Los durmientes

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Raúl Roldán García

O

tra vez lo mismo, como cada noche, como cada vez que las sombras te cercan y el cansancio te rinde, y te acurrucas entre las sábanas luchando por mantener los párpados abiertos y rezando para que aquélla noche no, para que no vuelva a repetirse esa pesadilla que ya ha convertido tu vida en un infierno. Lloras tu miedo en silencio mientras tu conciencia se va apagando y la realidad se va transformando en un nebuloso estado ilusorio que es la puerta del temido lugar al que no quieres llegar. Pero llegas, cada noche, llegas. Y al comprenderlo, lloras tu impotencia y tu desesperación.

Te encuentras en una estancia lóbrega y amplia, dominada por un olor a cerrado y a mohoso. Hay muebles por dondequiera que mires, colocados en cualquier sitio, sin orden, sin un aparente esquema que pueda hacer determinar en qué tipo de habitación te encuentras; son muebles viejos, de madera atacada por los arañazos del tiempo y del uso. También es de madera el suelo, que cruje lastimosamente bajo tu peso mientras una espesa capa de polvo se arremolina en torno a tus pies.

De algún lugar de entre las sombras te llegan los ecos de pesadas respiraciones que se desacompasan en silbantes ronquidos. Te hielan la sangre. No necesitas mirar para saber de donde provienen: durante incontables noches los has observado con el aliento contenido mientras tu vejiga se vaciaba de miedo. Pero aún así, no puedes evitar volver el rostro hasta divisar, pegados a las paredes, los catres mugrientos y polvorientos, y sobre ellos, los durmientes.

Apenas si puedes distinguir sus siluetas recortadas por la escasa luz que se filtra de Dios sabe dónde, pero ya no necesitas a tus ojos para que tu cerebro dibuje lo que la penumbra esconde: esos rostros de piel agrietada y tosca, cetrina como la malaria; esas fosas nasales descubiertas, sin tabique que las cobije, comprimiéndose y expandiéndose al respirar; esos párpados pesados y abultados, húmedos de pus que supuran por debajo de unas alargadas pestañas; esos belfos entreabiertos, salpicados de baba blanca y espesa, que enseñan de tanto en tanto unos colmillos amarillentos pero afilados...

Están dormidos, y sabes, porque así te lo han enseñado las innumerables noches ya pasadas en aquélla casa, que tu supervivencia depende de que sigan durmiendo. No es una ley escrita. No es tampoco el diagnostico de un psicólogo. Es la experiencia quien te ha llevado a dicha conclusión. Durante años aquélla pesadilla ha consumido tu vida, ha arruinado tu matrimonio, ha destrozado tus esperanzas y puesto a prueba tu cordura. Ahora sabes que es algo más que un mal sueño, es una prueba a la que te enfrentas noche tras noche, y tan sólo hay una manera de superarla: debes salir de aquélla casa, atravesar todas sus estancias y encontrar la salida, y debes hacerlo sin despertar a los durmientes; sólo entonces lograrás al fin alejar de ti aquel terror y volver a ser una persona normal, si es que alguna vez lo has sido.

Pero siempre, cuando te crees cercano al final, cuando piensas que la próxima puerta que atravesarás será la que te aleje de aquélla casa, llega el alba y el despertador te arrebata del sueño y éste queda incompleto. Y así, a la noche siguiente, aquel insano juego debe volver a comenzar.

Pasado el primero momento, en el que todo tu cuerpo se agarrota y se paraliza de terror, tragas saliva y acopias el valor necesario para comenzar a andar. Lo haces despacio, apoyando los pies con prudencia para que el suelo no cruja demasiado. Al fondo, en la pared, hay una puerta y debes alcanzarla en silencio.

El polvo que cubre el piso se arremolina como si estuviera vivo, y se alza como arrastrado por una invisible corriente que lo voltea delante de tus narices y te penetra hasta casi los pulmones. Te tapas la cara con las manos y respiras por la boca mientras el estornudo que está naciendo en ti va remitiendo lentamente.

Al mirar de nuevo la puerta, parece que los muebles de la estancia han decidido mudarse de lugar, pues ahora todos están situados entre ti y la salida. Apenas si tienes espacio para pasar entre ellos.

Una enorme alacena de oscura madera ocupa la mayor parte del espacio, como si estar en mitad de la estancia fuera su lugar más natural. Sobre sus repisas hay centenares de platos y vasos alzándose en imposibles pilas que, inestables, oscilan al borde mismo de la alacena. Debes pasar ante ella con sumo cuidado, pues parece que sólo con el movimiento de tu cuerpo, aquellas vajillas polvorientas vayan a venirse abajo con un estruendo que despertaría hasta al más haragán de los durmientes. El sudor se acumula en tu frente mientras mueves con prudencia cada músculo por turno, sin querer apresurarte ni dar un paso en falso. Lentamente vas dejando atrás las pilas de platos y vasos y consigues sortear la alacena.

Otros obstáculos te ocupan ahora. Casi puedes ver como aquellos muebles se desplazan para impedirte el paso. Algo que identificas vagamente como una vieja estufa de carbón, con su tubo para el humo inclinado de tal forma en la estancia que tienes que pasar con la cabeza gacha. Una mesa con ruedas, que parece oscilar de un lado a otro, dependiendo de la dirección que tú tomas. Un pequeño estante que contiene una anticuada televisión que, aunque apagada, tienes la impresión de que de un momento a otro va a conectarse para atronar con su volumen al máximo toda la habitación...

Mientras, los durmientes continúan roncando, y aunque ese sonido te hace contraer los músculos de pánico, no pierdes ni uno de sus compases pues sabes que mientras sigan siendo los únicos retumbos que reboten contra las paredes, todo irá bien.

Al fin, agotado por el esfuerzo y con los músculos doloridos de forzarles a moverse tan lentamente, consigues alcanzar la puerta. Miras durante unos instantes el picaporte totalmente convencido de que cuando tu mano lo gire los goznes chirriarán su cuita fuerte y clara. Tus dedos lo acarician suavemente mientras la muñeca gira apenas, tan despacio que crees que pasarás el resto de la noche abriendo aquélla puerta. Poco a poco el pestillo retrocede y libera a la puerta. Ahora la atraes muy despacio hacia ti, tanto que parece que no se mueva. La madera poco a poco va saliendo de su marco, en silencio, tal y como tú le rezas que haga. Mientras la apertura se ensancha, miras a otro lado, sin querer aún atisbar qué habrá más allá; interiormente tu cabeza ruega que al otro lado esté la salida de aquélla casa, aunque sabes de sobra que no será así. Cuando la apertura es lo suficientemente grande para permitirte el acceso, vuelves el rostro por fin. Es el momento de enfrentarse a la nueva prueba.

Y, en efecto, el juego continúa: aunque al otro lado de la nueva estancia en la que estás hay una puerta, nada hace presagiar que esa sea la salida. Más penumbra deja entrever igual desconcierto de muebles por doquier, y desde algún rincón llegan, rasposos, los ecos de ronquidos y respiraciones pesadas.

Comienzas una vez más a moverte con cautela entre los obstáculos que presenta el camino. De nuevo te parece que aquélla silla se ha desplazado hacia la derecha, hacia el lugar donde avanzas.

Ahora, no es polvo lo que cubre el suelo, si no una espesa capa de hojarasca, de la que renuncias a preguntarte de dónde demonios ha salido, y que parece tan seca que sólo con moverse cruje. Debes arrastrar los pies para no pisarla, lo que hace que tus pasos sean aún más vacilantes y el esfuerzo a que sometes a tus músculos, mayor.

Ignoras cuánto tiempo te ha llevado recorrer el camino de una puerta a otra, pero cuando al fin alcanzas tu destino, te sientes tan cansado que casi desearías tumbarte un instante y roncar en armonía con los durmientes. Miras un instante atrás para reconocer el trayecto que has hecho, y ves como ahora los muebles parecen más cerca de las paredes y menos por medio. ¿O es que acaso desde aquélla perspectiva el camino parece más fácil?

Vuelta a empezar con el pomo de la puerta, y de nuevo, en tu interior, el ardiente deseo de que al otro lado no vuelvas a encontrar lo mismo. Sabes que tu cuerpo y tu mente no soportarán otra vez lo mismo, que te recostarás en un rincón en espera de que llegue el alba y el despertador te arrebate de aquel lugar y te devuelva a tu mundo, a tu realidad, aunque entonces el juego quedará incompleto y tendrás que comenzar de nuevo otra noche.

Incluso rezas en un susurro mientras giras la cabeza para afrontar lo que, a través de la puerta ya abierta, te ofrece la siguiente estancia.

Por un momento dudas. No sabes qué pasa pero algo ha cambiado. Es una estancia no muy diferente a las que ya conoces, tal vez un poco más pequeña, y desde luego nada parece anunciar que aquélla sea la salida. Pero aún así, tu cerebro te dice que algo no cuadra en el esquema tan repetido durante largas noches y que conoces casi de memoria. Entrecierras los ojos incluso tratando de atisbar más allá de las sombras por descubrir esa pequeña diferencia.

Pero no son tus ojos quienes te la muestran, sino tus oídos: te dicen que allí sólo se escucha el sonido de una respiración, y que en lugar de venir acompañada de ronquidos, suena agitada, incluso en ocasiones asociada a leves lamentos y susurros ininteligibles.

Y es cierto, puedes ver que hay un único catre en aquélla estancia, y que a diferencia de las demás, no está pegado a las paredes si no que ocupa el espacio central. Tu mente trata de escarbar en los recuerdos de otras pesadillas vividas por ver si otra vez se encontró con algo igual. No, lo cierto es que nunca le habías prestado demasiada atención al asunto, pero ahora descubres que siempre los durmientes se hallaban en grupos de dos o tres. Tu corazón da un salto de esperanza porque no puedes dejar de pensar que tal vez aquello signifique algo: ¿quizá el final de la pesadilla?

Una tenue luz ilumina el rostro del durmiente y puedes verle con nitidez. A pesar de la repulsión que te causa, hay algo en él que te llama poderosamente la atención: a diferencia de otros de sus congéneres que has ido encontrando, éste no duerme pesadamente si no que parece sumido en un duermevela inquieto. Sus párpados purulentos se agitan como si debajo los ojos estén viendo entre sueños. Su boca se abre y se cierra dejando escapar murmullos y gruñidos. Su cuerpo se convulsiona de cuando en cuando y se agita cambiando de postura. Aquel durmiente vive una pesadilla.

Lentamente te has ido acercando al catre, aunque no has sido consciente de ello. El aturdimiento que te causa aquel ser ha hecho que tu prudencia se desvanezca por primera vez en muchos años y es tal tu obnubilación que comprendes demasiado tarde que has cometido, al fin, el error que tanto has temido, pues al avanzar sin cuidado has golpeado una pequeña mesita que se encontraba en tu camino y de ella has derribado un jarrón.

Le ves, como a cámara lenta, mientras surca el breve espacio que le separa del suelo. Sabes que cuando impacte con él todo habrá terminado para siempre. No sientes miedo, eso no, quizá sólo alivio y una paz interior que no recordabas haber sentido nunca. Has perdido, pero al fin podrás dejar de temer a la noche y a las sombras.

El jarrón entra en contacto con el suelo con un sonoro...

CRACK

...que te hace saltar de la cama.

Miras desorientado a todas partes, preguntándote por un instante dónde estás. Los cuadros en las paredes, tu ropa sobre la silla, la foto de tu madre en la mesilla... Estás en tu habitación, despierto, en la realidad.

Te llevas la mano al pecho tratando de calmar tu corazón que parece una locomotora antigua, mientras tu mente se pregunta que ha podido pasar. El alba, te dices, el despertador...

Miras por la ventana y la luz que te devuelve amortiguada la cortina cerrada no es la luz de la mañana. Clavas los ojos en el despertador digital y sus guarismos te marcan las 5:37. El alba no ha llegado y al despertador le falta más de hora y media para cacarear su aviso matutino. Pero entonces, ¿qué te ha despertado?

Es entonces cuando descubres, en el suelo, los restos rotos del jarrón. Es entonces cuando comprendes que no estás sólo en la habitación. Es entonces cuando atisbas, casi acurrucado en las sombras, al durmiente que te mira con ojos aterrados.

Dos gritos estallan a la par en la noche y, unidos como un coro, se entrecruzan rebotando hasta perderse calle abajo.


📌 Texto seleccionado en el Taller del 28.05.2003.

  • Créditos

    Revista Almiar (2003)
    ISSN 1696-4807
    Miembro fundador de A.R.D.E.