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El eco de mi voz
Marcelo D. Ferrer


Levantó la vista por encima de un plato de comida para espiar cuando ella entró junto con una anciana al restaurante, rogó que se sentara donde pudiera observarla y su deseo se cumplió. —«Si la belleza ha decidido convocarse como un conjuro para mis ojos... esa frente con sus pómulos y su fino trazo de la cabeza al pecho y de los hombros al regazo... son presencia al borde de mis párpados para alegrar mi almuerzo solitario». Renegó ácidamente. —¡Puf! Imposible desligarse del poeta.


Jamás tendría el valor de transformar en palabras habladas sus pensamientos. Volvió al plato y a las líneas entrecruzadas de un diario —artilugio de los tímidos—.


Su vida era búsqueda. Su agradable apariencia y serena expresión lo habían puesto en infinidad de situaciones con el sexo opuesto, sólo que la enclaustrada acústica de su voz interior impedía que todo sonido pudiera ser escuchado por alguien. Ya de pequeño, estando en la escuela, las maestras habían resignado que alguna vez les dijera una lección oral de corrido sin quedarse enajenado de su voz; era comentario de los profesores que su brillantez sólo era posible ser evaluada por escrito.


—Para quien yo esté destinado no serán necesarias las palabras que jamás pronunciarán mis labios, desde el umbral de mis ojos amanecerán sus ojos... —se decía a sí mismo cada vez que su timidez se transformaba en un agobio capaz de atentar su estima.


Por un instante le pareció que ella lo miró, fue por eso que bajó su vista bruscamente para fijarla de nuevo en el diario. Antes de un segundo elevó en un respingo su mirada para saber si ella había notado su torpeza. Recorrió la mesa hasta donde estaba sentada la vieja que a su vez lo miraba con ojos plácidos y pestañaba místicamente lento... como desacompasada del tiempo, sonreía apenas. Se la quedó mirando con fijación y sin el menor atisbo de evitarla, se sintió extraño. Desvió la vista hacia donde estaba ella ojeando la carta del menú y abstraída de toda presencia. La observó en detalle. De su mirada tierna brotaba comprensión, imaginó que debería tener un excelente control y total predisposición al diálogo. Su vestimenta era corriente pero su real atuendo era la dignidad de su porte y su manera que parecía grácil y gentil.

Sin embargo, aún no le había dirigido una sola palabra a la anciana, a quien, a juzgar por su placidez, parecía que tan sólo le bastara la compañía de ella. ¿Sería su abuela?

—Yo sería feliz a tu lado, puedo sentirlo !Dejaría esta amarga espera para gozar al fin de tu tibieza. ¡Fíjate! Aunque parezco estructurado, es sólo mi apariencia, tengo excelente conversación... o al menos, la tendría contigo... Y tú, que pareces caída del edén con angelical inocencia, eres la persona que amaría a conciencia.

—¡Puf!! —renegó nuevamente... De manera fugaz ella dirigió sus ojos a los de él y se le quedó mirando... Él, nuevamente bajo su vista aunque esta vez con menor torpeza. —¡Gracias por darme en este segundo tu esencia...! —de nuevo le rezongó al poeta.


—Seguramente te irás o me iré y jamás sabré de ti otra vez... ¿Quién escondió para mi el sendero al amor? ¿Qué debiera hacer para superar mi frondosa timidez y decirte con toda mi frescura de este deseo de tomarte la mano y anudarme a tu alma? ¡Bah! Estoy alucinando tu jamás lo sabrás porque jamás me atreveré a llamar tu atención, es por eso que ruego al cielo que mi voz te llegue sin que medie el eco de esta habitación.


Sin un gesto ella se levantó de su mesa y se paró frente a él...

—¡Usted me está hablando, pude oírlo con claridad!

Dijo un montón de cosas hermosas... de esas que siempre quise escuchar.

—¿Yo? ¡Yo no he emitido ningún sonido!

—Cierto, usted no ha emitido sonido pero ¡he podido escuchar cada una de sus palabras...!, deseos y ansias que me llegaron como una revelación para el alma.

Sorprendido y sin creer en lo que estaba sucediendo desvió su vista hacia la anciana que ahora sonreía plenamente y le hacía gestos con su cabeza para animarle a contestar.

Volvió su mirada hacia ella, estaba parada frente a sí... inmóvil, frágil...

Escuchó con toda claridad: —¡Dile! ¡Dile!


Juntó coraje y puso toda su energía en sus cuerdas vocales... ahora nada más debía esperar que su lengua y sus labios obedecieran.

—Usted me parece bella... no sólo en apariencia, está concebida para mí al igual que mi existencia. Él mismo quedó atónito por semejante alarde de aplomo...

—¿Le molesta que me siente?, también estoy sola y... me gustaría que hablemos. Él se paró de un salto y asintió con un gesto desconcertado pero sumamente caballeroso. Miró hacia el lugar donde se encontraba la anciana, ya no estaba allí.

—La persona que llegó con usted.... ¿la anciana?

¿Anciana? Estará usted confundido, entré aquí sola.


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Marcelo D. Ferrer nació en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, República Argentina. Es Contador Público y Licenciado en Economía; Escritor, Poeta y Ensayista. Es miembro y ha presidido diversas O.N.G. dedicadas a la educación y al servicio comunitario.

PÁGINA WEB DEL AUTOR: http://www.marcelodferrer.com.ar/index.htm

Otros relatos del autor, en Margen Cero: La merienda
- FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez ©






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