Pretérito futuro:
tiempo
para escribir (IV)
Presentación
¿Quién
no ha fantaseado, al ver a un niño, cómo será su futuro? Jugando,
charlando de sus cosas, con su familia, al observar su comportamiento,
podemos imaginarlo adulto, con sus logros o con sus fracasos, en su
mismo medio o en otro completamente distinto.
De
cualquier modo, su historia está por escribir, y eso es lo que hemos
propuesto a nuestros colaboradores en esta serie. Con ésta cuarta
y última entrega de la misma, os solicitamos que, a partir de una
foto de familia, inventéis cómo habrá sido su devenir. En ella están
esos niños que han poblado las historias hasta el momento publicadas,
ahora se reflejan en el espejo junto a sus padres...
Se
pueden introducir o no otros personajes,
pueden tener cualquier relación con ellos, la que queráis, su pretérito
futuro está en vuestras manos. ¡Adelante!, esperamos vuestra participación.
Carmen López León
agosto de 2008
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Relatos
El aura
Carmen
López León
Mi padre estaba obsesionado
con la fotografía, nos hacía posar durante horas, usaba placas de
gelatinobromuro de plata que necesitaban una exposición muy larga,
y nos retrataba solos o en grupos: mis dos hermanas, mi hermana y
yo, mi hermano y una de mis hermanas, o la otra…
Había que permanecer
inmóviles en la posición que mi padre decidía, para poder captar el
aura, esa especie de niebla que se percibe en las fotos antiguas,
defecto causado por la naciente técnica, pero a la que se le dio carta
de naturaleza, como si se tratase de algo sobrenatural: el espíritu
que envuelve la forma.
Allí, en la cámara oscura
espiaba ansiosamente su aparición, convencido de que la placa fotográfica
que no es sensible a los mismos rayos que nuestra retina, podía en
ciertos casos, mostrar más que el ojo, revelar aquello que éste no
es capaz de percibir.
Quería poseer ese halo
único que, pensaba él, ponía de manifiesto los movimientos del alma
humana, los sentimientos, los deseos más ocultos, las obsesiones.
Pero, con nosotros sólo experimentaba, para lograr una verdadera iconografía
fotográfica de la voluntad, la rabia, la tristeza, el dolor…, porque
lo que verdaderamente buscaba, y eso lo supe mucho después, era, al
fotografiar a mi madre, percibir en su aura cuánto le amaba todavía.
Con mi madre se encerraba
en su habitación y las sesiones duraban mucho más; después ella salía
ojerosa y cansada, con una de sus eternas jaquecas.
No teníamos fotos de
mi padre, sin embargo; nunca se había hecho un autorretrato, hasta
que un día decidió que posaríamos todos juntos ante un espejo, pero
él no se atrevió a levantar la mirada, fija, como siempre en su cámara,
y no aparecía aura alguna.
Cuando se estaba muriendo,
en la larga noche de su agonía, mi madre permanecía a su lado en silencio,
sin lágrimas, también ojerosa y cansada, y de pronto se levantó como
una autómata, regresó con la cámara de mi padre en las manos, la enfocó
hacia su rostro como tantas veces le había visto hacer a él e hizo
el disparo.
Él había recuperado por
unos instantes la conciencia y había abierto los ojos, y no fue el
terror ante la muerte lo que se reflejó en aquella fotografía sino
el horror a que la cámara captara, a través de su aura, la verdad
de su alma.
La
foto
Pepi Núñez
Pérez
Ocurrió sin pensarlo,
mi hermana Julia, y yo hacíamos limpieza en el viejo ropero de la
tía Lucia, después de que esta falleciera. De pronto vimos aquella
caja llena de fotos y nos sentamos a mirarlas, allí estaban mis padres,
mis abuelos, tíos, primos y toda la parentela, pero de pronto mi hermana
me dijo: —¿Has visto antes esta foto? Me quedé observándola atentamente
y mi respuesta fue un no rotundo. Nos acercamos a la ventana para
poder verla con más claridad. Allí estaba el abuelo mirando su vieja
cámara, mi madre con mi hermana en los brazos, al lado mi hermano
Carlos y sentada en el suelo, mi querida tía Lucia, pero al lado de
mi madre y junto a la ventana, aparecía un joven rubio, como envuelto
en una niebla que no habíamos visto nunca., aunque sí había algo familiar
en su imagen. Julia y yo nos miramos con cara de desconcierto, nos
preguntamos quién nos explicaría algo de ese joven, todos los de la
foto habían muerto, menos mi hermanos y yo, que ni siquiera había
nacido en ese tiempo. Julia dijo que quizás Carlos al ser más grandecito
podía recordar algo. Le llamamos por teléfono, y quedó en venir esa
misma noche.
Apenas tocó el timbre,
yo corrí a la puerta con la foto en la mano, creo que antes de darle
un beso ya le preguntaba por el chico de la fotografía. Mi hermano
se sentó tranquilamente y sacó de su estuche sus gafas de cerca, se
puso a mirar la foto y por su cara de asombro, deducimos que era la
primera vez que la veía.
—Yo no recuerdo a este
joven de nada —comentó.
—Ese día papá se empeñó
en sacar la foto con su cámara nueva y el abuelo no soltaba la de
él para nada. Recuerdo a mamá diciéndole tonterías a tía Lucia, pero
puedo jurar que allí no había nadie más.
Mi hermano preguntó si
le habíamos visto en alguna otra foto y contestamos que no. Entonces
dijo que siguiéramos buscando. Volvimos al ropero, nos quedaban por
ver unas gavetas interiores, en las que sólo había ropa, pero Carlos
notó que una de ellas tenía menos fondo que la otra, así que sacó
la ropa y presionando pudo levantar la fina madera. Debajo, había
paquetes de cartas atados con bellas cintas de colores y un sobre
de un azul desvaído por el paso del tiempo el cual estaba lleno de
fotos. Allí sí que desde la primera imagen pudimos ver al joven desconocido.
Se encontraba en una foto de estudio con una dedicatoria para el amor
de su vida, que no era como pensábamos nuestra tía Lucia, sino nuestra
madre. También había otras donde posaban los dos juntos, en una de
ellas decía.
—Nada ni nadie podrá
separarnos nunca, siempre estaré a tu lado.
Teníamos que descubrir
aquel misterio, así que los tres nos dedicamos a leer las cartas.
A través de ella supimos que el joven, llamado Alberto, y mi madre
se prometieron cuando ambos tenían 12 años de edad, el chico era hijo
de un enemigo de mi abuelo, por lo cual éste no permitió que ellos
se siguieran viendo, fue entonces cuando mi tía Lucia se prestó a
llevar aquellas hermosas cartas de amor. A mi madre la obligaron a
casarse con mi padre, pero ellos continuaron escribiéndose a escondidas.
El joven no pudo soportar el dolor de verla compartir su vida con
otro hombre y se enfermó, muriendo en poco tiempo. Por las fechas
de la carta, cuando se hizo esa foto llevaba varios años muerto.
Mis hermanos y yo volvimos
a mirar la foto, no cabía la menor duda era la misma persona. Un escalofrío
nos recorrió el cuerpo a los tres. No podíamos contarle a nadie lo
que habíamos averiguado, así que decidimos encender la chimenea y
quemar esa misma noche las fotos y cartas de amor. Cuando ambas cosas
se quemaban, a mí me pareció ver salir una extraña niebla del fuego,
que ante mí formó la figura del joven, este me sonrió y se difuminó
rápidamente, pero el hermoso color de sus cabellos rubios, me recordó
el de mi propio pelo en mi juventud, y la pregunta que siempre hacía
toda la familia volvió a sonar en mis oídos: ¿A quién sale esta niña
tan rubia?
pepinubeazul[at]hotmail.com
¡Todos
estamos muertos!
José L
Palomera (Ivanla)
Mi padre, mi madre, mis
tres hermanos y yo, el mayor de todos, captados por el reflejo del
espejo creyendo vivir en el instante que nunca lo es. El instante
no existe en la vida mientras que las imágenes son vanos frutos hechos
de faz terrena disolubles en nuestra era Cósmica.
El primero que se fugó
de la instantánea fue mi padre, luego le siguió mi madre. Mi madre
a la que serví con mis manos, ayer siempre vivas, entre múltiples
tientos la cuchara de sus últimos alimentos.
La historia se repetía
de nuevo, ahora «la cuchara del avión trasportadora de mejunje que
nos hacía tragar de pequeños» esa que tanto mentía ya que jamás era
«la última» se adentraba en la boca de la insustituible madre enferma,
«ésta por el nene», «ésta por Isidoro»...
Aunque las pocas esperanzas
escaseaban, tras muchos días ingresada, siempre encontraba argumentos
entre cábalas médicas para que su muerte no fuera un hecho desde el
pretérito momento que es siempre, en que la indujeron a vivir sin
ella pedirlo, sus padres.
Siempre hay una cábala
para una madre, incluso cuando ya no respira más que pequeños hálitos
de muerte.
Mis manos, esas que ella
me inventó de su vientre, suavemente rozan su frente deseando más
que esperando el quimérico milagro de la resurrección, mientras los
ojos lloran, maná de lágrimas que besan su rostro impávido de vida
e hirviendo de muerte plena.
«Adiós madre, hasta siempre»
fueron mis últimas palabras.
Más tarde, el cristal
de la caja de madera pagada a precio del oro, enseña el rostro recompuesto
con pegamentos y guatas.
Unos vienen, otros van,
preguntas y pésames, noticias de tanto tiempo sin verte, chismes y
cosas de la familia que encuentran en el acto emotivo la complicidad
precisa para demostrar que somos una familia muy bien avenida... En
fin, en esos momentos no toca otra cosa que agradecer la visita aunque
de mi madre ya no quede más en el tanatorio que la nimia del envoltorio
carnal con el que reflejó a los demás en vida.
Su ser, el ser energético
por el cual todos estamos muertos a la vida pero eternos al Universo
del cual somos arte y parte, hacía muchas horas que raudo subió al
carro de bella luz que conduce al duende de las estrellas.
Rezos y otros perdones
de cielos, susurran cerca de su caja que postra junto al altar, seguidamente
el peso y los pesares son trasladados al nicho donde reposarán para
siempre.
La lápida se cierra...,
todos queremos llorar pero nadie quiere ser el primero, nos reprimen
las formas y nos queman los fondos, aunque yo sé, de sobra sé, que
la madre que me dio la vida se mudó de piel dejando en la tierra únicamente
negocio para los vivos y lágrimas para sus seres más queridos.
Y es que en verdad todos
estamos muertos a falta únicamente de concretar la ficticia fecha
humana, el tiempo no existe, la fecha de la muerte de mi madre fue
la del dieciocho de marzo del 2007, a las nueve de la noche. Así fue
confirmada por los que aún pueden reflejan sus imágenes en instantáneas
varias. Y yo no puedo negar, por ser testigo de mis propias lágrimas,
las más amargas y desconsoladas lágrimas, certificar la fecha de su
muerte.
Mi calavera daría por
su vida ya que en nada me corresponde al ser entera de ella, mi Madre,
universal flor que del rocío inventó vidas.
Besos eternos Madre nunca
faltarán en tu adorable corazón mientras yo siempre muera.
«Todos estamos muertos,
a falta únicamente que otros pongan la fecha».
http://www.arteivanla.com/
El
gato estornudó...
Delia
Patrone Belderrain
Muy presuroso y excitado,
mi hijo Santiago me persigue con su celular: —¡Mamá, mira lo que tengo!
Y sintiéndose un artista me muestra un video que acaba de tomar de
nuestro gato Felipe ¡estornudando!
Su alegría me conmueve,
esa posibilidad de atrapar las cosas cotidianas y regocijarse en ellas...
Así como me buscó, desapareció
buscando a los demás para mostrar su proeza tecnológica.
Me quedo pensando, contagiada
por su alegría, y de pronto otros momentos acuden a mi mente.
Mis cumpleaños infantiles,
las salidas familiares.
Es entonces cuando me
doy cuenta, que para el apuro de los cambios, debo tener como cien
años.
La fotografía era «el
acontecimiento», era lo que guardaba momentos muy entrañables, era
el tesoro que contaba la historia familiar, era el documento.
Recuerdo cuando mi padre
trajo su cámara, una caja gris, con una lente, que tenía la magia
de atraparnos a todo para siempre. Pero no se trataba de quedar para
la posteridad de cualquier manera... ¡no!
Eran peinados, moñas,
la mejor ropa, ensayar mil veces la sonrisa más atractiva y acomodarse
de modo que nadie perdiera el lucir sus galas, pero muy juntos para
que ninguno quedara fuera del cuadro. Era una forma de amarnos, de
retratar ese vínculo que siempre transmite la foto vieja, en blanco
y negro, donde una mano, un gesto una sonrisa cuentan el amor...
Era motivo de orgullo
mostrar y contar... resulta que ese día... y la historia de todo lo
que vivimos para lograr la foto, tratando que la lente no captara
el nerviosismo que todos sentíamos, es que era cosa seria.
Luego, los cumpleaños...
Llegaba Juanillo, con su cámara con una luz de magnesio que nos dejaba
a todos ciegos por unos instantes, y no faltaba un niño, que al verlo
huyera despavorido, por eso que tanto lo asustaba.
Y nadie podía quedar
fuera de la foto, se tomaban dos o tres… no más.
Hoy duermen en una caja,
que cuesta trabajo sacar... ¿cómo explicar todo lo que significaba
«la foto», lo importante que era esa caja gris, que cuenta nuestra
historia... Cómo explicar que sólo guarda aquellos momentos, aquellos
rostros que con toda la ceremonia que implicaba se prestaban para
vivir por siempre en la cajita gris...
Espero, que tú, hijo
querido, puedas también guardar tu historia... que la tecnología no
te arrebate... el gato que estornuda y las mil imágenes que hoy puedes
atrapar, que no sean efímeras y que algún día puedas reconstruir tu
infancia y rescatar el amor guardado en el fondo de una caja.
azulyazulde[at]adinet.com.uy
Después de tanto
tiempo
Sofía
Campo Diví
Escondido en el fondo
de aquel baúl, carcomido por la quera, encontré aquel retrato, que
nos hicimos poco antes de que Mario muriera víctima de una fiebres
extrañas. Tenía tan sólo seis años y toda una vida por delante, pero
la mano despiadada de la muerte decidió llevárselo cuando estaba más
lleno de vida. En cuestión de unas pocas horas dejó de ser un niño
lleno de vitalidad, para convertirse en la estampa misma de la muerte.
Nos dejó aquella madrugada, sin que pudiéramos hacer nada por salvarle
la vida. Sus ojos se cerraron para siempre y nuestra madre, que nunca
terminó de aceptar este hecho, escondió este último retrato y nunca
volvimos a verlo.
En muchas ocasiones después
de entonces, me acerqué al espejo, recordando el día que nos retratamos
y me pregunté por qué, pero me respondió el silencio de una habitación
fría y sombría. Y mientras veía reflejada en él, la mirada apagada
de mis ojos, igual que en un arroyo de agua turbulenta, por el efecto
de las lágrimas, recordaba el día en que nos hicimos ese retrato.
Mario correteaba por
el jardín, cuando la voz de mi padre le hizo entrar en casa y, respondiendo
de inmediato, se personó en la salita y mirando hacia el espejo le
dijo, lo recuerdo como si fuera ahora: —Papá, se me ha ocurrido una
cosa para que tú salgas en la foto también. Nos ponemos todos frente
a este espejo y le haces la foto al espejo. Y se quedó tan satisfecho
¡era un chico listo! Lo curioso fue que nuestro padre le hizo caso.
Así que nos colocó frente a él, y situándose detrás de nosotros con
su cámara lanzó el disparo. Cuando reveló el resultado se dio cuenta
de que había quedado perfecto.
Mis padres situados al
fondo, contemplaban la escena. Mi padre, que quería que todo saliera
perfecto, bajó la cabeza un instante para comprobar el objetivo y
es ese, precisamente, el momento que captó la cámara. Mi madre, quieta
y seria, con la mirada ligeramente baja, mirando a Ana, la más pequeña
de diez meses, que no dejaba de protestar. Mario, parecía el más risueño
y feliz con el evento, así lo reflejaba su mirada traviesa y despierta.
Mi hermana María sosteniendo en las rodillas a Ana, la miraba con
maternal ternura. En cuclillas para no tapar a los demás estaba yo,
Inés, sujetando el pie de Ana, que no dejaba de darme pataditas.
Ninguno sospechábamos
entonces lo que iba a ocurrirle a Mario el día que nos hicimos aquel
retrato. Pero la vida tiene estas paradojas y aquella tarde nos hicimos
la única fotografía en la que estábamos los seis juntos. Y nunca más
volveríamos a estarlo.
Por eso al encontrar
de nuevo el retrato, en el fondo del baúl, volvieron a inundarse mis
ojos, me giré hacia el espejo y creí ver a mi hermano Mario, correteando
por el otro lado, como si la vida se hubiera paralizado el día que
le pidió a papá, que hiciera la foto.
Y por fin, después de
tanto tiempo, hemos ampliado la foto, que preside la sala de estar
de nuestra casa. Mamá, que, después de tanto tiempo está empezando
a superar la muerte de Mario, está contenta y sonríe cuando pasa junto
al retrato. Ana, cuando la ve, pregunta mirando a Mario que quién
es ese, María le responde, que es el traviesillo de nuestro hermano
y nuestro padre, que sigue con su afición a la fotografía, ya nos
ha hecho unas mil fotos frente al espejo. Mario tenía razón, era la
única manera de que papá saliera en las fotos.
scampodivi[at]hotmail.com
La del medio
Mónica
M. Volpini
Sí, yo era la del medio.
Tenía una hermana y un hermano mayores, y un hermoso bebé al que todos
llamábamos Pompón… esta foto es testigo de que éramos una familia
tranquilamente unida.
Mis padres eran alegres,
en especial mi papá, que vivía sacándonos fotos continuamente. Mamá
hacía como que se enojaba… —«¡Otra vez», decía, «yo sin peinarme y
él me sacó una foto!». Entonces papá le contestaba que no necesitaba
arreglarse demasiado para lucir hermosa y se abrazaban… era lindo
tener un par de padres que se amaran tanto.
Y también era lindo ser
la del medio, porque todas las recomendaciones recaían sobre los otros:
Analía que era la mayor debía darnos el ejemplo de buena conducta,
Josué que era el primer hijo varón sería el sucesor de papá en la
fábrica, y Pompón se sobreentendía que debía transformarse en el precioso
juguete que divertía a los parientes cuando acudían de visita.
Y yo… no entendía por
qué mis amigas decían que ser «la del medio» era tan complicado. Ellas
aseguraban que sus padres las ignoraban, que sólo amaban a los otros
hijos, etc. Nada de esto me ocurrió a mí… y puedo asegurarlo cada
vez que observo una foto que nos sacamos en el último tiempo que vivimos
todos juntos en el viejo caserón que fuera de mis abuelos maternos.
Recuerdo que era el día
de navidad y papá acababa de comprarse una cámara importada de no
sé dónde. Nos dejó tocarla a todos, cosa que hicimos como si estuviéramos
en presencia de una reliquia… y después vino la gran incógnita: todos
queríamos aparecer en la foto… ¿cómo hacer? ¿Llamar a un vecino? No,
perderíamos intimidad en un momento muy preciado… ¿Recurrir a un fotógrafo
profesional? Tampoco, porque papá era nuestro fotógrafo exclusivo.
Entonces surgió mi idea
brillante… y sugerí colocarnos todos frente al espejo.
—Siempre tan inteligente
mi Moniquita. —dijo papá.
—Sí. Por eso le tocó
el lugar del medio —acotó mamá mientras me acariciaba dulcemente—.
Ella es el dulce del sándwich.
Después ambos me abrazaron,
y al rato nos sacamos la foto.
Solamente quedamos Pompón
y yo en este mundo. Pero a ambos nos queda la foto para recordar esa
hermosa familia que tuvimos como regalo del cielo.
leonyyo[at]hotmail.com
______________
Roberto
Cano Seijo
Las últimas veces no
era una, sino dos las fotos que nos teníamos que hacer con cierta
frecuencia. Cada dos años, más o menos, porque la cigüeña en vuelo
dócil y generoso nos dejaba un nuevo bebé que se posaba en la gran
cuna familiar trenzada con los brazos de todos nosotros, aunque no
trajera un pan debajo el brazo. Era un recibimiento alegre, vital
por parte de cada uno que componíamos la gran unidad familiar, si
bien no lo entendieran algunos de los conocidos próximos o lejanos
ante los años de dificultades y penurias como para aumentar la saga,
decían algunos. Nos alegraba el empeño que teníamos por crecer y pasarlo
bien.
Teníamos que actualizar
el carné de familia numerosa que nos aportaba alguna ayuda familiar,
que observadas ahora pueden parecer nimias, pero que entonces eran
grandes para la ajustada economía de casa, calculada y bien administrada
hasta el último céntimo por nuestra generosa progenitora. Dos fotos
porque en una no cabíamos todos, a partir del sexto nos dividieron
en dos: Mis cinco hermanos mayores en una y el resto, los pequeños
custodiados a los lados por mis padres, en otra.
Recuerdo la preparación
de la salida hacia el estudio fotográfico del Sr. Genaro. Fotógrafo
muy conocido en la entonces chica ciudad donde cualquier pequeño artista
destacaba con cierto reconocimiento, aunque éste fuese únicamente
local. Mi madre, a los pequeños, nos reclutaba a la salida del colegio
y nos pasaba revista, previamente habiéndonos puesto la impoluta ropa
de los domingos y los zapatos brillantes. Nos peinaba a su gusto y
nos remataba con un estimulante y cálido beso. El paseo hasta el centro
de la ciudad donde nos tenían que hacer el retrato era digno, como
un paso al progreso esperanzador y deseado. Los mayores sueltos, encabezaban
la marcha con pasos serios y dinámicos seguidos por una prole de críos
vivos y despiertos. Mis padres con la más pequeña de mis hermanas
en brazos, en la retaguardia de la fila. Era un desfile triunfal observado
con aire de admiración por conocidos y extraños. Yo, que alguna vez
me miraba al reflejo de algún escaparate, me sentía feliz y contento
por ser un pequeño protagonista de esa tropa animosa.
Ahora, haciendo una limpieza
de papeles o documentos caducos, y mesándome el poco cabello que me
queda, me aparece el carné, amarillento, descolorido, descompuesto
el blanco y negro de las fotos, aunque para mi todos reconocibles.
Ya no están mis padres entre nosotros, si bien, no dudo, que cercan
la mente y el corazón de todos mis hermanos como la mía. Las caras
de risueños y soñadores de niños y adolescentes se han trasformado
en rostros sensatos resignados y asentados como árboles otoñales,
de hoja caduca o pelo canoso. Ahora, mis hermanos y yo, cada uno por
nuestra rama lideramos otra estación, con nuevos frutos, más de medio
siglo desde entonces, enraizando esfuerzos, empeños, satisfacciones
y nostalgias que se posan en la espera. En la espera, para mí, a la
nada.
roberto_barro[at]hotmail.com
Mi
vida… una instantánea
Jesús
Sánchez Espinosa
Una instantánea, eso
parecía ser mi vida en aquel momento. El panorama que yo divisaba
desde mi posición, era apasionante, unos y otros corrían y lo hacían
con cierto orden, es decir obedeciendo a un protocolo establecido
para ciertos casos o situaciones como la que me ocupaba en ese momento.
Todos y cada uno al pasar junto a mí, me saludaban, preguntaban, ayudaban…
por momentos pensé que algo «gordo» estaba sucediendo dentro de mí,
viendo el nivel de concentración de aquellas personas.
Es ciertamente este un
recuerdo que al traerlo al presente, me hace vibrar, sentir de nuevo
todas y cada una de las sensaciones de aquel momento… De entre todas,
una destacaría, la sensación de perder la vida… una debilidad enorme
en medio de esta sorpresa y momento trepidante. Un ver que todo se
podía acabar, eso es, ver tu vida, toda ella, como en una instantánea.
Pero la vida, en mi caso
y con mis cincuenta y siete años era algo más que una instantánea.
Muchos acontecimientos, muchos recuerdos, se agolpaban unos a otros,
como con prisa en presentárseme, luego ya con calma, pude ir disfrutando
de los momentos, quizás mas importantes de mi vida o al menos, pienso
de aquellos que han dejado una marca más profunda en mi historia,
mi familia, mis amigos, las personas que tanto han hecho por mí, todo
se vino a mi pensamiento y una experiencia dominaba en ese momento
sobre todas… la armonía, la reconciliación con todo lo que me rodeaba,
pasé en un espacio muy corto de tiempo de tener una sensación trepidante
en mi cabeza con un desorden fenomenal a sentir la paz, la tranquilidad.
Yo sabía en ese momento preciso de dónde me venía ese buen conformar.
Una vida muy dura, complicada
y hasta hoy muy complicada. A mí nunca me han valido para nada las
teorías, consejos y palabras fáciles y blandengues. Una infancia vivida
en una austeridad total, carente de muchos afectos, hoy lo pienso,
una adolescencia vivida a contra corriente, sintiendo en mí, que no
era libre, que no lo era para expresarme, para sentir, que no lo era,
un amor que hube de combatir seriamente por lo que quería, esa fue
mi escuela. Tremendo lleno de complejos, traumas y miedos me planto
en medio del mundo, sintiendo y sufriendo porque no era libre. Buscando
un sentido a mi vida, que no acababa de encontrar.
Apoyando toda mi vida
en estructuras materialistas, pensando que en eso iba a encontrar
la vida que no encontraba el sentido y la razón de las cosas, la explicación
a todos mis afanes. Y no lo encontraba, no había para mi respuesta
alguna.
Todo esto me llevó a
una depresión profunda, a vivir momentos de locura real, una vida
fracasada, tantos años perdidos, tantos esfuerzos vanos… pensaba yo.
Pero la realidad es que no era tal fracaso, esa historia, era mi historia,
mi vida la que me había tocado vivir con quien me había tocado. Yo
en ese momento no entendía nada, como no entendía muchísimas limitaciones
y dependencias dentro de mi historia. Yo estuve buscando la libertad,
como un sueño, hoy lo puedo afirmar en el lugar no acertado, pero
se tenía que dar todo eso en mi vida, para dar sentido a este momento,
a esta instantánea que decía al principio…
De nuevo, las prisas,
una mujer joven y agradable tomó mi brazo y me dijo…es sólo un pinchazo,
te va a dolor un poco… Otro hombre joven levantaba mis párpados y
me preguntaba… Estaba tumbado, sentí cómo se movía la mesa de operaciones
en la que me encontraba, el enorme foco parecía que se me venía encima,
sentí mucha paz, pude ver que lo que sucedió en mi vida, hace 27 años,
anunciarme la Vida Eterna, cobraba un sentido. Pude vivir ese momento,
como un hijo de Dios, encontrándome en medio de ese sufrimiento reconfortado
con su presencia en aquel quirófano. Hoy pasado un año y medio largo
de aquella fecha, lo recuerdo como una instantánea y recuerdo como
en ese momento, también yo me puse en la foto junto a los míos.
jsespinosa[at]grupoteap.com
Fotografía
en blanco y negro
Lourdes
Macías Torrecillas
Fue a los pocos días
de llegar a esta casa cuando, haciendo limpieza, encontré esta fotografía
en blanco y negro. Estaba en el último cajón de la vieja cómoda del
dormitorio que yo he dado en denominar «cuarto de invitados». No sé
muy bien por qué la he guardado desde entonces, seguramente por la
curiosidad que siento sobre las personas que la imagen me muestra.
Doña Mercedes, mi vecina de al lado, hace algún tiempo me contó que
la familia que aparece en la fotografía, vivió mucho tiempo en esta
casa y aquí el matrimonio crió a sus hijos; la desgracia quiso que
el más pequeño falleciese víctima de una meningitis; a raíz de eso
ya nada fue lo mismo para la familia. La madre no se repuso nunca
del golpe y fue de depresión en depresión… El hijo mayor, en los años
sesenta, emigró para Francia en donde se casó, formó una familia y
allí sigue viviendo. La mayor de las hijas entró en una orden religiosa
y anda de misionera por los países del tercer mundo y el muchacho
menor, el que aparece medio agachado en la foto, Jesús, estudió psicología
y anda de país en país con una ONG ayudando a quien realmente lo necesita.
Según doña Mercedes, cuando terminó la carrera, Jesús comenzó a trabajar
en un gabinete con un par de compañeros más, pero pronto se dio cuenta
de que ayudar a empresarios estresados, a adolescentes caprichosos…
y mucho menos a gente con demasiado dinero y más tontería todavía,
no era lo que deseaba hacer en la vida y de eso estaba seguro. Él
quería ayudar a todas esas personas que han vivido y viven los horrores
de la guerra, la muerte, el hambre, las grandes catástrofes… Y en
ello tiene puestos sus cinco sentidos; unas veces en un país de África,
otras en Palestina, Honduras, Guatemala, Filipinas… A veces, cuando
anda por esta ciudad viene a ver a doña Mercedes, al menos eso es
lo que ella me cuenta, pero en los dos años que llevo aquí viviendo
nunca lo había visto… Nunca hasta hace poco más de una semana, sí,
era por la tarde cuando mi vecina llamó a mi puerta para invitarme
a tomar el café: «Quiero presentarte a alguien». Y así fue como ese
día conocí a Jesús. Físicamente poco tiene que ver ya con la imagen
de la vieja fotografía; es un hombre de mediana edad con una sonrisa
encantadora y mil y una historias que contar. Aquella tarde el tiempo
pasó sin sentir y en esta última semana Jesús y yo apenas nos hemos
separado… Todo tiene un por qué y una razón y haber guardado aquella
fotografía en blanco y negro durante tanto tiempo, seguramente fue
debido a que en ella se hallaba quizás la persona reservada para ayudarme
a escribir mi destino…
lourdes42mt[at]hotmail.com
Rostros
felices
Jordana
Lee
Estamos todos en la foto,
tal como nos fotografiaron en los años 60 para la publicidad del moderno
club de campo que se levantaría en los Altos de San Edmundo.
Mi hermanito y yo habíamos
llegado al estudio con la esperanza de integrar una serie que haría
famosa a la Familia Tilsen a lo largo de aquel año. Pero eligieron
a otros para la tira y nos tocó en suerte la propaganda inmobiliaria
que popularizó nuestros rostros felices en los carteles de la ciudad
y en numerosas revistas sociales e inmobiliarias.
Franz Sheffer era el
padre afortunado que no perdía ocasión de fotografiar a la familia
unida. Rosamunde Klatz la bella madre que sostenía a la beba de los
dueños de la agencia publicitaria. Freya Taner se llamaba, si no me
equivoco, la otra chica que se ve en la foto y los muchachos somos
nosotros, mi hermano Kurt y yo, que al ser seleccionados pensábamos
que entrábamos raudamente por dorado camino de la fama, sin imaginar,
por supuesto, que hubiera sido mejor que no nos hubiesen contratado
nunca, porque aquel negocio auspicioso terminó en una estafa millonaria
que arrasó como un alud con el famoso country de los sueños. Además
del bochorno, teníamos que aguantar las burlas, las críticas y los
reproches de la gente que nos descubría por la calle, pensando que
nosotros, de alguna manera, también estábamos en la cosa.
Los de la agencia y varios
integrantes de la familia emigraron a países vecinos para librarse
del acoso. Mi hermano y yo éramos huérfanos y demasiado chicos para
emprender la fuga, por eso, tuvimos que bancarnos todo el rollo que
siguió hasta que los años trajeron el viento amable del olvido y se
encargaron de cambiar por completo nuestros rostros felices.
jorlanas[at]yahoo.com.ar
Tiempo
de lunas
Rosa María
García Barja
Cansada ya de ver lunas
distantes, aquella tarde, la abuela, convocó a todos los miembros
de la familia para decirles que se había comprado un ropero de tres
puertas. Se miraron atónitos, porque ésta vez, si que se había salido
de la excentricidad para ocupar una parcela de locura importante.
Un ropero de tres puertas
—decía—, donde guardar los miedos que estorban.
Estaba convencida de
que la vida que pasa por los espejos de ahora en adelante, se quedaría
a vivir por siempre en la carcasa de madera de pino.
En círculo, la familia
escuchaba la retahíla con la garantía de que en la pared vacía de
la alcoba grande, se instalaría el inquilino hueco.
Y llegó el día. Las lunas
multiplicaban la impaciencia y a ritmo de orden, los agrupó para inmortalizar
el momento.
Nunca se sabe quién está
dentro o fuera del espejo.
Resignado, el tío Ignacio
apresaba en el cliché la clave de la cordura.
Siempre imprevisible,
sin tiempo de ensayar una sonrisa, la abuela decidió a última hora,
no salir en el retrato.
rosadesastre[at]gmail.com
Vidas
paralelas
Paula
Sadier
Me parecen mágicas las
nuevas tecnologías, en especial las redes sociales. Para ser argentina
tengo un apellido bastante estrafalario que no vale la pena mencionar
acá (soy muy fácil de ubicar y prefiero el anonimato).
Facebook me abrió la
posibilidad, como a muchos, de buscar los orígenes de nuestra familia
a partir del apellido y los grupos que se forman a partir de ellos,
la posibilidad de encontrar familia remota me entusiasmó y me uní
al grupo de mi apellido. Subí imágenes de mis padres, mis abuelos
y hasta una de mi bisabuelo que tenía mi papá guardada, a todas les
puse los nombres y fechas aproximadas y conté cómo habíamos llegado
a la Argentina. Mis bisabuelos se escapaban del hambre y de la guerra
de una Europa desolada y vinieron a la Argentina en los años ‘20,
se instalaron en la Boca y pusieron un comercio de arreglo de calzado,
oficio de mi bisabuelo heredado de su padre. Les fue muy bien en el
comercio y pudo enviar a su hijo varias veces a Europa con regalos
para la familia que quedó allá.
Mi abuelo Antonio era
un trotamundos, así como su padre componía zapatos de sol a sol el
hijo le había salido un tiro al aire, soñador y aventurero. Hasta
que conoció a mi abuela, hija de estancieros criollos que se enamoró
perdidamente del loco de la Boca. Tuvieron tres hijos del cual mi
padre es el más grande y tengo dos tías que una salió con el amor
a la imagen fija de su padre y ha hecho carrera para la National Geographic,
comenzó a sacar fotos con la cámara de su padre, una Hasselblad de
los años '50. En este grupo de Facebook me deja atónita una foto en
blanco y negro sacada hacia un espejo y en la que está mi abuelo con
esa misma cámara que dice «Antonio con su familia en Madrid 1967».
El niño de la foto es igual a mi padre de pequeño. Le mandé un mensaje
privado a Jesús, el «niño» que convertido en adulto publicaba su foto
familiar. Corroboró que su padre viajaba con frecuencia a la Argentina
por «asuntos de trabajo» y que falleció en 1982, el mismo año que
mi abuelo. Vio las fotos que publiqué de Antonio y reconoció a su
padre en mis fotos.
Encontré tíos en Facebook
gracias a las viejas fotos publicadas, mi padre y mis tías están muy
contrariados, la fotógrafa viaja hacia Madrid al encuentro de Jesús,
ellos sabían perfectamente que Antonio era un mujeriego, pero jamás
sospecharon de la osadía de tener familia paralela y reconocida en
Madrid, porque su padre iba seguido allí a «arreglar las exportaciones
del campo de sus suegros».
paula.sadier[at]gmail.com
El
tío Miguel
Ana Sofía
de Gregorio Moro
Mi tío Miguel es el que
está en el margen derecho de la foto. En esta instantánea era apenas
un chaval de dieciséis años, luego cambió algo, pero poco, siempre
mantuvo ese aire de suficiencia que le caracterizaba, eso y el pelo
impecable con la raya en el lado izquierdo. Su lugar en las fotos
no era algo aleatorio porque nada en él lo era, su posición estaba
estratégicamente calculada para destacar del resto de la familia.
Si observáis con detenimiento la imagen veréis que es así; nuestra
mirada se ve irremediablemente atraída por su figura, nada importa
que la abuela ocupe una posición central que es la que le corresponde
por ser el nexo de unión de toda la familia, ni la expresión hermosa
y serena de mi madre que sólo se puede detectar tras un estudio detallado,
ni siquiera yo que era un bebé especialmente guapo, según el parecer
general, logra robarle un ápice de atención.
Esta costumbre ha seguido
así durante años, mi tío Miguel siempre aparece en las fotos de familia
posicionado de tal manera que las miradas irremediablemente recaen
sobre su inmaculado aspecto. Mi abuela siempre ha defendido esta manía
de aparecer retratado e incluso le ha disculpado cuando este hecho
se ha convertido en algo por así decirlo, incómodo.
—Abuela —le decía yo—,
es que hay fotos en las que quizás no debiera estar.
—Cariño, ya sabes como
es tu tío Miguel, argumentaba siempre a modo de explicación por lo
demás nada convincente.
Pero lo cierto es que
a mí su empeño me parecía algo excesivo y su presencia en las fotos
me hacía dar demasiadas explicaciones, así que cuando alcancé la edad
adulta y tuve casa propia, decidí dejar de ponerlas en mi casa e incluso
dejar de posar en ellas.
Mi esposa al principio
no entendió lo que calificó como una «extravagancia personal» más
apropiada de un adolescente preocupado por su aspecto que de un hombre
de familia, pero no le dio mayor importancia hasta que una tarde en
una salida al campo me fotografió sin que yo lo advirtiera. Días después
cuándo me llamó para ver las instantáneas en la pantalla del ordenador
lo comprendió, y es que allí estaba yo, con mi cazadora roja en una
hermosa foto de la Sierra de Segura, recortado sobre un fondo de tonos
verdes y ocres, bajo un cielo azul celeste y justo a mi lado, como
siempre impecable, mi tío Miguel en blanco y negro.
anasgregorio[at]ono.com
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José Mañoso
El neneque se amalaba
en el regazo filustre de la matriaria. Estaba perlino, carininfo y
boquiabierto. La caja negra quería usurpar al vidrio la alegoría de
la parentela cachaca y yuxtalineal. Era el ahora yerto de la pieza,
que envolcaba la prole. Ninguno acertaría a presagiar que el neneque
sería un cronopio.
jomanosoflo[at]hotmail.com
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Paula
Martínez
—Yo he soñado esta foto.
Algo así como un sueño recurrente. ¿De dónde la has sacado, Alberto?
—Estaba en esta caja
cariño, mezclada con las fotografías de tu familia. ¿Conoces a toda
esta gente?
—Yo he soñado esta imagen.
El chico del pelo rizado se despide de todos. Se llama Andrés, y creo
que se va a la guerra. Su padre, el señor que está detrás, con la
cabeza agachada, el que sostiene la cámara, coloca a toda la familia
para retratarlos juntos: A ver, poneos todos delante de la luna del
armario ropero. Así saldré también yo. Mamá siéntate aquí, justo en
medio y coge a Mari Luz en brazos. Sofía, cielo, tú colócate delante.
Eso es, siempre tan coqueta. Vicente, Andrés, vosotros a ambos lados
de mamá. Y yo aquí detrás. A ver si salgo.
Afuera, en la calle,
hace un día precioso. Primaveral. El sol se cuela en la habitación
a través de una ventana entreabierta. El chico del pelo rizado se
despide de todos uno a uno. Quiere llevarse la foto, pero la mamá
también la quiere guardar como recuerdo. Al final él cede. No vaya
a ser que la pierdas, le dice ella. Él sonríe y la abraza. Está ilusionado.
Ella en cambio parece angustiada.
Sí, yo he soñado esta
foto muchas veces. Andrés cruza el umbral de la puerta. Hace una temperatura
muy agradable. Papá lo acompañará a la estación. Mamá da un paso al
frente. Llama a Andrés. Tiene un mal presentimiento. Deja a Mari Luz
en el suelo y sale a abrazar de nuevo a su hijo mayor. Sofía y Vicente
se asoman por la ventana, mientras Mari Luz juega en el suelo ausente
de todo.
Yo soy Mari Luz, y juego
en el suelo ausente de todo. Sí, yo he soñado esta foto… Justo antes
de que llegasen los aviones. Justo antes de que se escuchasen las
sirenas.
trinapalu[at]hotmail.com
Pon aquí tu relato
Pretérito
futuro...,
es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León
(http://mural.uv.es/carlole/)
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SECCIONES PUBLICADAS DE
ESCRITURA COLECTIVA:
PERSONAJES SECUNDARIOS /
PINTURA VIVA /
PON COLOR A LAS PALABRAS /
CRUZA ESTA PUERTA Y ESCRIBE /
CUÉNTANOS UN VIAJE EN... /
PÓQUER LITERARIO /
PÍDELE AL MAR UNA HISTORIA /
LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES /
ESPERANDO EN...
Ilustración página:
Fotografía por
Pedro Martínez ©
- N. de R.: Debido a un desafortunado accidente, la fotografía que
originalmente ilustraba esta página se dañó. Por ello, hemos sustituido
la misma por otra que pensamos cumple la misma función (aunque no
en todos los relatos).
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