, sabes quién es, Pessoa, Portugal.

—Soni, Nyke, que hijodeputa mas culto.

—Cómeme la polla.

—Ya te gustaría, ya, puta maricona.

—Eres un desgraciado.

—Ya, pero ¿a que me quieres?, anda, imagínate que soy la chinita, o mejor, te imaginas que soy tu madre.

Tras todo aquello me sentí ridículo, se puede decir que avergonzado. Le hubiera pedido perdón, pero él me miraba con desprecio. Y quedaron así las cosas, no sé porqué no he vuelto a verlo; aunque aún me acuerdo de su cara, y de como me miró, al salir yo de la cocina.

A las tres de la tarde me visita Karin, viene cargada de proyectos; los inmediatos me complacen, los futuros sin mi asentimiento; aunque ella, todavía no pueda saberlo. Ha traído un pan bagnant, queso y media botella de vino. Se sienta y bendecimos la mesa, tras lo cual ella dispone, yo regurgito el alimento.

Karin ha hablado de «nosotros», me ha incluido en su proyecto vital; qué simpáticas son las mujeres. Mastico y la miro sin odio; quizás se note mi desprecio. Para qué me pregunto, siempre ando deconstruyendo. Necesito verla llorar, que se deshaga sobre mis hombros; y así ya nunca podré dejarla.

—Today we´ve learnt a sentence avec toutes les nasales.

—Ah oui, which one?

—C´est un bon vin blanc.

—...C´est vrai.

—You like it.

—I mean the sentence.

—You like the wine or not?

Çava.

Nos desnudamos por inercia, entra poca luz por la ventana; hemos comido ligero, pasamos del semen a la nada. La cama es demasiado pequeña; quiero que inmediatamente desaparezca. Intento no tocarla, su piel, sus dos caras, los gemidos satisfechos que no tenía que haber emitido. Baja frecuencia en su coño, seca y árida madriguera; Karin ya no es voluptuosa, no queda ya dónde meterla. Podría darle la vuelta, entreabrir apenas sus piernas, e imaginar que he osado violarla. La sodomía aniquila la culpa, los sueños, la moral, al menos mientras dura el lamento.

¿Ernesto?, ¿Yes?, después insinúa que me quiere; coge mi mano, se da la vuelta, se queda casi al instante dormida. Permanezco en silencio, se disipa mi pulsión asesina; entonces me desprendo de su mano, me visto sin hacer ruido y salgo de la habitación.

Karin despertará sola; aplastada por un presentimiento. Reconocerá el cuarto, verá después la ropa, y empezará poco a poco a tranquilizarse. Se levanta y se viste, después corre hasta el cuarto de baño y le busca inútilmente; se demora a continuación en la cocina; compulsivamente mirará por la ventana. Entonces piensa que hace días que él la evita, que puede ser que la esté engañando (con alguien, en esta misma planta) y recorre varias veces el pasillo deteniéndose a escuchar detrás de cada una de las puertas. Aunque quizás no sea eso, quiera él compensar mi extrañamiento; ha ido a comprar nuestra cena, después se pierde en un ensueño romántico.

Karin ha enhebrado su espíritu, vuelto al cuarto del que salió precipitadamente, allí se sienta a esperar, cuando él vuelve son casi las siete.

Ernesto ha llamado por teléfono para cerrar su billete de vuelta, después ha desanudado la nostalgia y ha vuelto al punto de partida. El río y los ultramarinos, con tristeza el centro comercial, el edificio y la lavandería. Decide entrar en la lavandería, aunque los lunes esté atestada de gente. Pero antes va a una tienda, compra varios objetos y sobre todo pide varias bolsas; después los tira a la basura quedándose sólo con las mismas. Entra entonces en la lavandería y se sienta a esperar una inexistente colada, legitimando un pretendido acto de libertad con unas estúpidas bolsas de plástico. Él querría romper las barreras, saltar en la mesa, ignorar a los hombres; en su lugar acepta una condena que según parece el mismo se ha impuesto. Por qué, ante quién, si no hay un dios en el universo. No lo sabemos; o por definición ya no seríamos hombres.

Ernesto levanta la cabeza intuyendo un peligro inminente. Ha entrado un individuo que paradójicamente es aún menos libre.

Perturba mi impostura la entrada de un loco tradicional; todos los cerdos nos ponemos en guardia. Arroja su mirada por todos los rincones de la estancia, después se sienta en una silla, desvaría y empieza a afilar su hacha. Se ha colocado a dos metros de distancia (frente a la máquina expendedora); murmura su sinrazón en la lengua que le inculcó el imperio. Cabecea, tiembla y traquetea, llama indignado a un Dios que según parece no quiere escucharle. Se levanta e inicia un circuito demencial alrededor de la mesa negra, sólo una mujer gorda continúa impertérrita doblando su montaña de ropa. Yo me sitúo cerca de la entrada (junto a la máquina expendedora) y empiezo a contar, una y otra vez, las mismas monedas (3´50 es un café noir ), se aproxima entonces su pestilencia, me asfixia—me rodea, pero él se sienta en el lugar que le vio partir y me mira fijamente con sus enormes ojos alucinados. —Tu m´achetes un petit café, tu m´achetes un petit café, y se tapa a continuación el rostro con sus grandes manos marrones, —tu m´achetes un petit café, tu m´achetes un petit café, entonces le compro el café para que cierre la puta boca. Por fin se calma y se queda desvariando en silencio.

Poco antes de las siete Ernesto llama a la puerta de su propio cuarto. Calcula que Karin se habrá despertado de sobra, tenido tiempo para pensar, que el devenir se encargará de hacer el resto. Karin dice Entrez (no ha derramado ni una lágrima) Ernesto analiza su rostro, la ve después sonreír, e inmediatamente pierde la compostura: Mais tu es ici toujours

—Je t´attendait.

—Pour quoi?

—Pour quoi pas?

—Ecoute Karin Je veux être seul.

—Why?

—I fell like it.

—What´s wrong with you, just tell me , you fell down?

—No, c´est pas , on parlera après, d´accord.

—On parlera quoi?

—Ne t´inquiète pas, simplement j´ai réfléchi sur quelques choses et je voudrais qu´on parle.

—Parle donc.

—Mais, à ce moment je suis très fatigué, on le fera après.

—Après quand?

—Je sais pas.

—Moi j´ai d´autres choses a faire, je peux pas t´attendre toute la soirée.

—Allez ne te fâches pas,
t´arrange a dix heures.

—Dans ma chambre?

—Oui, después se marcha y cierra de un portazo.

A las diez en punto estoy golpeando en su puerta, traigo mi número de reserva, aviesas intenciones. Karin ha estado bebiendo, como mínimo media botella de vino; grita que entre, me ofrece un asiento, después ella misma se sienta en la cama a escucharme. Sin rodeos le digo que la quiero, pese a lo cual he decidido marcharme, es más pasado mañana. Ella nada dice, con el alcohol parece anestesiada. Después dice que sí, que en nuestra situación acaso sea lo mejor, pero que aprovechemos el último día. Yo me siento defraudado, crecientemente rabioso, y la presión se acumula sobre mis pupilas. Quiero, lo voy a obtener, un bonito valle de lágrimas. Me acojo para ello a las tres técnicas que utiliza Padre; la más eficaz la culpa, incertidumbre si la proyectamos en el tiempo; si es necesario, se puede recurrir a la amenaza. Me justifico en un futuro inventado sin Karin, después recuerdo los momentos en que ella fue feliz a mi lado. Nos abrazamos y lloramos juntos; aunque de mis ojos, aún no consiga extraer nada. Entonces ella me llama mi pequeño, otras cosas por el estilo; me están empapando sus lágrimas. Dice que no es culpa mía; que no sé lo que estoy haciendo. A ella la tendré siempre ahí, sin prestación que exigir a cambio, por si alguna vez por fin me decido a confiar en alguien. Entonces se humedecen mis ojos, asisto a la vez perplejo al evento, conciencia de estar llorando. Me aferro a su vientre, hundo después allí la cabeza; nos vaciamos de emociones, tremendamente excitados acabamos la escena haciéndonos el amor.

Desperté una hora más tarde; Karin seguía durmiendo a mi lado. Fui hasta la ventana. Fumé uno tras otro mis tres últimos cigarros. Un murciélago en mis narices. Dos coches de policía. Viento de Marzo. El leve crepitar de las hojas.

Oigo moverse a Karin, tiro el cigarro y me tumbo de nuevo, a su lado, en la cama. Apoyo la cabeza en su regazo, me llegan rumores de su coño dormido. Duermevela de sexo, de olores, y de coños iniciáticos. El colegio de su infancia en época remota, los miércoles a las tres. Tocaba trabajar en grupo y los niños juntaban los pupitres. Sólo una hembra rodeada de pequeños machos.

Disimuladamente dejaba cualquiera de ellos caer un rotulador entre la maraña de piernas, ella presta desaparecía, ansiosa, en su búsqueda. Él la sentía gateando, sumergida por el bosque de acero, y era las más de las veces asaltado por su tocamiento fugaz. De vuelta en su silla decía que la suya era más grande. Él sabía que ella mentía. Y el rotulador no paraba de caer.

Cuando acababan las clases debía él convencerla, y urdía por ella las excusas para su madre. Había siempre otros, aunque era él su favorito, eran suyas las palabras que importaban, y nunca decía que no. Después lo domesticaba, apoyado contra la puerta del baño, y, desarmado, con la polla bailando entre sus manos, se atrevía en ocasiones a besarle en la mejilla.

Sólo una vez conoció el sentido de todo aquello, cuando prolongó su turno mas allá de lo habitual y casi cayó al suelo de rodillas. Paró la dolorosa cadencia de su mano y le inundó una tristeza insondable (sentíase tan débil que ni manotear pudo para ahuyentar sus últimos besos), y ella allí se quedó, recibiendo al siguiente, mientras aprendía él a andar, absurdo bajo la lluvia, hasta que se desplomó en el asiento de la parada del autobús.

Un invierno llegó la noche mágica, todo fue espontáneo. Crees en el destino, preguntaría luego ella. Se habían intuido en la oscuridad de un cine, el tacto caliente y la polla palpitante; sus padres no estaban, sólo una nota, y mecía la hoja con la prueba. Bueno qué, te enseño mi cuarto, y vio las fotos y vio los posters, muy pocos libros y mágicos colores. Mi pijama, te gusta, y como al vuelo le enseñaba la blanca vagina que él tanto amaba.

Se sentó en la cama, gesto infantil, mudos testigos los peluches. Qué hacemos, y movía a la vez la cabeza juguetonamente, de izquierda a derecha, después de derecha a izquierda. Él dejó que lo preguntase una segunda vez antes de estamparle un tembloroso beso en la mejilla, ella detuvo su vaivén: con el himen roto, una virgen enamorada.

La besó en el cuello, la tumbó en la cama; ella dejaba hacer, callada como una niña obediente. Le amasó los senos, arrancó la falda; ella sonreía divertida, ajena a la inminente polla.

Besos huérfanos de calor, el vientre convulso y ardiente, un denso vapor le salía del coño. No, las bragas no, suplicaba, y las mantenía en su sitio sujetándolas con obstinación. Despojó él todo de la nada.

Acarició la zona donde debía estar el clítoris; ella jadeaba bajito, tensando los músculos de su cuerpo. Rasgó con los dientes el envoltorio de su único condón y no se equivocó de extremo al desenrollarlo sobre su polla, después se acercó, sosteniéndola con una mano, pero metiendo antes un dedo en el orificio, y fue al constatar que ya se la habían follado cuando mejoró su presencia de ánimo y se atrevió a murmurar para sus adentros: puta, puta, puta, para empezar, a la vez que recitaba su oración, a penetrarla lentamente.

Se detuvo unos segundos, sus conexiones nerviosas desquiciadas presagiaban un humillante final; ella respetó su lucha interna, osó apenas respirar; el se lo agradeció, se recompuso y empezó a embestirla con energía, encogiendo el culo con cada empujón, corriéndose sin remedio en el número quince. Se limpió avergonzado. Ella le miró a los ojos, puso una mano en su muslo y mintió: no pasa nada; el se revolvió herido, incorporó con furia y comenzó a masturbar de pie frente a la cama. Entonces ella insinuó sus blancos dientes; le pidió que se acercara. El así lo hizo. Pero antes miró de reojo a su alrededor, entrando esta vez limpio en su coño.

La folló con ritmo, contó hasta cien, doscientas, mil, mil quinientos, dos mil, y seguía, y quién sabe hasta dónde hubiera llegado la cuenta si no hubiese ella, habiéndose corrido en silencio, apartado dulcemente al hombre que la follaba. Él se quedó arrodillado frente a ella (hirviendo en ira, con la polla de hierro), ella lo amansó y tumbó a su lado, luego se abrazó a él ahíta de amor.

En un par de años perdió pie para caer definitivamente en el abismo. La conoció una noche en un bar. Era estudiante de arte, gordita, de lengua inglesa.

Don´t you think that there must be, I don´t know, something. Algo había sin duda, y bastante diabólico, en su manera de pronunciar las íes y las eses, en el paulatino aniquilamiento de la voluntad del hombre con su imbécil pensar y su pose continua. Pero él no se daba cuenta. Él la adoraba en silencio.

Se le iban los días y las horas contemplando su ir y venir, espiando su coño dormido, besando sus rechonchos mofletes, a veces, maniobraba entre legañas y se la metía a pelo, don´t come inside musitaba, y abría un poco la boca mientras le estaba entrando. Él entonces fantaseaba, a vueltas por el abismo, sobre una comunión eterna; un refugio hecho de sábanas; mil Domingos de sol a sol. Ella le miraba dulcemente, descifrando el mensaje que fluía entre sus piernas, y parecía pedirle que lo hiciera, arrepintiéndose inmediatamente después. Y era ese poso de realidad el que le hacía redoblar sus atenciones, pretender más de sí mismo, sentirse ocasionalmente insatisfecho. Escuchaba embelesado su cháchara, las historias sobre sus amantes, y siempre podía imaginarla como si repasase sus propios recuerdos. En el teléfono hablaban de un perro, el pantalón que debía comprarse; qué simpático el vendedor de revistas, de la ropa, y cómo debía doblarse. De su coño y de su regla, o cuánto supuso en la tienda aquél último kilo y medio de carne. Y quería saberlo todo. I don´t do it, I can´t concentrate, and you? Él sí podía. Se repasaba él la polla a ratos compulsivamente, la salvaba de mil peligros, culminaban la escena follando. Pero no iban por ahí las cosas. Ella empezó a administrarle los polvos, a acortar poco a poco sus visitas, a construirse otro mundo vacío de él en paralelo. Él lo sentía en el pecho, en la inquietud que le asaltaba a diario, en los silencios prolongados que nunca antes había ella mantenido. La miraba entonces desbordado, los ojos y pulmones maltrechos, pero se estrellaba siempre con su odio. Ella no entendía la pena, tampoco había conocido la piedad, o sólo la que hacia sí misma pudiera alguna vez haber sentido. Sin palabras por los bares, los cines y los estancos, esperando a que su cobardía le permitiera por fin decirlo. Atravesaron montañas de tiempo, levó anclas, quiso ser temerario, pero no conseguía salir de puerto. Ella flotaba sobre las mareas; en su base morían minúsculas olas de piedra, nos vemos entonces mañana, y ella seguía sin decir que no.

Una noche fue él con varios de sus amigos al cine, se vació del todo, perdió por dos horas la conciencia. De vuelta pararon en los bares; bebió en uno de ellos dos melancólicas cervezas. De pronto oyó su/una risa, giró rápidamente la cabeza. No era ella. Sí su pelo, su risa, toda su presencia. Pero ella no vestía así. Ella no besaba públicamente. Y no apoyaba la cabeza sobre las extremidades de los hombres.

La miró, se miraron, tembló ligeramente. Entonces ella recordó que su existencia no se encontraba en peligro, bajó los ojos, amagó un extraño gesto con la cabeza; después se dio la vuelta y continuó disfrutando de la noche.

Desperté varias horas mas tarde: Karin dormía, los pájaros aún no piaban. Imágenes y recuerdos afloraban sin control por mi cerebro, simultáneamente primera ordenación de mi futuro. De momento, dejé a un lado la segunda.

Mi corazón no entendía, se adapta él lentamente a los cambios. No te preocupes le decía, y después le consolaba como a un niño pequeño. Él lloraba y lloraba; llenando de preguntas mi cerebro: por qué no deshaces lo de ayer, buscas un trabajo, te quedas con ella; viajáis a Suecia, vuestro rincón en el mundo, legitimáis ante Dios vuestra presencia en la tierra. No puedo, por mi gusto así sería, no sé porqué así he de hacerlo. Explícate mal nacido, has elegido mi sufrimiento. He renunciado a la felicidad, tanto miedo me da perderla; dolerá un poco ahora, pero después tú y yo, y el arbitraje de la nada. Bien sabes que no es eso cierto, que bastaría con que te suplicara, que pretendes delegar la decisión en un ente que te haga irresponsable. No quiero más promesas, sólo una rutina pesada y diaria; he aprendido con él a prescindir de las ilusiones, a componer una instantánea en la que nada cambie con el tiempo. Sé cual es tu problema, porque odias los espejos, y si la foto no es de tu agrado porque se desintegra tu identidad; has de aceptar los cambios, el devenir a veces violento, decidir sobre las personas, el accidente de la humanidad; nada de lo que aquí ves es real, nada hay escrito o que sea cierto, únicamente tu voluntad. Pero la voluntad muchas veces fracasa, me quedo entonces encerrado en movimiento. Voluntad que se justifique en sí misma, sin planes y sin recuerdos. Tú me pides que me detenga pero que a la rutina añada otro objeto, de qué voluntad me hablas si está todo predeterminado, sueño con la normalidad mas sé que nunca podré alcanzarla; los que somos de esta manera hemos nacido condenados, a trazar el mismo círculo, a llevar una absurda, ridícula existencia, a contemplar que existe vida, pero sin poder nunca entrar en ella; añoro ansiar el porvenir y confiar en las personas; cuando el día siguiente era siempre una promesa, el mañana a veces aventura; cuando podía sentir la tristeza, infinitas ansias de matar, y la sangre hervía en mi cabeza.

En aquel punto me di por satisfecho y busqué por mis bolsillos, inútilmente, un cigarro. Recordé que la víspera habían sucumbido los tres últimos. Me acerqué a la ventana y comprendí que sin tabaco aquel acto carecía de significado. Consecuentemente, habría matado por fumar. Decidí pasar a la acción registrando los cajones de Karin, pero vi los álbumes de fotos y mi instinto reculó ante un universo lleno de peligros. Además Karin no fumaba. Salí precipitadamente del cuarto y subí a mi habitación. Rebusqué entre los pantalones y por los bolsillos de las camisas; miré en los cajones, en la papelera y hasta debajo de la cama. Aunque claro está yo ya sabía que en mi habitación no iba a encontrar tabaco. Entonces se me iluminaron los ojos y volé hacia la ventana; entre mis bellos árboles amanecidos se divisaba una esquina del «Tabac». Lo que se veía era, desde luego, persiana; aunque pudiera equivocarme; o pertenecer a la tienda de al lado, y al siguiente argumento ya había abandonado el cuarto. Qué enorme ilusión sentí yo entonces; con qué energía descendí por la escalera. Abrí la puerta, la hierba húmeda, el cielo claro, vacío ya de estrellas. Me adentré en el diminuto bosque, cerré los ojos, pisé la acera: el tabac estaba cerrado. Lógico, pensé, y a punto estuve de derrumbarme. Caminé unos pasos indeciso, me di después la vuelta y desandé el camino hasta los árboles. Al llegar me paré junto al primero, respiré hondo tratando de mitigar el pánico. Hasta aquí pues, me decía, y a la vez no quería creerlo. Me senté en el suelo, cogí unas hojas; de pronto encontré la solución: como no se me había ocurrido. Qué sencilla, y a la vez cuanta osadía, y casi reía de gozo mientras me dirigía de vuelta al edificio. Primero ubiqué la ventana de Karin, después me puse debajo y peiné la zona hasta dar con los restos de mis tres últimos cigarros. Entre todos pensé, sumarán sus buenos tres cuartos. Después todo transcurrió muy rápido: subí a mi cuarto, sequé con fuego las colillas, extraje su contenido y lo lié con papel de fumar; bajé donde Karin, encendí el cigarro y retomé la conclusión de mis pensamientos. Ahora sí, me dije, y me elevé a continuación unos segundos poseído por el virus de la euforia. Después ya no recuerdo lo que pensé, sí mi desilusión por el desagradable sabor del tabaco.

Rompió de nuevo la escena un aviso del despertar de Karin; el mundo había empezado a moverse. Miré su cuerpo semidesnudo, sus bragas negras, azules, rojas y blancas; el angustioso despertar de una bestia; de sueños claros, y pudor adolescente. Murmuró mi nombre. Tomó conciencia y abrió los ojos presa de una súbita ansiedad. Yo aún seguía allí. Me vio y sonrió aliviada; después recordó, se agarró a mi brazo y emitió un par de débiles sollozos. Yo ya no estaba allí; la habría seguido; ella jamás se atrevió a pedírmelo. Karin saltó de la cama, se puso un vestido y dijo que debíamos desayunar.


Epílogo


La jornada empieza a las nueve. A las ocho me levanto, apago el despertador y me fumo el primer cigarro. Voy hasta la cocina, me bebo un café y lo acompaño de dos o tres caladas a un porro. Lo apago, lleno la taza de agua y la dejo sin lavar rebosante en el fregadero. Voy al cuarto de baño; me afeito y me lavo los dientes. (Lo de los dientes pase, pero no puedo soportar afeitarme). Me lavo las axilas, me seco y las restriego con un tubo desodorante. Me echo agua en el pelo, y si no queda bien, aplico unas notas de gomina. Me pongo una camisa blanca (según la temporada con o sin mangas ), los pantalones negros de vestir, cojo las llaves y voy caminando hasta la central. Está cerca de mi casa; en un barrio que se dice obrero pese a que no hay industria en la ciudad.

Los árboles son jóvenes, la pintura parece fresca; comercios que abren, inmediatamente fracasan y tienen que cerrar sus puertas. Aquí no hay quien compita con el centro comercial. Provee las necesidades, el lujo y también el entretenimiento; reserva de valor, oasis y para los más jóvenes incuestionable punto de encuentro. Yo paso junto a él casi a diario. En la sucursal bancaria, a determinadas horas, se forman colas para cobrar transferencias; los jóvenes esputan entre risas; los carros de supermercado viajan henchidos de felicidad. Puedes evitar todo esto a costa de una demora que ronda los tres minutos, si bien entonces se incrementa el riesgo de ser interceptado por algún drogadicto. Hay uno muy diligente que se coloca de buena mañana, buenos días caballero, y te apabulla a continuación mostrándote sus dientes podridos. Mejor que se los vea un dentista. Más adelante hay unos árboles que se distribuyen a modo de plaza, una fuente sin agua en el centro y dos mendigos ocupando el único banco. A fuerza de verlos hemos estrechado lazos. Cuando están los dos y si me sale de las narices ocasionalmente les doy unas monedas. A veces no hay más que uno porque su compañero ha preferido el albergue. Entonces el de pura cepa se me acerca y me pide un cigarro, y mientras lo busco y se lo enciendo saca algún tema de conversación. Suele hablarme del tiempo o de la gente que esta loca, y a veces es tan certero que lo veo como un ser sobrenatural. Cuando regreso por las noches siempre me lo encuentro borracho, y me desvío de mi ruta unos metros porque una vez a punto estuvo de abrazarme. Dos calles más abajo está el local desde el que se organiza mi trabajo; acostumbro a llegar a las nueve en punto, consulto el orden del día, voy a la cochera y pongo en marcha la ambulancia.

Podía haber elegido otro vehículo, pero la sensación no hay duda seguiría siendo la misma. Cada mañana la veo como un objeto enorme y extraño, y me he de repetir incansable que soy ahora su conductor. No es que no me guste, tan sólo... que no consigo encontrarle el sentido.

El primer servicio es a un pueblo a veinticinco kilómetros de distancia. Recojo a una anciana de setentaicinco años que se rompió la cadera en el salón de su propia casa. Su hija menor, de cuarenta y uno, la agarra torpemente mientras yo la subo a la ambulancia. Está usted cómoda Milagros, le pregunto cada día, y ella sonríe y cierra los ojos, pues tiene el deber de acatar mi omnipotencia. Hay mañanas en las que no asiente, pero entonces, su prolija hija la increpa: Madre, que si está usted bien, y ella, dice débilmente que sí.

Los viejos, dependiendo de la profesión, se suelen desmoronar a partir de los setenta. Aunque hay casos en que continúan mandando; y si no fuera por la muerte alguno lo haría, en principio, eternamente. No es el caso de esta buena señora. Tenía interés, claro, en que la menor quedase solterona; ahora bien, ella nunca lo impuso, era inútil buscar en ella un culpable. Resultona pero callada, era tímida e inhibida, hasta había tenido dos novios, pero la muy estúpida dijo que no.

La hija se quita el abrigo y se sienta junto a mí en la parte delantera de la ambulancia. Durante todo el trayecto, tengo que darle conversación. Tiene buenos senos, apretados bajo un jersey verde, una falda que le cubre las rodillas y el morbo de un celo volcánico y permanente. Casi no puedo pensar en otra cosa. Bueno Sara, y como van esas clases de inglés. Ella dice que avanza, pero con mucha dificultad; yo le digo que se lo ha de tomar con calma, también que si no estuviera en el pueblo yo con gusto le daría unas clases de gramática. Sara se queda callada. Me doy cuenta de que esto último le ha podido resultar violento. Cambio rápidamente de tema y me intereso por la salud de su madre. Aún tarda un poco en contestar. Dice que de la cadera va bien, pero que se ha vuelto muy caprichosa; come poco, a deshora y únicamente lo que le gusta; y tiene que mimarla como a un niño pequeño. Al fin y al cabo le queda poco para morirse. Después retoma lo de las clases de inglés. Yo me hago el distraído y me concentro en la carretera. Le sugiero poner la radio para escuchar los grupos anglosajones. Ella contesta que bueno.

Del pueblo a la ciudad, según el tráfico, hay entre quince y veinte minutos. Lo peor son los accesos. Si todo va bien, entre las diez y las menos cuarto, dejo al paciente en rehabilitación, después hago tiempo hasta que tengo que llevarlo de vuelta. A veces surgen servicios rápidos. Si no lo más frecuente es que aparque la ambulancia, desayune en algún bar y me fume después un cigarro. Si la tengo a mano hojearé la prensa deportiva. Si voy con monedas las echo en la tragaperras.

Recojo al paciente, madre e hija en este caso, aproximadamente, cuarenta minutos mas tarde. Hablamos del tiempo que está revuelto, del problema de los atascos. Ciertos pacientes se aventuran más lejos: gitanos que no quieren trabajar, precios que siguen subiendo; la gentuza que hace política, los jóvenes desempleados, y sin dejar de respetar la vida a ese tío yo personalmente lo fusilaba. Los hay que encauzan su odio de manera muy coherente; si bien la mayoría acaba tirando de terroristas y violadores, pederastas y demás sujetos alevosos. Lo más grave, parece, es aprovechar una indefensión. En privado odian a los inmigrantes, a las mujeres y a la humanidad en general. Las mujeres se odian a sí mismas, pero también, a cualquiera que pueda parecerles débil.

Yo me limito a llevarles siempre la razón, y los argumentos de unos me sirven para dar réplica al que habla. Las mujeres te hablan de su vida, la enfermedad o su aburrido quehacer diario, frente a lo cual me manejo bien a base de intercalar frases hechas. En ocasiones las invento yo mismo; el trabajo me reporta aún estos pequeños placeres. Si la entonación es correcta puede uno decir cualquier cosa que se le ocurra; además con el tráfico, la mitad de las veces ni te escuchan. Les gusta oír su propia voz, lanzar al vuelo sus obsesiones.

A las dos paro para comer, indistintamente en alguno de los bares cercanos, rechazo el postre y me bebo un café, entre sorbo y sorbo le pego una calada al cigarro. La siesta la hago entre las tres y las cuatro y media; duermo sin luz y tumbado bocarriba en la cama. Al despertar enciendo un porro y bebo medio litro de cerveza, después me lavo los dientes y me resigno a volver al trabajo. Empiezo de nuevo a las cinco.

Aquí es donde mi vida falla, donde el esfuerzo se torna excesivo; también en el fin de semana. Lo compenso con cerveza, semen, sueños y chocolate, y la tarde se hace así más llevadera.

Los lisiados de la tarde se encuentran con un conductor distinto. Lacónico y reservado, nunca sonríe, viaja encerrado en sí mismo.

Cada tarde me asolan los sueños. Cada día resurgen del fango. Remueven rescoldos de mi pasado. Retomo mi vida, muerta, por donde la dejé.

Supongo que por allí ya habrá algún otro. Mirando hacia el horizonte. En cualquier lugar del absurdo entramado.

Quizás él tenga hijos y mujer, amantes y otras preciadas posesiones. Me cambiaría o no por él, trocaría él, sí o no, su posición conmigo. En ambos casos diría que sí, en otros mil que me invente acabaría contestando lo mismo. Cuestión de tiempo espero. Parpadeo un par de veces y me veo gordo y feliz, y asentado en los cuarenta.

La ambulancia es un punto blanco. Los vehículos se mueven siguiendo un orden preestablecido. La cuadrícula clara y diáfana, las estribaciones de los montes, las parcelas y la montaña. Las calles se tiznan de azules. Faros amarillos, rojo, verde, y negro en los semáforos. Cambia la luz y cambia el mundo, mientras se ajusta la lente contemplo maravillado el cambio. Ya es de noche.

Cada día apuesto que no llega. Cada día termina llegando. Si se abriera una sima y nos tragara; me atreviera yo a reprogramar la ambulancia.

A veces de pueblo en pueblo, en ocasiones de ciudad en ciudad, se me ocurre dejar la carretera y estrellar contra un árbol la ambulancia. Aunque tampoco es un deseo persistente. Me gustaría estar muerto. En su defecto no tener conciencia. A falta de ambos vivir sin utilizarla.

Conduzco hasta que llego a un lugar, remoto, perdido, imaginado. Donde los dioses conocen mi nombre. Paredes y calles están vivas. Los hombres amanecen pintados. De vuelta, frente al infinito, prosiguen una misma travesía. Que la vida se una con la muerte. Que la muerte dé sentido a esta vida.

En el absoluto es la muerte. De la cual todo surge, en la que todo entra en retroceso. Y cada paso de más es a la vez uno que damos de menos. Muere el cielo, muere el sol, muere el tiempo y el espacio. Las calles están muriendo. Los hombres no están llorando.

La mayoría vive aferrada a la eternidad. Desplegándose en una rapacidad sin límite, invirtiendo en su billete de vuelta para el infierno. Lástima que luego no exista. Tengo tantas ganas de que Padre llegue a tal situación, verle pedir ayuda con sus pútridas manos marchitas. Me suplica y yo le asisto, después le cierro los ojos y me adueño de su lugar en el mundo. Debe ser tan hermoso estar siempre legitimado: asumir con tristeza el digno deber de matar, encarnarse en tantos valores que en la práctica se reducen a ninguno. Desafié a Padre y salí perdiendo; creí destruirlo y acabé destrozando mi vida. Él conoció la ansiedad de que algo escapara a su control, pero después se desprendió de mí como de una tira de piel muerta. Sin vivir para, pero tampoco contra él, abandoné pronto mi sueño de convertirme en traductor, me saqué un par de carnés y empecé a conducir una ambulancia. Y ahora qué me pregunto, ya no tengo veinte años, apenas me quedan amigos, ninguna adicción para aliviarme; lo he intentado con el sexo, la nada y el alcohol, pero no han conseguido atraparme. El cerebro, ese ser infantil, sigue registrando en busca de razones; alguna idea, que sé yo, un concepto, algún valor que pueda llamar absoluto.

Sigo y sigo, pero muy a mi pesar, en mi lecho de muerte aún habrá una gota de esperanza. O será que me desato por momentos y la tarde borra el mediodía, y mañana ni me acuerdo de los pensamientos que tuve en la víspera. Esta inconsistencia, el no saber lo que soy, a quién apunto, lo que quiero. Un sueño que tacharon de utópico; aquel amor que dijeron imposible.

Algunos se blindaron del instinto dando forma a las ideas. Si mataban era justicia, al asesinato llaman eficiencia. Después ascendieron sus ideas a la categoría máxima de valores; ahora matan por inercia, amparados en la cruel mecánica de impenetrables leyes naturales.

Han alumbrado cual ratas, han llenado el mundo de basura. Legitimado la desigualdad, ley, religión y cultura. Qué demente ha concebido este feto devora entrañas, que mal sueño lo ha traído. En un cosmos imparcial, en un ballet de estrellas, qué sentido tiene el hombre; por qué no ha desaparecido ya. Para cuándo la extinción de un ser, inferior, ventajista y deleznable. Que mate el jefe a los inferiores; o mejor, que lo hagan éstos respecto al primero; y que los sucesivos maten al siguiente. Que arda la sangre, que mueran las ideas. Un último alarido de dignidad; en un universo negro, que ni siente ni padece; e ignora nuestra existencia.

Cuando dejo la ambulancia, cuando reanudo mi libertad interrumpida, descubro la mayor parte de las veces que no sé lo que hacer con lo que aún me resta del día. Vive uno tan alienado. Camino entonces sin rumbo por las calles de noche oscurecidas, me paro en algún bar de paso, bebo demasiadas cervezas. Me he convertido en el tipo que decora la barra en los bares; incluso eso es mentira. Voy a los bares, sí, pero no dejo de ser un extraño, un momento de breve interferencia. Históricamente nos han matado, nos han recluido y metido en cárceles; también hemos hablado con los dioses, y hemos dirigido pueblos directamente hacia su exterminio. Quizás todos nos vemos un poco así, sabios o incomprendidos, pequeños dictadores, o estadios de frustración lacerante.

Entrando en uno de los bares me encuentro con un tipo desde hace poco conocido. Es viajante de comercio, o sea técnico comercial con dietas y vehículo propio. Portador de un maletín negro suele llevar camisas negras o blancas, estima mucho su trabajo. En comparación considero que respecto al mío su trabajo es claramente inferior, él por su parte opina otro tanto en relación al mío. Cada cual tendrá sus razones. Siempre divaga sobre las putas, las mujeres y los burdeles de carretera, y más de un corazón ha roto en tan breves citas con sus románticas rameras. En deportes, fútbol y motor es un muchacho clarividente, sin dejar la docencia ni aún cuando uno, no pueda, no sepa, o no quiera seguirle.

Es un típico hombre de acción, optimista, jovial y sincero. A veces humilla a los que venden rosas; de vez en cuando desaparece y deja su cuenta durante varios días sin pagar. Demasiadas noches he sido cruel y me ha animado patán tan despreciable, demasiadas veces le he dado coba para que me invite a una única cerveza. Él a su vez se vale de mí para su soledad impenitente y sus burdos delirios de grandeza.

Ha perorado un rato, se ha levantado de repente y se ha ido a mear dejándome con la palabra en la boca. Me quedo a solas con el dueño. No acostumbra a hablarme si no es por vía de terceros, aunque hoy rompe la tradición y me dirige las siguientes palabras: este Paco es de lo que no hay. Me pregunto por dónde irán los tiros: menudo pájaro verdad. Jacinto, que así se llama el sujeto, me cuenta que Paco no es vendedor, que el maletín lo lleva vacío, y que vive de la pensión de su madre. No me sorprende, tampoco tenía porqué hacerlo, aunque no deja de ser una información innecesaria. A su vuelta sin embargo siento hacia él aún más desprecio, y no puedo evitar una risa al verle pasar con tanta decisión a los cubatas. Después le digo que no es de él, que me río de un mendigo rumano que acaba de entrar pidiendo dinero, y me tengo que apoyar en Jacinto para que le explique la anécdota completa. Jacinto farfulla que traía unos lienzos que él mismo podía haber dibujado con la polla, y como por cada uno pedía seis euros le ha indicado con amabilidad por donde podía metérselos. Y es que hay cada gilipollas, comenta el bueno de Jacinto. Paco asiente y se muestra indignado, y nuestras risas interpreta como despreocupada pero a la vez errónea condescendencia. No, si no voy a poder estar en un bar sin que venga un asqueroso a molestarme, y lanza a continuación un bello alegato sobre la esencia de los españoles, los inmigrantes y la ética del trabajo. Entro en un paroxismo de risa que me escora peligrosamente hacia la histeria, he de salvar la situación pretextando la necesidad urgente de ir al baño.

Alguien ríe en el espejo. No se da cuenta, pero ha conseguido asustarme. Un implacable reptar de fuerzas ha iniciado su acomodo en mi cerebro. Intento dominarlas, salir del mar de aguas subterráneas. Que coño pasa, a dónde me llevan. Por qué me sudan las manos, que/quien empuja en mi cabeza. Tengo que salir del baño, atravesar el bar, improvisar rápidamente una excusa: estás bien, me preguntan, y todavía no he abandonado el lugar cuando ya murmuran: lo has visto, estaba pálido como un fantasma.

Otras veces me ha pasado, te asalta cuando menos te lo esperas. Puedes caminar durante horas, desarrollar una acción absurda o ser condenado y encontrar después a alguien que te absuelva. Y éstas son las soluciones rápidas. Si tienes seres que de ti dependen no hay más que realizar un breve sacrificio, después te arrepientes o lloras un poco, o incluso ellos mismos te otorgarán el ansiado perdón. No tengo hijos ni mujer, ni siquiera tengo un perro al que pueda hacerle daño. Los amigos no sirven para esto, ni crean vínculos, ni ejercen sobre mi ninguna ascendencia. Vale más echar a andar hasta que la deriva del cerebro decida por sí sola aplacarse. No importa que estés totalmente solo, la sociedad es algo que todos llevamos a cuestas. Andar y andar. Y de tanto andar soñar que anduve.

Sueño que despierto a una luz inmisericorde, a figuras deformes que chillan y ordenan. Sueño que salto por la ventana para caer en la acera desnuda, que me busco a través de sombras que huyen, ríen o golpean. Sueño que todo ha quedado atrás, sólo naturaleza saqueada en parcelas. Un perro negro me persigue a lo largo de cercas y cercas de madera.

Me veo adentrándome en un campo cuando alguien grita mi nombre, me giro joven y bello, ojos de inocente mirada, después el rectángulo funde en negro, terminan ahí mis esperanzas.

Despierto en cualquier punto de la ciudad, en el silencio de los coches, se ha vuelto a hacer el vacío. Las calles lucen tan limpias como sucias visten mis entrañas; he de emprender el camino de vuelta a casa. Puedo otra vez decidir, imperar sobre los cuervos que han anidado en mi ventana. Los ahuyento y revolotean, y vuelven siempre para posarse. A veces tengo suerte y se marchan, pero a cambio dejo entrar a quien me espera en la antesala. La observo mientras se instala, ella despliega sus encantos y dispone de toda la estancia. Es una diosa benigna, una bruja poco malvada; viste de azul o de rojo, esta desnuda, lleva en la mano unas sandalias. Me guían sus pies desnudos; por los valles y los ríos, por los acantilados verdes del alma.

Me pregunto qué será de ella, si es feliz, si ha escrito aquél bello cuento de hadas. Por qué no escribe mi destino, cuando morí, por qué no me pidió que me quedara.



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Paolo Diz Liba es el seudónimo de un autor que reside en Granada.
alvaro_espantaleon[at]yahoo.es
Sobre esta novela corta dice el propio autor: «Aventuras y desventuras de un joven español en una ciudad cualquiera de Francia. El amor, los celos, la pasión o el odio serán compañeros de viaje de tan singular y atribulado héroe».


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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2004). Reeditado en agosto de 2020.

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