Conversaciones con el diablo

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Carmen Gómez Menéndez

L

as negociaciones habían sido duras, pero su maletín viajaba con ella repleto de proyectos firmados. Si bien había podido tomar el primer vuelo, resolvió que daría una vuelta por la ciudad, tranquilamente, dándose un pequeño homenaje.

Se sentó en una cafetería frecuentada por ejecutivos, tomó un Jack Daniels con hielo picado y en ese momento dejó de luchar contra las miradas masculinas que se posaban, de soslayo y con deseo, sobre su traje sastre, confeccionado con la discreta intención de resaltar el sugerente cuerpo que habitaba dentro.

Cruzó sus bellas piernas de forma relajada, sin ápice de rubor, dejando que un halo de sensualidad se enroscara en ellas como reptil provocador...

Con cada movimiento de sus brazos en un baile lento y armónico, tomaba el vaso tintineante, partitura aérea de campanillas, mostrando en cada suave inflexión de su espalda, el inicio de sus pequeños senos que anunciaba un escape travieso por la abertura de su blusa blanca de diseño.

Tomó un taxi y pidió dulcemente al conductor que fuera despacio, había tiempo suficiente.

Mientras los automóviles, comercios, bancos, restaurantes y transeúntes conformaban en su mirar un escenario sin nombre, su mente luchaba para dejar la próxima agenda de Madrid en otro lado.

Ya en el aeropuerto, la cinta mecánica, los cristales, los espejos y los vapores del Jack Daniels, comenzaban a surtir sus efectos oníricos, y una profunda quietud y bienestar tomaron asiento junto a ella en su lugar preferido, al lado de la ventanilla.

Era el último avión de la noche, aquel que los ejecutivos, llamaban «el golfo», allí, todas las caras eran conocidas por la frecuencia con que se encontraban en el mismo trayecto, más nunca habían cruzado palabra.

La ciudad se hacía plana desde el avión y mostraba sus reflejos nocturnos, como un brocado.

Cerró sus ojos, acunada por el ronroneo de los motores...

La voz del sobrecargo era dulce, suave, sugerente, pensó: «posiblemente como la del diablo».

Amado, amado mío...

¡Dime pequeña!

Me engañas en esta noche cuando el humo de tu voz me envuelve...

¿Desde dónde me hablas querida...?

Mis palabras surgen de mi escritura de una mesa redonda, patrimonio de fantasmas, del Rey Arturo y sus caballeros, donde busco el Santo Grial y el Vellocino de Oro y al no encontrar la suavidad de tu piel, invoco al tablero de Oui-ja, en un temerario interrogatorio...

¿Que te ocurre, mi pequeño amor...?

Tan sólo siento que me arropa una manta de oveja y me ilumina una luz mortecina y amarillenta, soy una luciérnaga que enceguece cada dos días ante la brillantez de un presente desconocido por recién estrenado.

¡Amado, amado mío...!

¡Cuéntame...!

¿Por qué te quiero para mí... sólo para mí?, aunque no deseo que me acompañes en este viaje eterno, hacia los confines de Sirio y Orión, buscando siempre la luz...

¡Amado mío...! Canta en esta noche el frío inesperado, en este mi cuerpo que se marcha, ausente de sí y ya no respeto nada, tu imagen, entre las flores nuevas de Mayo, me desespera, amado, amado mío...

En esta noche invoco tu aura, que se muestra en los siete colores del arco iris, siete, número de la cábala que me señala Zohar cuando me pierdo en mi ceguera. Ya no me queda nada, tan sólo un blanco resplandor que pauta mis pasos entre las llamaradas del averno, buscando el agua de tu boca para mi sed, lago salado, densidad salina absoluta, donde flota apenas mi deseo como los lotos en la impresión de los pintores muertos.

¡Amado mío! Me estremezco en un viento gélido por el batir de tus alas, se me hace sólido el pensamiento, en este insomnio de mentira angustiosa, entre alunizajes pretéritos de un futuro nuevo, sin calendario...

Hoy eres sólo para mí, 45 minutos de singladura, perdidos en la inmensidad de miles de segundos, entre mares de algas y peces luna, en la red de esta noche sin estrellas.

No me abandones en las gargantas de los lobos, pues sangran entre mis dedos las lágrimas del día, agonía de apneas, serpientes marinas, dragones alados entre hábitos de monjes medievales y atrofias de superficies castas...

Siento tu aliento helado, entre cánticos de gloria y adviento, natividades muertas, demonios azules de sexo oscuro... No me dejes ahogada en los óleos prendidos de las púas de los cactus...

¿Qué temes pequeña...?, ¿qué te inquieta?

Entre vida y vida, mi voz goza de ti, cuando se acaba mi cuerpo y en esta lucha, cae la muerte viva a mis pies..., me perturba el reflejo del que nada sabe..., presiento el paso de la señora eterna en el brillo biselado de mi bolígrafo y ya nada existe en la nada augusta, plagada de señales hacia el hoy...

¡Recuerda!

¡Dime...!

No me lleves ahora, a cambio, te dejaré una bella historia, para que la cuentes entre las otras mientras, en mi ceguera de hada dormida, adivinaré tus ojos candentes, traspasaré el mundo con tu mirada y me marcharé siguiendo las huellas de los vivos...

Amado mío, alimento de mi delirio, quiero cerrar este capítulo, ¡libérame de mis ataduras!

¡Abróchense los cinturones, vamos a tomar tierra!

Estaba radiante, era como una luciérnaga cuando cae la noche, era la estrella de aquella velada mágica, la mesa no era redonda sino alargada y los Caballeros no eran otros que compañeros y amigos que la llevarían, en un sueño, acunada por los acordes de la guitarra y el oleaje del piano, lejos del frío, arropada por el tibio aliento que la llegaba del patio de butacas.

Apenas rozaba la tierra, flotando como un loto en la impresión de las numerosas pupilas que esperaban de ella su explosión de luz hacia los confines de Sirio y Orión: ¡presentaba su primer libro!


📌 Texto seleccionado en el Taller del 04.06.2003, ex aequo con Revelación, de Juan José Vico Sampedro.

  • Créditos

    Revista Almiar (2003)
    ISSN 1696-4807
    Miembro fundador de A.R.D.E.