- Presentación

- Formulario para escribir

- Pretérito futuro (II)

- Pretérito futuro (III)

- Pretérito futuro (IV)

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AUTORES PUBLICADOS

Carmen López León

Jorge Durán

Juana Castillo

José Romero
P.Seguín

Norton Contreras Robledo

Luis Enrique Mejía Godoy

Jordana Lee

Ana M.ª Rubio Cabrera

Mary Carmen

Paula Sadier

César Castillo

Cristina Ghiorghiu Lorente

Ángeles Charlyne

Cecilia Ortiz

Sofía Campo Diví

Jesús Sánchez Espinosa

Pepi Núñez

Paula Martínez Ruiz

María Magdalena Gabetta

Patricia E. Manzanares Núñez

Ada Iris Juanita Cadelago





Pretérito futuro:
tiempo para escribir (I)


Presentación

¿Quién no ha fantaseado, al ver a un niño, cómo será su futuro? Jugando, charlando de sus cosas, con su familia, al observar su comportamiento, podemos imaginarlo adulto, con sus logros o con sus fracasos, en su mismo medio o en otro completamente distinto.

De cualquier modo, su historia está por escribir, y eso es lo que proponemos a nuestros colaboradores. A partir de una foto antigua, inventar cómo habrá sido el devenir de esa niña que se encuentra en primer plano y contarnos su biografía, sus avatares, su peripecia vital.

Hay otros personajes en la foto, se pueden introducir o no, pueden tener cualquier relación con la niña, la que queráis, su pretérito futuro está en vuestras manos. ¡Adelante!, esperamos vuestra participación.

Carmen López León
diciembre 2007
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Relatos


De lejos, de muy lejos
Carmen López León


—¿Has visto esta foto? Arminda —va pasando las hojas del álbum de cantos gastados.

—Si, doña Amparo, ya la vi.

—Llevo el vestido blanco que tanto le gustaba a papá, ¿ves?, y estoy con mis primos y Tani y la niñera de mis primos que se llamaba Leo. Tani me llevaba a la Alameda a tomar el sol, ¿sabes quien era Tani?, Arminda.

—No, señora.

—Era mi niñera, se llamaba Estanislaa, pero ella quería que la llamara Tani, había venido de muy lejos, ¿sabes?

—¿De muy lejos?

—Sí, de un pueblo chiquito de la provincia de Teruel, ¡fíjate!, desde Teruel había bajado a Valencia a buscar trabajo...

Y Arminda no sabe muy bien dónde está Teruel, pero calcula distancias y calla.

—Y después de jugar en la Alameda, Tani me llevaba a darle un beso a papá a su despacho de la calle de la Paz, ¿te he dicho que mi papá era Notario?, Arminda.

—Sí, doña Amparo.

—Tenía un despacho muy grande, con vitrinas llenas de libros cerradas con cristaleras de colores y unos sillones de cuero marrón que olían muy bien. Claro que después tuvo que cerrarlo, cuando comenzó la guerra y nos fuimos al chalet de Rocafort, porque papá no quería ir a la guerra, porque la guerra es mala, decía él siempre.

Y Arminda ve uniformes y machetes y sangre sobre la caña de azúcar del ingenio.

—Es mala la guerra, sí, señora.

—Tani se vino a Rocafort con nosotros, claro, pero luego la convenció un novio que tenía y se marchó con él un día en un camión con otras chicas y chicos que cantaban, yo los vi desde la verja del chalet, y como dijo mamá: peor para ella, no llegarán a la frontera de Francia, los matarán antes. No sé si los mataron.

Y sonríe, lejana, mostrando los dientes perfectos de su prótesis.

—Después me casé con don Alfonso, ¿te he hablado de él?, Arminda.

—Sí, doña Amparo.

—Pues ya sabes, era Ingeniero Naval y le conocí también en la Alameda, pero en el baile del Pabellón del Ayuntamiento en la Feria de San Jaime. Íbamos al Pabellón porque mamá tenía un primo que era muy amigo del Alcalde. Pero ya de casada me entró aquella debilidad que me impedía tener hijos, y vino a cuidarme otra chica de lejos, Rocío, que era de la sierra de Córdoba, tenias que haberla conocido, no sabía ni hablar, ¡por Dios!, con aquel acento andaluz tan vulgar.

Y Arminda recuerda sus dulces palabras quechuas que poco a poco se le van olvidando.

—¡Qué desagradecida fue!, cuando ya la desasnamos le pidió a don Alfonso que la recomendara para entrar de limpiadora en una Consignataria del Puerto, total, porque la aseguraban. Claro que la despedimos enseguida, ¡faltaría más!

Y levanta la barbilla con orgullo, y su cuello es una cascada de piel flácida y blanca.

—Luego, las monjitas del Servicio Doméstico nos mandaron a María Antonia, ¡que venía de Coria, allá por Extremadura! Era tan callada que nunca supimos nada de su familia, digo yo que sería inclusera, en aquellas tierras, ya se sabe.

Y Arminda ve pasar un camión de las milicias rebosando de niños con los ojos muy abiertos y las lagrimas secas en sus mejillas.

—Esta se fue tan en silencio como había llegado, dijo que a trabajar en una fábrica textil. O en otros sitios... ¡vete a saber!, porque guapa, sí que era, sí.

Y ríe maliciosa con su voz cascada.

—A final tuvimos que buscar filipinas, ya ves, como teníamos esta casa tan grande y hay una habitación para... bueno, la que tú usas, y casi por la cama las filipinas trabajaban de firme, como que la última tuvo que ocuparse de atender a don Alfonso, que en paz descanse, hasta el final, y eso que el pobre se lo hacía todo encima. ¡Ésta sí que venía de lejos!, ni siquiera sabíamos el nombre de su pueblo. Y ahora tú, Arminda, ¿que de dónde me dijiste que eras?

—De Cali, doña Amparo, en Colombia.

—Ya ves, ¡qué barbaridad!, del otro lado del charco.

—Y, diga, doña Amparo, ¿nunca trabajó aquí una chica valenciana?

—Quita, ¡por Dios!, hay trabajos que son para la gente forastera...


Doña Amparo cierra los ojos, cae la tarde tras los visillos de su balcón, fuera queda la plaza recoleta y tranquila a espaldas de la Catedral, que después se llenará de jóvenes vendedores de artesanía étnica y manteros con cedés pirata, pero doña Amparo, no los ve, no los ha visto nunca.

Arminda va a la cocina, le prepara la infusión de todas las noche, va a su cuarto y recoge sus cosas, las mete en su bolsa de viaje y escribe una nota que dejará en la bandeja, junto a la taza con la manzanilla y el azahar.

Escribe: «Doña Amparo, la próxima muchacha la tendrá que buscar aún más lejos, en el infierno».

Y suavemente, para no despertar a la señora, coloca la bandeja sobre el velador y muy despacito cierra la puerta.



Los niños de Morelia
Jorge Durán


Si aquel combatiente viviera gritaría:

¡Carmen! ¿De dónde sacas esa fotografía?

¡Carmen! ¿Dónde está mi familia?

Pero aquel combatiente quedó con su carne desgarrada en el campo de batalla del Ebro.

¡Su carne muerta y también su ilusión!

Sus planes...

Sus proyectos…

Los proyectos y los planes de todos aquellos…

Entorno los ojos y vuelvo al puerto de Veracruz. Me veo de la mano de mi padre y veo aquellos niños bajando del barco, saludando con el puño en alto.

—¿Dónde está Dios?

—¡Donde estaba!...

Así musitaba mi padre al verlos y estas palabras me quedaron para siempre marcadas en mi vida.

¡Aquel exilio de niños!

¡Aquel desgarro!

¡La inclusa!...

Años más tarde, cuando quedé en California al frente del Diario de mi padre tuve oportunidad de ir a entrevistar a alguno de aquellos hombres y mujeres a Morelia, algunos ya ancianos…

Esa tarde una mujer muy distinguida se me acercó y se presentó:

—Soy la doctora Luz Gironés —me extendió entonces una foto antigua donde había tres niños. Dos mujercitas y un varón. También dos mujeres adultas vestidas de negro.

—Yo soy la que tiene la muñeca en los brazos —me dijo.

Mi hermanita es la del medio en edad y se llama Sol, El más pequeño es mi otro hermano, Liberto.

La mujer más joven es nuestra madre y la otra nuestra abuela. También desaparecieron.

Conversamos durante un par de horas y me dijo que sus hermanos fueron adoptados en Veracruz. Nunca pudo encontrarlos a pesar de muchos trámites e investigaciones. Me dijo también que Ella fue adoptada por un excelente matrimonio que nunca pudieron tener hijos propios y que lo hicieron cuando los niños fueron llevados a Morelia.

Sabiéndome propietario de un diario que se editaba en California en español, me pidió que la ayudara a encontrar a sus hermanos. Me dijo que quería hacer otro intento. Que había probado todo en México y que no había tenido suerte.

Me habló algo de su vida. Era médica, luego me enteré que muy prestigiosa y que ya estaba retirada.

Quedé cautivado por la entereza de aquella mujer y la firme decisión de encontrar a sus hermanos.

Me comprometí. No podía dejarla sola sabiendo que en mi condición de periodista y editor de un diario podía hacer algo por ella.

Algo me empujaba a ayudarla.

Esta fotografía que hoy da la vuelta al mundo hace casi setenta años que espera. Sí, hace casi setenta años que espera que se produzca un milagro.

Esta fotografía que se ha multiplicado por cientos de miles de copias, que se ha publicado en diarios y revistas, que se ha pegado en las paredes, que se ha reproducido en los cartones de leche y de jugos de frutas, esta foto que se da de mano en mano en aeropuertos, teatros, universidades, escuelas, esta foto estoy seguro que colmará nuestras expectativas.

Estamos en contacto. Seguimos esperando…

Son muchos los datos que nos llegan pero aún no dimos con ellos.

(chegoliat[at]yahoo.com.ar)



Primavera del '37
Juana Castillo


Tras el fallecimiento de mi madre la casa quedó completamente vacía, desangelada, marchita… Sin el calor de su presencia estaba tan muerta o más que ella. Pasó más de un año antes de que me decidiese a regresar. Tenía que limpiarla, sacar todas sus pertenencias antes de ponerla en venta. Empaqueté su ropa para otros ancianos necesitados y me enfrenté a los recuerdos.


Sentada en su mecedora, en su lugar predilecto: entre la chimenea y el balcón del gabinete en el que pasó los últimos años de su vida, abrí su cajón secreto. En él encontré de todo, desde recortes de periódicos que hablaban de ella: de su puesta de largo, petición de mano, la obtención de varios premios literarios por algunos relatos enviados a certámenes, algún cuento publicado, detalles de su vida que yo desconocía… Su ramo de novia hecho con flores de cera y puntilla de Holanda, una vieja muñeca con la que siempre deseé jugar pero que ella nunca quiso dejarme para que no se le rompiera la pierna más de lo que ya estaba, fotos de su boda, felicitaciones confeccionadas por mí para celebrar el día de la madre, sobres con cartas... Tome uno, amarillo y polvoriento, de él cayó una foto en la que está ella, con su muñeca en los brazos, su prima hermana, mi tía Serafina y el hermano de ésta, el tío Antonio. Detrás de ellos, las tías de mi madre, ambas con gesto serio y cara de circunstancias. Y, no era para menos, eran dos mujeres solas con tres niños por educar y un porvenir nada halagüeño. Dentro también encontré esta historia contada por mi madre pocos años después:


«La seño ha pedido que, para estos días, hagamos una redacción que hable de la primavera. La verdad es que no sé qué poner, es todo tan extraño..., pero como dice mi tía algo se me ocurrirá puesto que siempre estoy inventando historias de hadas, dragones y princesas cautivas. Ahora sólo debo hablar de la primavera, nada más. Bueno, pues a ver qué se me ocurre...


«¡Por fin ha llegado la primavera! Hace uno o dos días que ha dejado de llover y, por fin, ha salido un sol muy tímido pero que pica en la espalda cuando te alcanza. Los geranios del balcón se han llenado de capullitos. La tía Ana me ha pedido que procure no tocarlos, así podremos tener en pocas semanas un balcón muy alegre. Tanto como tú, me ha dicho...».


La verdad es que, en la capital, la primavera no es como en el pueblo, allí el campo se cubre de verde, como decía mamá: «El padre sol ha extendido su colcha de hierba, alta y mullida, para poder sestear a su gusto». Mamá tenía razón. El campo está precioso en estos días. Las lluvias ablandan la tierra y ésta despide un olorcillo que no es fácil de olvidar. Las flores nacen entre las piedras casi de la noche a la mañana, los pájaros trinan sin parar y vuelan enloquecidos, las mariposas saltan de flor en flor...


«Aquí la primavera no es igual. Nada es igual. Los últimos días, en vez de agua, llueven bombas del cielo. Todo está gris, hundido, con humo... A pesar de todo he visto cómo salían hierbas y margaritas entre los escombros de algunas casas, también hay musgo entre los adoquines levantados de las calles. Los pocos gorriones que se ven, vuelan hasta nuestro balcón. Buscan las miguitas de pan que les dejo de vez en cuando, no siempre puedo porque a veces tengo tanta hambre que soy yo quien se las come del suelo, sin que me vean las tías, claro...».


Tampoco sucedía esto en el pueblo. Allí teníamos de todo, o casi de todo. Mamá amasaba el pan, yo solía ayudarla, me encantaba espolvorearme de harina brazos y cara. A veces sobraba comida que servía para alimentar a los cerdos… Aquí no sobra nada. Si ellos no hubieran muerto no estaría en la capital con las tías y los primos, ellas me quieren mucho, yo también, pero aquí hay guerra, bombas y mucho hambre. ¿Cómo pretende la seño que hable de la primavera? Además, mañana, tal vez pasado, no podamos volver al colegio. En el pueblo, cuando llegaban estas mañanas soleadas, lo que hacía doña Pilar era llevarnos al campo. Dábamos las clases al aire libre, podíamos correr, saltar, gritar al viento, a la vez que aprendíamos cuál era el sonido de las abubillas, o de las urracas; también aprendimos a observar la forma de tejer la araña sus telas, o cómo las hormigas salían de sus casas para comenzar su recolección, incluso ayudamos o vimos cómo parían cabras y ovejas...


En el tejado de enfrente, el que veo desde la ventana de la cocina, como ha llovido tanto durante el invierno, han crecido unas hierbas con tallos muy largos, hojitas muy finas y unas florecitas amarillas muy bonitas, por entre las tejas y el muro también está saliendo verde. La tía Tere plantó una patata en una maceta, la tiene en la ventana de la cocina, para que no la vea nadie, ahora han empezado a salir los brotes. Dice que dentro de nada tendrá flores, piensa que «disfrutaremos de una pequeña cosecha de dos o tres patatillas, que menos es nada»...


Desde luego que no hay nada. Anteayer, día de mi cumple (cumplí ocho aunque aparento menos, soy menudita como decía mamá, y con carita de ratón, como dice mi primo. Se pasa el día metiéndose conmigo. Es como mi hermano, el que no nació y por el que murió mi mamá. Serafina no dice nada, se quedó muda desde que cayó una bomba muy cerca del colegio y vio cómo moría Rosita, su mejor amiga). Bueno, pues el día de mi cumple hizo tantísimo frío, que las tías sacaron una puerta de sus goznes y la hicieron astillas. Todos acabamos sentados alrededor de la lumbre, como en el pueblo, disfrutando del calorcillo. La tía Ana consiguió unos boniatos que asaron en la placa, ése fue mi regalo de cumple: boniato asado. ¡Estaba buenísimo!».


Terminé de leer la redacción malamente. Lloraba al leer las palabras de mi madre y, sobre todo, al recordar mi infancia. Aquella niña con lacito que abrazaba su muñeca se puede decir que se aferró a mí con uñas y dientes cuando nací. Para ella fui, como me decía: «mi muñeca, mi princesa encantada». Y entonces daba rienda suelta a su imaginación y me contaba historias de caballeros y princesas, de hadas y duendes, de bosques embrujados, historias en las que siempre, siempre, reinaba el amor y, sobre todas las cosas, la paz. En aquel cajón prohibido hallé los diarios de mi madre y todos sus cuentos, escritos con su letra menuda e igual. Unos cuentos que debió de escribir durante todas las noches de su vida que, sin yo saberlo, fueron su vida y ahora llegaban a la mía para hacerlos revivir cada vez que se los cuente a mi nieta.

(lafaja7[at]hotmail.com)



Laberinto de muñecas
José Romero P.Seguín


—Esta vida no es vida Martín, no te engañes. No la reconozco, no quiero hacerlo, que se pudra... La mía, por la que lloro, se me extravió en el regazo el día en que padre me cruzó el vientre con aquella maldita raya blanca.

—No era una raya, era una muñeca preciosa.

—Era y es una maldición que selló mi esencia.

—Lo hizo por tu bien, si te hubiese dejado ir en la derrota libertina de tu comportamiento, jamás habrías sido la adorable jovencita que luego fuiste y menos aún la elegante mujer que eres.

—¿Qué fui, qué soy...? ¡No soy nada!, ¡nada! Bueno sí, soy una muñeca en los brazos de quien no es ni sombra de lo que yo hubiese sido.

—Una vida regalada, eso te ha dado esa sombra.

—Yo no quería una vida regalada sino mi vida.

—Tu vida ha sido una fiesta.

—Una fiesta a la que la única que no estuvo invitada fui yo.

—No te quejes, ya me gustaría ser tu biógrafo.

—Para qué.

—Para saborear aunque sea sólo en el eco de tus palabras el néctar de tú espíritu aventurero.

—Mi aventura no es sino desventura. No cabe otra cosa cuando el sencillo acto de recoger el vestido te convierte en un inútil ornamento, en el absurdo contrapunto de ternura que nadie demanda.

—Aún así insisto...

—Pues no lo hagas, mi biografía la llevas guardada en la cartera.

—Te refieres a la fotografía.

—A esa misma.

—Estás obsesionado con ella.

—Cómo no estarlo, en ella comienza y termina mi vida.

—Qué trágica eres Flor.

—No me llames Flor, llámame Martín. Basta de mentiras, dejémonos llevar, sino para qué este ritual.

—Martín soy yo. Debes aceptarlo. El carnaval, como muy bien dices, es sólo una fiesta y como toda fiesta es mentira. Y nosotros en estas reuniones no hacemos sino festejar una locura de infancia. Tratar, a la postre, de remediar con una infamia otra infamia.

—Sólo porque a madre le faltó el coraje necesario para protegernos en esa edad donde no nos cabía defensa.

—Qué otra cosa podía hacer, ella, ahora lo sabemos, era también un imposible: sus ideas políticas, sus extravagancias artísticas, sus extemporáneos arranques feministas, sus devaneos libertarios...

—Por eso mismo, porque era así debió dar la cara y no huir dejándonos a merced de él. Tutelados por una niñera idiota y una tía beata.

—Creo que eres injusta con la tía. Y qué decir de Inocencia, ella era un pan con dosel.

—No te has preguntado nunca porque no está ella en la foto.

—Pues no Flor, no lo he hecho.

—Te he dicho que me llames Martín.

—Te vuelvo a repetir que Martín soy yo.

—Y yo te vuelvo a recordar que sólo porque mama fue incapaz de defendernos de él.

—Alguien tenía que poner las cosas en su sitio.

—En cualquiera menos en el que él las puso, yo no jugaba el fútbol por capricho, ni tampoco lo era el que le dijeras a unos y a otros que te llamabas Flor.

—Yo lo prefiero así, no eran tiempos para florituras de esa naturaleza. Qué había sido de nosotros, que no fuera herida, si no hubiera sido así.

—Lo que hubiera sido sería más verdad que esta mentira que somos ahora.

—Hay verdades que pesan más de lo que uno puede soportar. No siempre se tiene lo que se quiere, deberías haberlo aprendido, tú naciste Flor y yo Martín. Ambos, es cierto, extraviados en una anatomía ajena a nuestro sentir. Y más ajenos aún a la posibilidad de remediarlo.

—Yo maldigo esa raya que seccionó mi ser y a aquel que así lo dispuso con el único fin de ocultar su vergüenza, la que le daba reconocernos en nuestra verdadera condición, pues otro daño no le hacíamos.

—Señor Martín, señora Flor, deben irse, la hora de visita ha terminado.


Martín estuvo tentado a explicarle quién era quién, pero algo le retuvo, era sin duda la imperiosa necesidad de seguir viniendo cada viernes a ver a su padre vestidos cada uno acorde con su verdadera naturaleza, a fin de darle a ella pobre satisfacción y martirizarle a él, del que intuían que aún viejo y enfermo los identificaba y se moría por ello de vergüenza, la misma por la que un día les obligo a fotografiarse con el juguete del otro, robándole en aquel retrato el coraje necesario para ser lo que de verdad demandaba de ellos el instinto y los sentimientos.


Minutos después salían ambos del geriátrico, mientras, la decrepita sombra del hombre de la silla los miraba con una larga sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro. A su lado la enfermera jefe le decía sin hipocresía:

—Tiene Ud. dos hijos adorables coronel. Tan femenina ella, tan varonil él, tan elegantes ambos. Una pareja de muñecos, eso parecen.

—Así es Virtudes, así es, tal cuales son...


(japseguin[at]hotmail.com)



El día menos pensado
(
Crónicas de Canela)
Norton Contreras Robledo


El ruido de la lluvia y el olor que ésta impregnaba a la tierra, lo acompañarían durante toda su vida como si estuviera pegado a su piel.

Era un aroma a hierba menta, cedrón, albahaca, y esencias de flores que entraban por todos los rincones de la casa invadiendo la cocina, el comedor, la sala de visitas y que continuaba por los corredores hasta llegar al dormitorio de José Miguel. Se detenía a los pies de su cama y ante su asombro se sentía alzado, se veía levantado en el aire y mecido suavemente con arrullos de madre. Con sus ojos casi cerrados por el sueño sentía cuando de nuevo era depositado en la cama. Él no entendía lo que pasaba y cada vez que esto sucedía se preguntaba qué podía ser.

En busca de respuesta decidió contárselo a su padre, Juan José Sanfuentes. Pero éste por esos días andaba por montes y cerros en busca de oro. Estaba poseído por la idea de encontrar el oro que según la leyenda había enterrado los indígenas a la llegada de los españoles. Y más que nada ocupado de reclutar militantes para la célula del partido que Don Pablo Rojo, él y sus hermanos, José Del Carmen y Nataniel Artemio, habían constituido en el pueblo de Canela.

Es por eso que cuando el niño terminó su relato, su padre le respondió sin prestarle atención y sin mirarlo a los ojos. Seguro que todo eso lo has inventado o soñado, todo eso deben ser sueños tuyos. José Miguel sabía que todo eso era real y que la respuesta la encontraría el día menos pensado.

Muchos años después, en los sótanos de la prisión de la dictadura militar, amarrado y maniatado y a punto de dar el último suspiro, escuchó el ruido de la lluvia caer sobre los tejados y el patio de la cárcel. Le pareció que toda su piel se puso en alerta y en actitud de entrega. Entonces todos sus sentidos sintieron el olor a tierra madre. A sus narices llegó el aroma de las hierbas y la esencia de las flores que llenaban todos los espacios. Sintió que las amarras se desataban y caían al piso. Se sintió levantado por los aires. Vio a sus carceleros con los ojos desorbitados por el miedo y el asombro. Los vio persignarse al mismo tiempo que exclamaban, ¡Ave María Purísima!

Fue lo ultimo que percibió porque el aroma y las esencias eran tan fuertes que sintió que sus ojos se cerraban y todo a su alrededor desaparecía.

Cuando volvió en sí estaba en el Jardín de una casa inmensa. Miró a su alrededor y vio en un mástil la bandera de un país que había visto en un libro de geografía en sus años de estudiante. Fue entonces que tuvo la respuesta que su padre no le pudo dar y que él mismo había buscado durantes todos esos años. Quedó asombrado de su asombro cuando tuvo la revelación de que todo lo que le había acontecido en su niñez y hacía unos minutos, no podía ser nada más que obra del espíritu santo.

(Robledo2008[a]hotmail.com)



Juego limpio
Luis Enrique Mejía Godoy

No me voy a referir a la niña que está marcada en la foto por el círculo rojo, la preferida de mi madre. Ella está con su muñeca. Yo soy el de la derecha, entre mis dos hermanas Raquel, la de la muñeca, y Beatriz, a la derecha mía, con su carterita que le regaló mi tía Angelina, a sus espaldas. Mi madre, Rosaura, como siempre, detrás de mi hermana Raquel, como su ángel de la guarda. No es que yo fuera celoso, el único varón de la familia, pero desde que murió mi padre no supe que hacer... El me hablaba del futuro, de lo que él quería que fuera cuando yo creciera… En esa vieja foto que nos tomó mi tío Santos que era fotógrafo y tenía su telón pintado con columnas de mármol y todo tipo de paisajes, que he encontrado en un viejo baúl, ahora que mi madre también murió y a Beatriz le dio por repartir las antigüedades, ella siempre disponiendo. En la foto yo estoy con mi pelota. Mi padre siempre dijo que en el futuro yo sería un gran futbolista. Y lo fui.

La verdad es que todos crecimos en aquella casona del pueblo donde todo parecía detenerse en el tiempo. Cuando me enviaron al colegio, a la capital, me di cuenta que tenía 12 años. Entonces fue que, en el internado de los Curas Escolapios, aprendí a jugar al fútbol. Primero como defensa y luego, por el asma que me descubrieron, me tuve que conformar con la portería. Pero el asma desapareció también con el tiempo. Parece que el tiempo todo lo cura o por lo menos borra algunas cicatrices y remedia algunos males.

Al bachillerarme ya era seleccionado del Colegio y en la Universidad, donde intenté estudiar Derecho, sólo conseguí una beca como delegado permanente de la Selección mientras me desvelaba estudiando cómo hacer trampas y buscar los portillos que tienen todas las Leyes del mundo. Por supuesto que no me gradué de Abogado porque en el segundo año fui llamado par la Selección de mi país en el próximo campeonato Latinoamericano de Fútbol.

Lo demás ya es historia. Aquél niño de la foto sepia con la pelota a sus pies es sólo un viejo recuerdo. Mi padre estaría orgulloso de mí. Salgo en los periódicos a cada momento. Mis hermanas que se mal casaron, se llenaron de hijos y envejecieron antes de tiempo viven en una casa que yo les regalé cuando recibí el primer millón cuando se disputaron el Deportivo Madriz y el Club de las Segovias mi contrato.

Todavía guardo la pelota de la foto, pues mis hijos, dos varones y una mujercita, me pidieron que la pusiera en un nicho de vidrio en la sala. Mi hermana Beatriz, la del círculo rojo en la foto sepia, me regaló su famosa muñeca cuando nació mi hija Amanda.

¿Mi nombre? No importa. Soy el niño de la foto. El de la pelota a mis pies. El futbolista que nunca podría haber sido un abogado, porque mi juego siempre ha sido limpio.

(
luislucy[at]cablenet.com.ni)



Ya te lo decía yo
Jordana Lee


No sé cómo estás tan seguro, Alejo, de que se trata de la amiga de la abuela y menos aún puedo entender ese empecinamiento tuyo en inspeccionar esta casa que desde hace rato está abandonada; seguramente quedará en poder del estado, no hay herederos. Tampoco creo que aquí puedan encontrarse los documentos que nos interesan. El mapa de un tesoro… ¡Pamplinas!, ¿o acaso piensas que la amiga de la abuela enterró las joyas de sus antepasados en algún rincón del jardín? No, no creo que esa foto sea de la tal Felicitas, será de cualquier otra amiga…, y aunque se tratase de ella, ¿por qué le iba a dejar a la abuela documentos tan importantes? La escritura de esta casa se perdió, resígnate como yo lo hice hace tiempo. Enorme es el valor de la finca, pero no hay documentos y ni siquiera somos parientes lejanos, nada está a nuestro favor, poco importa que no haya sucesión. ¿Acaso crees que los amigos de esta familia no investigaron antes centímetro por centímetro cada una de las hectáreas? Que la abuela y Felicitas eran íntimas, es algo que imaginas por las cartas que encontraste y por esa bendita foto, ya me has leído una y mil veces que ella le escribía con frecuencia: «que la historia de mi familia la completen tus nietos». Pero mira cómo estamos: llenos de tierra, telarañas y nada, ni el más leve indicio, cartas y más cartas, escritos viejos, periódicos, recetas de botica y fotos viejas, incoloras… Ya recorrimos todas las habitaciones y sólo hay trastos, baúles mohosos y bolsas atiborradas de papeles; revisamos más de treinta y en vano, olvídate de esa leyenda que historias semejantes rondan en torno a todas las mansiones señoriales. No olvides que cada familia de abolengo cuenta con algún soñador capaz de inventar otra nueva. No vale la pena subir hasta el mirador, la escalera está destruida y se vendrá abajo con nuestro peso, ya no soporta ni a los gatos que se cuelan como fantasmas… Hazme caso y volvamos a la ciudad antes de que oscurezca, que son más de las ocho y con cada minuto que transcurre menos luz se filtra por los agujeros de estas ruinas… Que la casa no vale nada, pero el predio es inmenso, suerte para el municipio, que va a ser el único heredero…Y ahora, ¿por qué te has quedado tieso como una estaca? ¿Qué haces detrás de ese cuadro, Alejo? Sólo es una ampliación de la foto que encontramos en el altillo de la abuela, no va a ser una pista, no te hagas ilusiones. Sí, debajo del papel han enganchado algo, cartas privadas, seguramente… Anda despacio, que esto se desmorona en cualquier momento… ¡Que nos caemos, Alejo, que nos caemos!... ¿No te lo advertí?, ¿te has lastimado? Yo tampoco, por suerte no pasó nada… ¿Cómo se te ocurre colgarte del cuadro? Se ha derrumbado la pared con la escalera a cuestas… Mira que eres necio, hermano y tan torpe…., nos salvamos por un pelo de quedar bajo el cemento. ¿Ves?, no hay más que postales y boletas, parece que la viejita no tiraba nada, pero ¿por qué levantas ese rollo como un trofeo? No puedo negarte que se ve un timbre notarial…si es la mismísima escritura de la finca, no se puede creer… y al pie, ¿qué dice al pie de la letra? Enfoca bien con la linterna que ya no se ve nada, qué dice, Alejo, dame que me calzo los lentes…: «Lego esta heredad con todo lo plantado en sus jardines a los nietos de doña Teresa Mejía…». A nosotros, Alejo, ¿no ves?, están nuestros nombres completos. Todas las hectáreas con bosques, viñedos, olivares, arroyos… Y toda la fauna incluida… ¿Te das cuenta?, la fotografía era una señal, una clave, una pista, hay que ser perseverante, hermano, ya te lo decía yo…

(jorlanas[at]yahoo.com.ar)



La muñeca de azul
Ana M.ª Rubio Cabrera


Me miro y no logro reconocerme en esa fotografía. Unos minutos antes, Luisa me había colocado, a regañadientes, la muñeca entre los brazos. Hubiera preferido el balón de mi primo Manuel, o el bolsito que agarraba con fuerza mi hermana Teresa. Aquella muñeca me la trajo mi tío Pedro, de Montpellier, donde estuvo trabajando en una fábrica de moldes de pastelería, antes de la Gran Guerra. Pero a mí, nunca me gustaron las muñecas. Tampoco quise ser madre, pero me faltó la valentía para negarme al matrimonio y con ello a su esencia en aquellos tristes años: la procreación. Quería hacer otras cosas en la vida, estudiar, escribir, viajar, amar y ser amada con pasión, la pasión que Antonio, mi marido, ni pudo, ni supo darme. Nunca quise ser madre, y lo fui, con apenas dieciocho años. Tuve a mis tres hijos, todos varones, y una niña que murió al nacer. Y qué ingratos son los hijos. Cuando Antonio se fue, para siempre, también se fueron todos de mi lado. He vivido sola los últimos veinte; alguna visita esporádica de Javier, mi hijo pequeño. Y aquí me tenéis, en una Residencia de Ancianos, esperando la muerte; esperando la liberación. Tengo noventa y cinco años y quiero abandonar el mundo para siempre, cuanto antes, pues el mundo me abandonó a mí hace tiempo. Y quiero que quiten, de mi cama, esa vieja muñeca vestida de azul, que me persigue donde voy y me trae a la memoria el precio de mi cobardía.

(igrein_324[a]hotmail.com)



De tu recuerdo al mío
Mary Carmen


Los recuerdos son la prueba más viva
de lo que sucedió,
permanecen en nosotros
como el mejor de los regalos.


Acababa de cepillarme las canas, en una tarde fría de noviembre, cuando abrí la caja gris. Recordaba esa caja desde siempre, descansando en el primer cajón de la cómoda de mi madre. Es la caja de los recuerdos —decía ella— cuando la abría, sin revisar su contenido, para dejar caer sobre el montón, una fotografía más.

Hoy he decidido darme un paseo por la historia que se esconde en la caja gris y, sentada bajo la ventana, siento que un escalofrío recorre mi espalda… La fotografía parece traerme aquel tiempo a la memoria con la transparencia de lo que ha ocurrido hace apenas unos momentos.

Esa niña de aspecto triste que sostiene una muñeca en la mano soy yo, aunque no consigo reconocerme en ella... Mis ojos oscuros se perdían más allá del agujero negro de la cámara, mi pensamiento se alejaba de aquella tarde fría en la que nos colocaron en aquella pose extraordinaria… Mi madre, mi tía Ana y mis primos, todos ya desaparecidos, enmarcaban a esta niña silenciosa que abrazaba su muñeca con torpeza…

Casi no me doy cuenta y dos lágrimas ruedan por mis mejillas. Dejo la fotografía en la mesa y rebusco por la caja buscando unos ojos… —la foto de Quique debe estar por aquí.

Y allí estaba… Sus ojos mirándome desde el papel amarillento, desafiando el tiempo, los obstáculos, los imponderables que a lo largo de los años, irremisiblemente, nos separaron… Ya ves —pienso— al cabo de tantos años, estamos juntos en un rincón de la caja gris…

De repente, aparecen en mis mejillas de niña silenciosa, todos los momentos que habíamos pasado juntos, en el tiempo de estas fotos y más adelante, cuando el amor y la pasión nos soñaron a todo color, momentos tan cortos y tan intensos y los veo en el papel y en las pequeñas manos que parecen apretar la muñeca… «¿Por qué no viene Quique? Yo quiero estar con Quique». Pero eso no podía ser, nunca pudo ser. Sin embargo, miro la fotografía y siento que en uno solo de aquellos momentos se puede vivir toda una vida.

(RUIZDOBADO[at]telefonica.net)




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Paula Sadier


—Vení Agustina, vení que te cuento.

—Ay abuela, vos siempre con tus historias. ¿Qué es lo que querés? Rápido que estoy estudiando para el parcial.

—Mirá, encontré esta vieja foto. Es de antes de venir a la Argentina. Estoy con mi muñeca, al lado mío está el tío Alberto, muerto de tifoidea en el '42 y la otra nena es la prima Evangelina, murió cuando dio a luz a tu tío Augusto.

—Augusto no nos visita más abu. Ahora que es concejal se olvidó de nosotras. No sabía que vos no sos de acá, ¿de dónde sos?

—De la orgullosa España querida. Vinimos porque Franco había matado a tu bisabuelo y nos perseguían. La que está detrás mío es tu bisabuela. La muñeca de la foto es la que te enloquecía de más pequeña.

—Nunca me gustó ese trapo viejo abuela. Vos me hacías jugar con él, mamá no lo hubiera permito de estar con nosotras.

—A mamá también le gustaba. Ella me dijo la noche que se la llevaron los militares «que Agustina tenga la muñeca, críala como me criaste a mí si algo me pasa».

—Ay abuela, me contaste eso mil veces. Sí, a mamá se la llevaron, vos me cuidás y punto. La vida es así, no se puede estar en el pasado. Hay que pensar en el futuro, por eso estudio, para poder darnos una vida un poco mejor vos y yo.

—Bueno, te cuento, porque no sabés y yo no sé cuánto me queda nena. Si no te cuento nunca vas a saber tu historia. La señora de al lado de mamá es su hermana Albertina, la mamá de la prima Evangelina. Ellas se vinieron las dos solitas con sus hijos, escapando de Franco, que ya había matado a los hombres de la casa. Tenemos dos generaciones perseguidas Agus, no te olvides, vos tenés que salir adelante y luchar por un país libre.

—Está bien abuela, pero vos sabés que acá en Argentina no somos libres. Mirame a mí. Estudio biología de noche, trabajo de telemarketer todos los días, la pensión de España no alcanza bien, y la de Argentina es un vuelto. La casa se nos está cayendo, no le podemos pagar al techista. El sur no es como cuando vos eras chica y vinieron de España y compraron esta casita acá en Avellaneda. Ahora la gente vive con miedo. Augusto no nos ayuda, se recibió de abogado y se rajó...

A la abuela le tembló el pulso del enojo, Agustina tuvo que contener las palabras, la abuela estaba con problemas de presión alta desde ya hacía algunos años y no la podía alborotar.

—¡No hables así de tu tío Augusto! él hace lo que puede, como todos nosotros. No entiendo cómo saliste tan quejosa, tan pesimista de todo. En esta familia somos sobrevivientes, lo hemos sido siempre. Mi abuelo, tu tatarabuelo, murió en la Primera Guerra Mundial, como buen italiano, y la abuela se fue a España, luchó y crió a sus hijas lo mejor que pudo. A tu pobre tatarabuela no le quedó más remedio que prostituirse, las mujeres de aquel entonces tenían marido, ella no y era viuda, extranjera y con dos hijas a cuestas. Con todo eso a mi papá no le importó y se casó con mamá, sacó a tu tatarabuela de las calles porque él podía con su trabajo de carpintero, pero Franco pensó que era socialista y lo mató. Fue ahí cuando mamá tomó el primer barco que pudo, desde Inglaterra, y vino a la Argentina, esta era una tierra llena de promesas.

—¿Y que le pasó al marido de Albertina?

—Albertina era más pequeña y se enamoró perdidamente del socio de mi papá. Se casaron en secreto porque ella ya estaba embarazada. A él lo mataron junto a mi padre esa noche horrible. Franco pensaba que de la carpintería salían las culatas de las armas de los socialistas —la voz de la abuela se resquebraja porque recuerda perfectamente los disparos que mataron a su padre y a su tío esa noche, y los militares tomando la foto de la familia que quedó, marcaron con un círculo rojo a la próxima en venir a buscar, la más grande.

—¿Y qué trabajo pudo conseguir la bisabuela?, viuda, dos hijos, escapando de la guerra ¿cómo compró esta casa?

Con la pregunta la abuela sigue con su pensamiento, vuelve a Buenos Aires y recobra nuevamente el rumbo.

—Ella vino con su hermana, las dos viudas tenían algo de plata. Con ese dinero compraron esta casa y pusieron una pollería, con eso pudimos salir adelante. Yo me casé con el abuelo y tuve a tu mamá.

—No conocí al abuelo, nunca hablás de él abu ¿qué hacía el abuelo?

—Cuando me casé con tu abuelo mi mamá ya estaba muy viejita y nos quedamos en la casa para cuidarla, yo no quería que ella viviera sola. Tu abuelo tenía una imprenta y sacaba diarios y folletos. Lo asesinó la Triple A en el '74. Fue terrible, vinieron a la noche, rompieron la puerta, nos sacaron de la cama —el pulso de la abuela comienza a temblar, la foto se le cae de la mano, los recuerdos de Buenos Aires se fusionan con sus recuerdos de España— fue terrible nena...

—Bueno abu, tranquila, ahora entiendo porque no hablás nunca del abuelo —la cara de Agustina se ensombreció, nunca podía escuchar las historias que no se podían contar, las otra las sabía casi de memoria. De todos modos la abuela hoy hablaba más que de costumbre, era importante escuchar todo lo que tenía que decir.

—Y hoy estamos acá, Agustina, sobreviviendo el pasado y luchando el presente. Es mucho para esta vieja todos los recuerdos un mismo día. Seguí estudiando, me voy a dormir una siesta.

Más tarde ese día Agustina encontró a su abuela en la cama, con la foto en su mano derecha. Muchas emociones en un mismo día, la abuela pasó del sueño a la eternitud sin botas, sin portazos, sin violencia.

(paula.sadier[at]gmail.com)



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César Castillo

Yo sólo era un niño, pero aún así sabía cuándo había que frenar.

Así que apenas oí el chirrido de los neumáticos desafiando el pavimento, y el grito ahogado de un hombre golpeado contra el parabrisas, bajé mi pie del pedal y miré. Miré, pero vi como en cámara lenta, como cuando repiten un gol en la televisión, salvo que está vez yo no me sentía seguro en medio de un sillón, en mi casa; ahí frente a mí una abominación de fierros, acero, caucho y sangre hecha carne o viceversa, rodaba hacia mí. Yo no hice nada, la cosa se detuvo sola. Los niños tienen la suerte que los adultos no sabemos aprovechar.

Pero no me moví, ni me fui. El camión debe haber tenido algo (¿por qué el auto no?) que inició el incendio, y mis ojos se maravillaron con la torre de humo que armaban. Ya no había gritos ahogados, ni neumáticos chirriantes, ni angustia en mi pecho: yo volvía a respirar. A lo lejos se oyeron las sirenas y me imaginé las luces rojas parpadeantes corriendo por el centro de la ciudad. El sol comenzó a irse, y el aire se torno de un púrpura amarillento y silencioso, por lo menos, hasta que una brisa agresiva comenzó a hablar.

Yo sólo era un niño, y así disfrutaba de las cenizas brillantes flotando como liberadas, como pájaros que escapan del cazador, hasta que el viento trajo a mi tobillo una ceniza que no quería volar, un papel de bordes quemados, añejados, y una niña con su muñeca diabólica de otras épocas me quedó mirando, puesta en resistencia, entre el viento y mi pie.

¿Quién es alguien que queda reducido a mirar en un papel? Nadie. Ella no era nadie, pero me miró y compartió su tormento; luego se decidió a volar. ¿Y yo qué iba a saber? Yo sólo era un niño.

(hxcmsk[at]gmail.com)



Un recuerdo en sepia
Cristina Ghiorghiu Lorente



Recuerdo aquel día como si fuese hoy mismo. Me habían puesto guapa. Mi madre, tenía la creencia de que: «lo bonito en una mujer era el pelo rizado». Opinión compartida por todas las señoras de la época. Por lo cual, me martirizaba con frecuencia con los bigudíes. Pues bien, para salir en la foto, debía estar estupenda, así que me pasé toda la noche con la cabeza llena de aquellos odiosos artilugios. La Juana, nuestra criada, se entretuvo en ponérmelos uno a uno.

No conseguí dormir, por eso tengo el ceño fruncido. Yo soñaba con irme a casa de la vecina, una extranjera muy moderna con un montón de revistas de chicas y recortables y, que aseguraba que en otros países, la melena lisa era bonita. Además, el retrato no me apetecía, y la idea de salir con mis primos, menos.


No entendía la necesidad de dicha imagen, ni su conveniencia. El mundo, por aquel entonces, se dividía en dos clases de acciones, las necesarias y las convenientes. Es curioso, recuerdo a mamá muy a menudo diciendo: «¿qué necesidad tienes de...?». Normalmente siempre hacía referencia a algún tipo de entretenimiento, por supuesto, nada necesario. Ahora ¿cómo lo dividiríamos?


Según mis padres todo era una desgracia: «El pelo liso ¡qué desgracia! Ser alta ¡qué desgracia! Tan desgarbada parecerá un chicote ¡qué desgracia!» ¡Vamos! que menos gracias tenía de todo.

Menos mal que con los años las cosas cambiaron, y ser alguien alto, delgado, y de larga melena lisa, se convirtió en atractivo.


Deseaba con toda mi alma unos patines, pero no: «¿cómo va tener la niña patines? ¡Qué ocurrencia! Luego se caerá y llevará las rodillas llenas de heridas y moratones». Así que me quedé con las ganas de los patines, y de la Mariquita Pérez también, puesto que existía otra muy similar, pero baratita, que mis padres consideraron más oportuna.

La austeridad castellana siempre estaba a punto.


La foto se tomó para enviarla a unos tíos de Madrid: «si bien no nos conocían, les haría mucha ilusión». Más tarde comprendí el motivo de hacerles la rosca a los primos, eran solteros y ricos, y claro está: «a alguien le tendrán que dejar sus cosas».


De todos modos, estaba de suerte. Ese rato, me quitaron el sayo negro que vestía todos los días, pues estábamos de duelo por un hermano de mi padre. Mi madre guardó luto toda su vida, empalmaba uno con otro, y luego, al quedarse viuda, no se lo quitó jamás. De la ropa sí, después de muchos años, pero del semblante, nunca.


Mayor, casada y con hijos, me compré la Mariquita. La ofrecían en una de esas colecciones que empiezan todos los septiembres, y que no suelen finalizar. Pero no me pareció tan bonita. Hubiese preferido recordarla en sepia.

(cghiorghiu[at]gmail.com)




¿Y quién era que no fui...?
Ángeles Charlyne



Me detuve frente a la casa, saqué de entre mis ropas el papel, que recelosamente había guardado en uno de los bolsillos del abrigo. Comprobé que la numeración era la correcta. Atrás había quedado el olor de esa estación de ferrocarril, lóbrega y abandonada.

La tarde se iba cerrando como un capullo. Los perros guardianes del ocio no paraban de ladrar ante la señal del guarda barreras anunciando el regreso del tren. Con el mismo ruido lastimoso y metálico que me trasladó se fue perdiendo hasta ser un punto en la nada. Cuando el sonido cesó y las bestias callaron sus fauces de hambre y sed, atiné a batir palmas. La puerta se abrió lentamente. Una anciana vencida por los años se asomó, apoyando su cabeza contra el marco rugoso y descascarado.

—¿Eres Aurelia, verdad? —preguntó.

—Claro —respondí.

Detrás de la nuca de la anciana, respiraba otra mujer, menos encorvada y un poco más joven, que se fue apartando al instante que la bisagra se extendía, y la mujer mayor la retirara despegándola de su cuerpo, cuidadosamente, al igual que a una difícil calcomanía a la que se trata de no dañar. De aspecto desagradable y de ojos desorbitados me miraba inquisidora, secando con un mugroso pañuelo el hilo de baba que pendía de la comisura de los labios.

—Pasa, pasa —ordenó tía Clotilde, entretanto su hermana continuaba mirándome, pegándose nuevamente a ella, como una babosa.

Tía Cloti y yo enfilamos por el largo corredor en dirección a la sala principal. Detrás, los pasos de tía Gertrudis resonaban autómatas e inconfundibles, los mismos que iban y venían por la galería aquel día de Reyes. Recuerdo que mis hermanos y yo madrugamos, ansiosos por conocer a los camellos o para verle la cara a Baltazar, pero los camellos no estaban ni el rey tampoco, debajo del árbol de navidad habían dejado los obsequios. Curiosa desaté el envoltorio de cinta azul. La muñeca de trapo que tanto había deseado estaba esperándome, a Benjamín le dejaron una pelota de fútbol. Las tías decían que los niños deben jugar a la pelota en los campitos y hacerse hombrecito a los golpes, a Dionisia le trajeron el bolsito que les había pedido, pero no le gustó y comenzó a llorar como una marrana al mismo tiempo que tironeaba mi muñeca. Tía Gertrudis se acercó y la arrancó de mis brazos alegando que ella era más pequeña que yo y no debía hacerla llorar. En mis manos colocó ese ridículo bolsito de pana gris que llevaba bordado su nombre con letras doradas. Me quedé mirándolo sin comprender…

—Me llamo Aurelia, dije —por si se le había olvidado—, casi susurrando.

—Calla niña —ordenó tía Gertrudis levantando su dedo índice y colocándolo sobre su boca.

En la puerta alguien silbaba, era Serafín, el cartero, llegando con correspondencia. Tía Gertrudis lo increpó y obligó a que pasara y nos retratara. Creo que fue la primera y única fotografía con las tías después de la muerte de mamá. Las tías estaban vestidas de negro, no debían tener más de veinte años. Y el luto sería eterno y la soltería también. Con el paso de los años y sabiendo de su corta edad, descubrí que se veían como dos viejas.

Dionisia se ubicó primera en la fila inferior, en el medio Benjamín y luego yo. Arriba, escoltando a Dionisia, tía Gertrudis y en el otro extremo tía Clotilde tomándome del hombro.

—Qué piensas Aurelia —dijo tía Clotilde alejándome del pasado y los recuerdos. No pude responderle, mi valija se había atorado con la silla de ruedas de Dionisia que me miraba profundamente o mejor dicho crudamente, no nos dijimos nada. La pausa que duró el silencio fue felizmente interrumpida por Benjamín, que llegó corriendo para abrazarme. En tanto tía Gertrudis jugaba enredando sus dedos deformes por la artrosis en los cabellos grasientos y entrecanos de mi hermana.

—¿Qué dice la maestra? —peguntó Benjamín, mientras palmeaba mi espalda.

Le conté de mi paso por Buenos Aires, del puesto que me asignaron y el traslado hacia una pequeña escuelita rural en las afueras de la provincia y de lo duro pero gratificante de todos esos años.

Entrado el atardecer, y después de haber disfrutado una buena porción de pastel y charlado lo suficiente, mientras los sapos afuera, bailaban la danza de los charcos, Benjamín me invitó a recorrer la casona.

La casa desprendía olores viejos, hasta el toilete estaba impregnado de un aroma avinagrado y rancio, me pude percatar cuando refresqué mis manos y rostro antes de la cena.

Mi cuarto ya no me pertenecía, era de suponer, ahora lo ocupaba Dionisia. Con la misma sonrisa socarrona la vi llegar ayudada de su tía protectora, quien la introdujo de inmediato, dando un enérgico portazo.

Caer desde la azotea en busca de tan preciada muñeca «es ilógico» decían todos, esa tarde furiosa de marzo cuando ambas jugábamos.

—Tómala —dijo, mientras la lanzaba por los aires tratando que yo la abarajara. La baranda cedió ante el empujón que recibí para que no la alcanzara y, Dionisia cayó al vacío como una sucia y maltrecha paloma. Desde entonces quedó lisiada. Tía Gertrudis enloqueció por la noticia sin antes hacerme cargo de la desgracia.

—¡Oye! ven —dijo mi hermano— sigamos que te muestro el sótano.

Los escalones se hallaban percudidos, ya no se podía apreciar sus vetas, ahora era una franja oscura y uniforme.

Más abajo se encontraba otro universo, los amarillos, rojos y azules enaltecían el lugar, eran cuadros que había pintado el abuelo Rafael, homenaje a la vida y al color. Benjamín se aproximó hasta el enorme baúl, levantó su tapa cubierta de antiguos residuos de materia, impronta que había dejado el artista y retiró esa vieja fotografía.

Otra vez frente a mí Dionisia con la misma mirada, con los mismos ojos saltones oteando el más allá, como queriendo escapar de esa elipse roja que tía Gertrudis había trazado a su alrededor para diferenciarla del resto.

—¡Esta!, esta es mi princesa —le decía a las visitas, señalando la línea marcada.

La sorpresa llegó cuando Benjamín descorrió la tela que cubría uno de los bastidores que descansaba sobre el atril.

Ahí, pude comprobarme. Yo era la que sostenía la muñeca azul. ¡Era yo! pero a diferencia de la foto tenía la mirada feliz. El abuelo se había adelantado a los hechos, tratando de reflejar en la obra aquello que no pude ser…

(angelescharlyne[at]hotmail.com)



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Cecilia Ortiz


Sólo recuerdo que la muñeca no cerraba los ojos.

Para cerciorarme de que estuviera dormida, cuando iba a la cama por mandato paterno, la ponía boca abajo, para que al menos no me viera dar vueltas como una marioneta.

Mi muñeca desapareció en alguna mudanza y llegué a la nueva casa sin ella.

Bajo un manzano contemplé lo que sería mi nuevo hogar.

Aún hoy contemplo la casona entre árboles más viejos que ella.

Me preguntaste, y en esta foto quiénes están.

¿Quiénes?

No puedo decirte que lo sé. Me inventé una historia familiar cuando desaparecieron los que estaban posando para quedar por siempre. Quedar por siempre me suena a mucho tiempo.

No lo sé, contesto.

Por qué la guardas, entonces.

No la guardo, está por alguna razón. Me la habrá enviado alguien, luego de verme en tantas películas. Me imagino que habrá pensado que me gustaría.

Desempolvo la fotografía y la miro.

Sonrío.

Qué otra cosa se puede hacer sobre el polvo de las cosas.

El tiempo sólo me ha dejado arrugas infinitas y una certeza de haber sido la mejor.

Ya nadie recuerda lo que fui.

Y los recuerdos no tienen movimiento. Ocupan un espacio. Que de tanto en tanto se inquieta y deja un trazo, leve, sobre el día que vivo.

La muñeca no cerraba los ojos.

Yo, ahora tampoco, me trago las visones para sentirme viva, vieja, pero viva.

Te alejas. Siempre te alejas y veo tu espalda que me habla. Me dices que eres lo único que tengo.

La muñeca y yo somos casi lo mismo. Dos formas estáticas, una plasmada en papel senil y yo, suspirando a la espera de reencontrar a los míos, en algún lugar de no sé dónde.

(ceortiz03[at]yahoo.com.ar)



Un revólver para Mata Hari
Sofía Campo Diví


¡Quién lo iba a decir!, cuando le hicieron esa fotografía, que su vida le iba a proporcionar tantas aventuras y tantas desdichas al mismo tiempo. De niña, ya era una persona misteriosa, extremadamente reservada y callada, pero de temperamento fuerte y seguro. Pasó su infancia entre risas y alegrías, pero no tardarían a pasarle factura, cuando en plena juventud tuvo que ausentarse de su casa de Eniza para irse a servir a la ciudad, de donde no regresó hasta pasados muchos años.

Con la Primera Guerra Mundial por medio, no eran de extrañar las miserias por las que estuvo obligada a pasar, para sobrevivir en un mundo duro, que no aceptaba a las mujeres liberales, porque si había algo que la podía definir era su liberalismo, que la convertía en una mujer revolucionaria y muy adelantada para su época.

Salvando obstáculos allí donde estaba, logró adentrarse en un mundo misterioso que la cautivó y terminó convirtiéndose en una espía que trabajó para los franceses. En Francia permaneció algunos años sirviendo y al mismo tiempo llevando peligrosas misiones, que le encomendaban y que continuamente ponían a prueba su resistencia y su vida. Pero tuvo mucha suerte y logró salir victoriosa de todas ellas. Su tenacidad y valentía la fueron convirtiendo en una mujer dura y exigente.

Pero un buen día apareció en Eniza, después de algunos años, llevando con ella una chiquilla que andaría por los doce, que físicamente se le parecía, pero nunca reveló que fuera su hija, aunque la gente comentaba que lo era y en cuanto a su padre, que se trataba de algún alto mando del gobierno francés. Y cada mes, desde entonces, estuvo recibiendo la visita de alguien, que iba en un coche diplomático. Pero en uno de aquellos viajes decidieron llevarse la chiquilla con ellos y nunca volvieron a verles por el lugar. Los que la conocieron decían que aquella niña era su hija, que padecía una enfermedad y por ello se la trajo a España, para que se restableciera con el clima puro de la sierra.

Su vida desde entonces se convirtió en una pesadilla, se transformó en una mujer sombría, que rechazaba compañía de propios y extraños, aislándose en su casa, de donde sólo salía una vez al mes, para bajar al pueblo a comprar. Y fusil en mano bajaba al mercadillo, ante la mirada expectante de cuantos vivían allí. La gente comenzó a pensar que estaba trastornada y procuraban evitarla. Tenía pocos amigos y cuando los chiquillos se acercaban a su casa para verla, los echaba de allí a escopetazos y salían corriendo, como almas que persiguiera el diablo.

Un buen día dejó de bajar al pueblo para hacer la compra y preocupados porque pudiera pasarle algo, sus familiares, que los tenía, fueron a su casa y la encontraron muerta. No encontraron nada de ella, excepto un revolver de nácar y mucha ceniza en la chimenea. Había quemado todos los documentos, seguramente para que los que la encontraran, no pudieran encontrar ninguna pista de lo que había sido su vida, posiblemente una Mata Hari durante la guerra, la primera guerra mundial.

(scampodivi[at]hotmail.com)



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Jesús Sánchez Espinosa


Fueron estos de la foto, quizás los últimos momentos que vivimos en nuestra casa, apenas unos días, habían fusilado a padre… Nos preparábamos para huir hacia Francia, buscando una vida mejor.

Ya no era, vamos a ver… nuestras vidas habían tocado fondo. Un sufrimiento terrible, recuerdo yo, un sufrimiento que oprimía nuestro pecho hasta dificultar la respiración, nos habían obligado a presenciar la ejecución de nuestro padre. Yo aun hoy, sigo sin entender apenas nada.

Recuerdo, aunque vagamente, los días posteriores. Anduvimos por la carretera hasta llegar a El Carpio, unos kilómetros, que a mí se me hicieron eternos, nos habían dicho, que allí podíamos tomar un tren que nos acercaría hasta Madrid… y en la capital a buscarnos la vida y desde allí otro tren hasta Francia.

Yo por lo que oía, me hice una idea de Francia, y pensé que aquello sería el paraíso, se acabó el hambre, y sobre todo el dolor de pies. Soñaba, al dormir, con una cama limpia y un colchón que acogiera mi cuerpo…Tal era el agotamiento, el dolor de mis piernas que llegué a pensar que el cielo no podía ser otra cosa más que una inmensa cama con sabanas limpias y frescas…

Durante el viaje, muy acompañada, mis hermanos, mi madre junto con Lucía, mi muñeca, a la cual contaba todas mis inquietudes y hoy creo que ella también a mí… o acaso era fruto de mi cansancio.

Lucía, mi infatigable compañera, me ayudaba, daba ánimos, yo recuerdo, que la sujetaba con ambas manos y levantándola, parpadeaba hasta fijar su mirada, en la mía, una sonrisa amplia y siempre la misma, aunque hoy pienso que a veces cambiaba, serán los años.

Llegamos a París, nos dieron hospedaje, en una prisión, una prisión, sí una prisión, estaba vacía y la habilitaron para acoger españolas que llegaban por cientos.

Las noticias que se oían de España, no eran muy buenas, yo al menos eso recuerdo que decía madre.

Pasaron días, meses y un año y medio. Comíamos de la caridad del servicio social francés. Las noticias que iban llegando de España, creaban dentro de nosotros la esperanza de que pronto volveríamos. Yo comentaba esto con Lucía y cómo siempre con su verde mirada y amplia sonrisa dándome ánimo, me decía, ya queda poco, no pasa nada.

Mi madre, llegó a agobiarme con su insistencia en este tiempo de que no me separara de mi muñeca. ¡No la sueltes nunca! ¡Cuídala! Y no la pierdas…

Recuerdo, aunque vagamente, el día que nos preparábamos para volver a España, todo fue muy rápido, ya se podía, no había problemas para volver… cerca de un centenar de personas, nos dispusimos a la vuelta y así fue, en unos trenes habilitados para tal fin, llegamos a Madrid. Recuerdo a la estación del Norte. Aquel día lo recuerdo especialmente. Al llegar a la estación, una vez en el andén, madre me dijo: —Vamos al baño. Quise dejar mi muñeca junto a los bultos al cuidado de mis hermanos y mi madre me dijo que no: —Coge a Lucía, tráela con nosotras.

Pasamos al servicio y con estupefacción observaba como mi madre metía unas tijeras que había sacado de su bolso, en las costuras del cuerpo de Lucía y comenzaba a cortar.

Yo no entendía nada, sólo veía el fin de mi mejor amiga de mi compañera de exilio, no pude decir nada… observé y vi como madre iba desmontando las costuras, cortando una a una todas las puntadas que unían las distintas partes del cuerpo de Lucía, rápidamente quedó a la vista el misterio… mi madre metió la mano en el cuerpo de la muñeca y sacó unos paquetes cilíndricos, los desplegó y observe con asombro lo que había llevado durante meses bajo mi brazo, billetes. Sí, era dinero. Yo no sabia qué pasaba pero tuve la sensación de que se acabaron las penas y la vida estrecha.

Salimos del baño y recuerdo que Lucía lo hizo en una bolsa y con la promesa de madre de que ya me la cosería.

Eso fue un signo. A partir de ese momento, pude ver, que mi vida era un enorme roto. Los billetes que tenia madre, ya no servían, los habían cambiado, esos eran de la república. Así que, todavía no sé cómo, pero acabamos viviendo en una chabola en Entrevías, recuerdo que salíamos los hermanos a coger carbón, del que caía de los camiones o de los trenes, a veces con riesgo.

Pasaron los años, mi hermano volvió al campo, fue pastor y bueno. Yo y mis hermanas, nos colocamos, muy bien, de internas en unas buenas casas. Mi madre que se moría por volver al pueblo lo hizo y así fue.

(jsespinosa[at]hotmail.com)



La cómoda
Pepi Núñez


Los primos me esperaban en la pequeña plazoleta que hay frente a la casa. Les vi desde lejos, Juan, y Olimpia. Al verme llegar me saludaron con un gesto de la mano. Nos reunimos para ver la casa que hemos heredado de tía Otilia, la última en fallecer. El abogado nos dijo que fuéramos a visitarla, para que escogiésemos los recuerdos que allí había, antes de ponerla en venta. Yo hacia muchos años que no pisaba la casa. Mis recuerdos eran de mi niñez, las pocas veces que fui con mi madre a visitarlas. Ellas no querían a mi madre, les pareció poca cosa para su hermano. Sin embargo mis primos tuvieron más suerte. Su madre fue del agrado de ellas y se volcaron en darle cariños a esos sobrinos, mientras que a mí, apenas si me decían una frase cariñosa.

Después de saludarnos mis primos y yo, cruzamos la plaza y nos dirigimos a la bella casona. En el interior nos esperaba el abogado que, cuidadosamente, nos abrió la puerta. Nos comentó, que él esperaría en el café al otro lado de la calle. El portal desprendía un fuerte olor, mezcla de humedad y la falta de aire fresco durante mucho tiempo. En realidad la tía pasó los últimos años en una residencia y la casa permaneció cerrada. Ascendíamos lentamente las escaleras de madera encerada, que crujía bajo nuestros pies. A cada paso que daba recordaba cuando subía esos mismos peldaños, apretando muy fuerte la mano de mi madre, la cual me decía: —No temas cariño, las tías son buenas y te quieren mucho —pero yo, pese a mi corta edad, notaba que mi madre no me decía la verdad, me mentía.

Mi primo Juan, al que el abogado le había dado las llaves, abrió la puerta. El aire enrarecido y húmedo nos hizo retroceder. La casa estaba en penumbras. Mi primo se acercó a la ventana y la abrió. La tenue luz de la tarde iluminó la estancia. Frente a mí apareció la antigua y alta cómoda, aquel mueble que a mí de pequeña me parecía enorme, pero que ignoro el porqué me fascinaba. Me acerqué despacio y pasé mi mano acariciando suavemente su madera. Encima, bajo el polvo estaba el viejo reloj de bronce, la jarra que mi madre observaba embelesada cada vez que se acercaba y el portarretrato. Lo tomé en mis manos y me quedé mirando fijamente la foto. Allí estaban las tías sentadas, delante a la derecha mis primos, Olimpia y Juan, a la izquierda yo, que no sé porqué me habían puesto en medio de un círculo rojo. La tía Otilia le pasaba la mano sobre el hombro a mi prima, pero a mí, la tía Olimpia ni se le hubiese ocurrido. En mi cara se adivinaba el susto que me daba ir a su casa.

Mis primos empezaron a encender luces y abrir ventanas, pero yo ya no quise ver nada más. Les llamé y les dije: —El olor a cerrado me producirá alergia, lo siento, yo no quiero ver nada más, pero sí que me gustaría quedarme con la cómoda, la jarra y la foto —mis primos me miraron como un bicho raro. Olimpia dijo: —Hay muchas cosas de plata —pero yo insistí: —No me interesa nada, sólo estas tres cosas. Ellos asintieron con la cabeza y mi primo Juan me dijo: —Tranquila, no te preocupes, mañana diré que te lo manden a tu casa. En cuanto se haga la venta te avisaremos. Me despedí con la mano y bajé las escaleras huyendo de aquel penetrante olor a cerrado. En mi mano derecha llevaba la hermosa jarra y en mi mano izquierda el portarretratos. En mi cabeza me imaginaba lo hermosa que iba a quedar la cómoda en mi amplia entrada. Sólo que sobre ella estaría la foto de mi madre y la jarra que tanto le gustaba siempre tendría flores frescas.

(pepinubeazul[at]hotmail.com)



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Paula Martínez Ruiz


Carmen odiaba la residencia desde el día en que la visitó por primera vez. A pesar de las zonas ajardinadas que bordeaban el edificio, de la amplitud de las habitaciones, todas perfectamente adaptadas para la comodidad de sus habitantes, a pesar de los colores suaves que decoraban las paredes o del intenso olor a ambientadores frutales que flotaba constantemente por los pasillos. Es un lugar deprimente, sentenció mientras visitaba las instalaciones. Y está lleno de viejos, pensó para sus adentros sin reparar ni por un momento en sus ochenta y siete años. Aún así sabía que su opinión de poco o nada servía, porque la decisión estaba ya tomada por su hijo y por su nuera.

—Aquí vas a estar muchísimo mejor —le dijo su hijo la tarde en la que ingresó. Y parecía más bien que lo repetía para convencerse a sí mismo que para persuadirla a ella. Mónica, la encargada del centro asentía con la cabeza.

—Aquí va a conocer usted a gente de su edad, podrá participar en un montón de actividades. Tenemos hasta un grupo de teatro. Verá usted qué pronto se adapta y lo bien que va a estar.

Pero los meses pasaban y Carmen no dejaba de sentirse una extraña entre aquella gente tan distinta a ella. La educaron para ser una señora, y naturalmente lo fue. Para ello no dudó en sacrificarlo todo, incluso sus sentimientos, el día que contrajo matrimonio con Esteban, según había planificado su familia de antemano. Aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, sesenta y seis años para ser exactos, pero todavía recordaba vivamente la expresión del rostro de Pedro cuando le comunicó la noticia.

Pedro había sido su primer y único amor. Un amor imposible, a pesar de que por algún tiempo tal vez ambos habían llegado a albergar la esperanza de que pudiera llegar a realizarse. Pero una señorita de su posición no podía casarse con un miembro del servicio. Sin duda Esteban era un hombre más adecuado para ella, y así lo supieron ver sus padres por suerte para todos.

El mismo día de su boda con Esteban, Pedro se alistó en el ejército y nunca más lo volvió a ver. Todavía conservaba los rasgos de niño aunque recientemente había cumplido los diecinueve años. Ella tenía veintiuno y ya había aprendido que en la vida era necesario resignarse para vivir con comodidad.

Digno heredero del negocio familiar, Esteban supo mantener el estatus social que su apellido precisaba. Como esposo fue lo suficientemente discreto como para no exigirle más de lo que una mujer está obligada a darle a su marido. Lo cierto es que la vida a su lado no había sido difícil, incluso había logrado encontrar cierta placidez en la estabilidad y rutina de sus días. El día que Esteban murió, después de treinta y seis años de matrimonio, sintió una tristeza extraña. Por primera vez en su vida se sintió sola, y supo que de alguna manera echaría de menos a su esposo, el olor de sus puros, sus trajes doblados sobre la silla del dormitorio, su andar silencioso por la casa los días festivos…

Pero lo más desconcertante es que, desde ese preciso momento, comenzó a pensar de nuevo en Pedro. Se habían criado juntos, ya que él era hijo de la cocinera, y junto a su prima Inés habían compartido tardes de juegos en los jardines de su casa. Más tarde la adolescencia los sorprendería a ambos cogiéndose la mano, escondidos tras las moreras en algún atardecer de verano. ¡Pedro! ¿Por qué todavía temblaba cuando recordaba su nombre?

Desde la ventana de su habitación, con la cabeza pegada al cristal, miraba hacia los jardines del centro con cierta melancolía. Soplaba un viento otoñal que esparcía las hojas de los plátanos y no apetecía bajar a pasear. Los viejos estarían en la sala de recreo alrededor del televisor: era la hora de la telenovela. Paseó su mirada por los jardines prácticamente desiertos y llegó a la conclusión de que la tarde estaba triste. Incluso aquel hombre que parecía una parte más de la decoración, sentado sobre su silla de ruedas, tenía aspecto otoñal. Qué extraño, por un momento habría jurado que miraba hacia la ventana de su habitación, pero no, eso no era posible. Sin duda se había confundido. Estaba solo junto a las adelfas, y parecía sujetar algo entre sus manos. Tal vez un recuerdo, un papel, o quizás una foto. Se preguntó quién sería. Nunca antes había reparado en él, lo cual no significaba demasiado porque en los siete meses que llevaba en la residencia apenas había tenido contacto con ninguno de los otros ancianos. A veces tenía la sensación de que eran todos iguales. Pero aquel hombre… sí, ahora estaba segura, lo había vuelto a sorprender mirando a su habitación. En un acto reflejo ella se ocultó tras la cortina y él volvió a hundir sus narices en el objeto que tenía entre las manos.


La reconoció desde el primer día en que ingresó en la residencia. A pesar de que habían transcurrido sesenta y seis años desde la última vez que la vio no tuvo ni una sola duda. Era ella. Era Carmen. El tiempo le había arrugado la delicada piel de su rostro, y sus manos estaban cubiertas por una telaraña de venas azules y moradas, pero sus ojos seguían siendo los mismos. Esos ojos hundidos de color oscuro que tantas veces había soñado en la garita durante las noches de imaginaria. Por eso aquel mismo día buscó la fotografía, el único recuerdo tangible que conservaba de aquellos días y la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Recordaba el día en que les retrataron con absoluta claridad. Carmen a un lado, su prima Inés al otro, y detrás su madre y Elvira, la niñera de la casa. Era el día de Reyes y le habían regalado un balón que ni siquiera se había atrevido a sacar de la malla para que no se ensuciara. En aquella época todavía no se sentía diferente a las niñas, aunque no tardaría demasiado en aprender que aunque jugasen juntos sus universos estaban mucho más distanciados de lo que él podía imaginarse. Tal vez todo ocurrió como debía de ocurrir —se dijo. Y aun así, hay que reconocer que la cosa tiene su gracia. A mis ochenta y cinco años la vida todavía me guarda sorpresas como ésta. Quién me iba a decir a mí que volvería de nuevo a vivir en la misma casa que ella para pasar los últimos años de nuestras vidas… Resultaba irónico. Aun así él ya había tomado una determinación firme. Nunca le diría quién era.

(trinapalu[at]hotmail.com)



La usurpadora
María Magdalena Gabetta


Cada vez que miro la foto pienso en las dos, las veo jóvenes, hermosas y viudas. Sé que en la foto parecen mayores, pero por ese tiempo no debían tener mucho más de veinte años y nunca entendí el porqué de esa foto en la que estábamos todos tristes. ¿Por qué dos mujeres que habían perdido a sus esposos decidieron sacarse una foto con sus hijos a pocas horas de haber recibido la noticia? Si hasta los juguetes parecen muertos.

Se lo pregunté muchas veces, pero ella no me dio nunca una respuesta lógica y después no le pregunté más ¿para qué?, pero un día, muchos años después, ella mirándome a los ojos, por primera vez en mucho tiempo, me dijo el porqué.

Creo también que esa fue la última foto que nos sacamos juntas. Ni siquiera quiso posar a mi lado cuando me casé ni cuando bautizamos a mi primer hijo.

Mi tía Clarita se casó con un viajante al poco de quedar viuda y partió con sus hijos, nunca más supimos de ellos. Mi madre siempre decía que Clarita era la más débil de las dos, pero yo pienso que criar dos hijos no era tarea fácil y mi tía tomó una buena decisión, la que hubiera tomado yo seguramente, de estar en su lugar. Aún pienso que también había que ser fuerte para casarse con un extraño y emigrar con dos pequeños a una ciudad lejana. Creo que en eso me parecía a ella, o por lo menos, me identificaba más con ella.

Mi vida fue fácil si así puede decirse, la que se deslomó siempre fue mi madre. Trabajó de cocinera en la casa de los Balboa, un trabajo que la buena señora le dio al enterarse de su viudez, junto con una habitación en el sótano de la casa para las dos. Una obra de caridad que siempre refregó en la cara de mi madre y que le hizo pagar haciéndola trabajar de la mañana a la noche sin descanso.

La señora Balboa a quien Dios le había enviado sólo tres hijos varones, se encariñó conmigo, la bella huerfanita, y me llevaba con ella a todos lados, ufanándose de su bondad ante sus almidonadas amigas y mientras mi madre fregaba cacerolas yo disfrutaba de ricos dulces y jugaba con niños ricos.

Para demostrar a esa sociedad pacata que ella era una persona piadosa, la señora Balboa hizo que estudiara junto con sus hijos y yo se lo pagué a los años, casándome con el mayor de ellos, un joven mentalmente inestable al cual me encargué de seducir de forma tal que yo fuera la única razón de su vida.

Aunque al principio tuve que soportar todo tipo de insultos de la mujer que según sus propias palabras «había metido al diablo en su casa» y el mudo reproche de mi madre, ya por ese entonces una mujer cuarentona y gruesa, de manos tan gastadas que dolía mirarlas, no puedo decir que el mío fue un mal matrimonio, si es que matrimonio podía llamarse a lo nuestro.

Me encargué a través de los años de ir apropiándome de todos los derechos que la señora Balboa tenía en la casa y conseguí que el inservible de mi esposo, por ser el primogénito, quedara único dueño de la señorial propiedad y de la mayor parte de los campos al morir su padre, una persona totalmente influenciable como su hijo y a quien tenía encantado con mi sonrisa angelical y mis modales educados.

Cuando mi suegra comenzó a desvariar y llorar en los rincones, me encargué de ubicarla en «un hogar dónde la cuidarán amorosamente» y me desligué de ella, pasando a ser la nueva Señora de Balboa y la dueña de casa, de una casa que dirigí con mano férrea, así como los campos heredados, por lo que pasamos a ser los más ricos de la comarca, ante la mirada envidiosa y asombrada de mis cuñados que siempre me despreciaron y que me decían «la usurpadora», lo cual me causaba muchísima gracia y confirmaba mi concepto de que eran unos imbéciles.

Mi madre nunca aceptó otro lugar en la casa que no fuera la habitación del sótano, lo único que logré fue que no trabajara más, pero eso solamente cuando ya era una mujer de más de sesenta años, pero nunca me miraba a los ojos ni me hablaba. Yo no sentía ninguna lástima por ella, le ofrecí todo y no me aceptó nada, así que también la descarté y aunque lamenté su muerte cuando la encontraron en su mohosa pieza después de varios días de haber ingerido un veneno para ratas, no derramé una lágrima por ella, una mujer sin ambiciones de la cual, si hubiera seguido su ejemplo, solamente hubiera obtenido una vida chata y servil.

Con los años mis hijos crecieron y rápidamente me deshice de ellos enviándolos al extranjero a estudiar, preocupándome de que no les faltara nada y por ende no desearan regresar, no necesitaba competencias y había tenido la suerte de que fueran débiles como el padre, por lo cual me resultó sencillo fomentar su falta de incentivo, enviándoles regularmente una buena cantidad de dinero para poder disfrutar de una vida disipada, para lo único que servían.

En cuanto a mi marido, falleció una noche en brazos de una amante, borracho como una cuba, liberándome así de su presencia.

Por fin era totalmente la dueña, había conseguido todo lo que me propuse y en mi vejez no sentí nunca remordimientos por las personas que utilicé en mi camino para lograr mis objetivos.

A veces miraba esa foto, la que nos habíamos sacado el día en que llegó la noticia de que mi padre y mi tío habían muerto en una guerra lejana y que un día, antes de morir y rompiendo su silencio de años, mi madre me dijo que nos habíamos sacado como testimonio de que, a pesar de todo lo que nos pasa, siempre hay que mirar adelante y no desviarse de las metas. Creo que al fin de cuentas, no he hecho más que eso en mi vida.

(magdalenagabetta[at]gmail.com)



El deseo
Patricia E. Manzanares Núñez


Siempre pensé que iba a ser desdichada, por eso lo hice. Mi madre y mi tía nunca entendían nada, para ellas la obediencia y el respeto eran las únicas normas. Mi hermano era el único predestinado a una buena vida, siempre y cuando hubiese querido, claro. Pero a mis diez años sólo veía lo triste y oscura que era mi existencia, existencia que tomaba color el día de reyes, cuando mi tío Eugenio nos traía los únicos regalos de ese día y nos sacaba una foto. En ésta tenía unos siete años, abrazaba la muñeca con fuerza y deseaba que el día no acabara nunca. Sabía que al día siguiente volvería a mi traje negro, a limpiar la casa, a ser infeliz…

Por eso tomé la decisión que tomé. En parte tengo que agradecérselo a ellas, mis verdugos. Me habían mandado a limpiar el trastero. Mis hermanos y yo lo odiábamos, era un cuarto pequeño lleno de telarañas y trastos viejos, entre ellos, nuestros regalos de reyes. La muerte de mi tío fue la excusa perfecta para ellas, y por fin tirar aquellos juguetes y ropa de único estreno.

Recuerdo que no podía dejar de llorar mientras iba tirando todas aquellas cosas que nos habían hecho ser niños durante un día; aquellas ropas, casi nuevas, casi perfectas, metidas en el trastero sin lavar y apestando a humedad. Sueltas y sin orden, las fotos, donde aparecían las mismas caras llenas de odio y desesperación, y, tirado en un rincón, un libro con las páginas llenas de frases en rojo…

Mi analfabetismo no era tan grande como mi curiosidad, que había hecho que muchas noches mirara los libros de escritura de mi hermano y pudiera distinguir algunas letras, algunas palabras. Entendí lo justo como para saber que era mi oportunidad, que no había marcha atrás. Pinché mi dedo y dibujé un círculo en la foto y con mano torpe escribí con sangre mi deseo…

Han pasado muchos años desde entonces. Todavía hoy se recuerda el aparatoso incendio de la casa de la esquina, donde murieron todos, excepto yo, que milagrosamente sobreviví en el trastero. Y esa fue mi salvación, fui adoptada por mi tía Nieves, la mujer de mi tío Eugenio, y desde entonces mi vida no ha podido ser más feliz, todo lo que he deseado lo he tenido. Soy una mujer con suerte, con suerte y con muchos deseos que satisfacer…

(patri.mn[at]gmail.com)



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Ada Iris Juanita Cadelago

—¿Recuerdas «la foto marcada» como la llamábamos de niños?

Sabíamos que la trajo abuela Marineé en su baúl de viaje, junto a una nota de su madre que decía más o menos así:

«Hija, en ella te llevas mi alma, deseo para ustedes el más próspero futuro, atiéndeme esa niña, mi niña, que hoy la arrancas de mi corazón en busca de un futuro mejor.

Es sumamente inteligente cuídala para que haga un buen matrimonio, no se queden mucho cerca del puerto, deja que Octavio trabaje y tú encárgate de tu hogar, como te enseñé a hacerlo y como tu abuela me lo enseñó a mí. Por siempre cuenta con mi entrañable amor. Tu madre. Clorinda».


—Pensar que Tía Adelia no se casó nunca, pero dedicó su vida a los niños, sus alumnos, en el bosque chaqueño, dicen que lo hizo con tanto amor que varios de esos niños de las comunidades aborígenes hoy son profesionales en la Capital.

¡Menos mal que viniste, qué bien me hizo recordar… y pensar que el único que aún vive es papá!

(iriscadelago[at]gmail.com)




Esta sección estuvo abierta hasta el
10 de febrero de 2008

(pulsa aquí para leer las participaciones
en la siguiente entrega)

Pretérito futuro..., es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León

(http://mural.uv.es/carlole/)

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ANTERIORES SECCIONES PUBLICADAS DE ESCRITURA COLECTIVA:

PERSONAJES SECUNDARIOS · PINTURA VIVA ·
PON COLOR A LAS PALABRAS · CRUZA ESTA PUERTA Y ESCRIBE · CUÉNTANOS UN VIAJE EN... · PÓQUER LITERARIO · PÍDELE AL MAR UNA HISTORIA · LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES · ESPERANDO EN...

Ilustración página: Fotografía por Pedro Martínez ©
- N. de R.: Debido a un desafortunado accidente, la fotografía que originalmente ilustraba esta página se dañó. Por ello, hemos sustituido la misma por otra que pensamos cumple la misma función (aunque no en todos los relatos).