Ximena, Clavel, los parias
y el día que me quieras
Augusto
Rubio Acosta
La última vez que
hablamos Clavel y yo, fue hace como quince años.
Conversamos largo y tendido en la esquina del malecón y
el jirón Tumbes. Una botella de cañazo nos llevó a acordarnos
de los viejos tiempos, de los años en la escuelita 42 de
Miramar, de las mil formas de abandonar la familia, de iniciar
una nueva vida. La última vez que lo vi no pude despedirme
de los muchachos. Aquella mañana de noviembre decidí dejar
el inmundo y enorme corralón que nos servía de dormitorio,
resolví agregarle a mi vida incierta un peso extra sobre
la espalda, me atreví a desafiar —incluso—
las implacables leyes de mi destino. Probablemente para
ese tiempo ya intuía que la vida de un paria no podía ser
de otro modo: un día dormir aquí, el otro allá; un día comer
bien, estar sano, y el otro no; un día tener billete para
los pequeños placeres, y el resto del año volver la cara
a la realidad, a su inenarrable crudeza.
Los largos
años que dejé de ver a Clavel, sirvieron para darme cuenta
de lo que era capaz y de lo mucho que he cambiado. La vida
me sorprende ahora recorriendo calles, observando gente,
conversando con desadaptados en pequeñas cámaras de gas
y apuntando todo en una libreta. La vida me lleva ahora
a caminar a tu lado, Ximena, por calles polvorientas y bajo
los puentes, a reflejarme de rato en rato en tus ojos de
huevo frito, a esperar ansioso la inminente llegada del
día que me quieras.
Al negro Clavel
lo conozco de siempre. De niños compartimos la humedad de
la tierra bajo la planta de nuestros pies, el fétido olor
de las fábricas pesqueras, la brisa y la esperanza de los
más viejos en Ciudad de Dios. Las aulas también fueron nuestras
en la vieja escuela «Túpac Amaru», frente al mar. Por las
tardes, los que mandaban en casa nos enviaban a lavar autos
en el centro de la ciudad, a limpiar pescado en el 27 de
Octubre, vendíamos jurel y caballa de puerta en puerta,
aplanábamos las calles en el barrio magisterial.
El día que
decidimos acabar con los golpes y el abuso, salió el sol
y habíamos comprado una sandía. El mundo se abrió inmenso
ante nuestros ojos y sólo teníamos doce años. La nueva vida
nos trató peor, pero jamás hubo de qué arrepentirse, cualquier
desgracia fue finalmente mejor que desandar lo andado.
Tantos años,
Ximena. Tanto tiempo… Parece mentira, pero Chimbote sigue
siendo el mismo. Ahí está el desorden, la misma miseria,
la espantosa desigualdad en las miradas de la gente, hasta
la mierda esa de los políticos y las putas en las plazas,
parecen ser las mismas…
Vivir en la
calle, libre, es lo más cruel y hermoso que le puede pasar
a un hombre. Ahí estábamos, asimilados a una nutrida mancha
de parias, domiciliados en un vetusto corralón lleno de
desmonte y sin cerco, casi vecinos del Hotel de Turistas,
frente al mar. De día, de tarde, la vida era siempre la
misma. Únicamente las noches venían cargadas de emociones.
A veces no sabíamos si estábamos despiertos o soñando. Limeño,
Radiola, el negro William y los Tóxicos fueron los más cercanos
y ahora están muertos. El resto era gente ya recorrida que
vivía de las prostitutas de la Plaza de Armas, de los maricones
de 28 de Julio y de uno que otro asalto. A nosotros, por
ser mocosos, nunca nos tomaron en cuenta. Lavar carros todo
el día, comer mal, robar antenas y espejos de los autos,
buscar mujeres en las noches. El tiempo pasa volando cuando
estás en las calles; los meses, los años, la marihuana,
el terokal y el trago, los delitos. Con el transcurrir de
los calendarios, algunos de los más viejos encontraron una
mujer y sentaron cabeza; como cachineros, buscaron «reinsertarse».
El negro Clavel
nunca fue choro. Sólo pirañeaba de tiempo en tiempo, cuando
la necesidad era más grande que nuestros pavorosos dolores
de estómago. Él perdió a su madre mucho antes que yo, la
vio consumirse a plazos en Ciudad de Dios, flaquita, con
esa tos horrible y las náuseas que se hacían coágulos. El
negro nunca quiso casarse ni tener familia. De noche, levantábamos
hembras de la plaza, las llevábamos al corralón, y si teníamos
plata, escogíamos incluso dos para cada uno. Hace tiempo,
en una de mis visitas a Chimbote, alguien —no
recuerdo quién—
contó que Clavelito había empezado a desviarse. Se hablaba
que ahora no sólo le gustaban las mujeres blancas, altas
y de buen cuerpo, se decía que también levantaba homosexuales
de Bolognesi, que las venéreas lo tenían cada día más idiota.
Ahora que
hablamos del pasado, Ximena, que te he traído aquí para
que conozcas el lugar donde he nacido, para que sepas de
mi voz heridas por las calles, deducirás por qué a veces,
suelo estar tan triste. Anoche en el Pousse Café de Bolognesi,
mientras planeábamos la visita a mi pasado, este regreso
a mis orígenes, y lamentabas no haber traído la cámara fotográfica
para inmortalizar el momento, pude encontrar en la cuenca
de tus ojos, el arco iris que hace tiempo no hallaba. Qué
bueno es saber que la lluvia es aparentemente fugaz en la
azotea de tu soledad. Bueno también que la luna te siga
completa desde lo alto, que no sólo ilumine mi oscura habitación
repleta de papeles, sino tu sonrisa y el mundo en el que
habitas. El día que me quieras, Ximena, dejaré de frecuentar
los bares, dejaré de venir a Chimbote a buscar material
para mis cuentos, arrancaré las nuevas flores de la Plaza
de Armas para ti, aprenderé a regalar chocolates, a comer
y a bailar todo aquello que ahora detesto. El día que me
quieras estaré dispuesto a dejarlo todo, incluso esta nueva
vida de escritorcito que me absorbe y te molesta. En tus
oídos retumbará el «me gustas» de la otra noche; dejaré
en tus manos la totalidad de mis borradores y libros, los
oxidados archivadores de palanca, mi vida…
La una de
la tarde y el sol castiga con fuerza desde lo alto. La esquina
de Olaya y la avenida Buenos Aires está empapelada de enormes
afiches fosforescentes. Vendedores de ceviche y gelatinas,
flanes y zapatos viejos. Una gran cantidad de trastos antediluvianos,
teléfonos y long-plays usados. Es el mundo de La Cachina
ante nuestros ojos. Clavel ha resuelto finalmente, llevarnos
a almorzar al Comedor de Heraldo. En la ocho de Pizarro,
la cantidad de aves a la venta en veredas y pista nos impresiona.
Faltan dos días para Navidad y alrededor nuestro todos son
pavos, pollos y otros plumíferos. Nos hemos sentado a la
mesa y un gordo sin camisa nos ha traído un lomo saltado.
Aquí el negro se ha puesto a llorar, se ha acordado de cuando
éramos niños, de sus años en el CRAS de Miramar, en Huarás
y en Cambio Puente. Nos ha dicho lo arrepentido que está
de haber violado a esa mujer cuando era muchacho, ha contado
de la cárcel, la celda y sus inquilinos. Para el negro Clavel
la vida está perdida. Sin documentos, sin nombre en los
registros y como él dice: «Sin tener siquiera un homosexual
que le cocine», su vida transcurre cargando pesados sacos
de abono en las agropecuarias de la avenida Gálvez. A veces,
por las tardes y cuando no hay trabajo, suele echarse a
descansar en la vereda, suele pararse en la puerta del Comedor
de Heraldo y reclamar a gritos un menú más variado. Ahora
ya lo conoces, Ximena; sabes el por qué de mis viajecitos
a este puerto. Ahora que has venido, que te he traído desde
Trujillo a conocer mi mundo, quiero que sepas bien que continúo,
te continúo esperando.
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