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El final
Livia Felce


Ella bajó los párpados y el sol se nubló. Sobre un fondo oscuro una luz titilaba como una llama que muy tenuemente empequeñecía. Volvió más adentro la mirada y vio el camino por el que había llegado. Estaba umbroso de árboles y crepitante de otoño, la última lluvia se demoraba en los charcos y algunos pastos emergían airosos. El colibrí, el tero, y los gorriones hacían su juego y cantaban la huída de la tormenta. Sobre las hojas aún corrían algunas gotas demoradas que el sol iba a evaporar antes de que cayeran, como dormidas, como confiadas de su pendiente vertiginosa. Le placía ver caer, de a una, resbalar, las gotas por la suave tersura de la hoja verde. Le placía verlas correr y adentrarse en una grieta de la piel curtida del tronco. Le placía ver la flor inclinarse, ceder el pétalo al peso de una gota, y después volver a restaurar su equilibrio y su forma matemática, diseñada en un oscuro brote. Si no fuera por su paso lento, diría que hacía el mismo camino que antaño, cuando regresaba en la hora queda de la tarde después de agotarse entre papeles y trámites. Pero el paisaje también había cambiado, más árboles cubrían la calle del pueblo, los jardines, los frentes. Todo era y no era igual. Las quintas habían achicado sus parques y más techos rojos moteaban el camino. Sólo algunas no habían cambiado. Abrió los ojos y vio la casa austera, envejecida, cuarteada. La vejez es para todos, pensó: para mí, para el árbol, y recordó que no hacía mucho, la casa era más joven y ella andaba por sus patios y salones. ¡Qué engañoso es el tiempo, se percibe más en las cosas, en los rostros, que en la memoria, donde todo parece tan próximo! Treinta años eran muchos, sin embargo estaban al alcance de la mano. Entonces, el tiempo, como animal en acecho, se detuvo. Vio el mismo roble, alto como una catedral asomar detrás del muro y la encina esconder las primeras sombras de la tarde. Repitiéndose.

Se acomodó el vestido, algo arrugado por el viaje, y tomó el llamador. Los golpes resonaron en el hueco penumbroso tras la puerta. Ella sabía cuánto tardaría alguien en llegar a mirar por el visillo y luego girar la cerradura para abrir. El cuarto en que él solía permanecer estaba como a veinte metros de la entrada. Había elegido vivir en la planta baja porque las escaleras le hacían doler las rodillas, como si perdiera firmeza, y temía caer, descontrolado. De todos modos caminaba lentamente, nada lo apuraba. Ella esperó, se atusó el pelo lacio, recogido en la nuca, como un paquete, para que siempre estuviera prolijo y no le molestara en la frente con un cosquilleo que la irritaba. No podía soportar que una mecha le acariciara los ojos o le cayera sobre las sienes. Había cosas que le molestaban y otras que le causaban placer, como mirar los árboles, sus verdes cambiantes, los brotes nuevos o las ramas que se visten de ocre en el otoño. Podía sentir en el rostro la caricia del viento y el olor verde del aire del campo, pero no un cabello, que le molestaba como si una araña caminara por su piel. Él corrió la cortina y la vio. Después se oyó el ruido seco de la llave y se entornó la puerta. Se dejó ver. Alto y delgado, tal vez demasiado para su edad, asomó la cabeza canosa y el rostro asumido de años fatigosos. La miró casi sin asombro.

—Qué bien que viniste. Esperaba que algún día lo hicieras. ¿Querés pasar?

Ella lo miró. ¿Había sido ese el rostro del hombre que amó? ¿Estaba previsto que deviniera así? Lo reconoció porque la voz no había cambiado, tal vez algo más cálida, más suave. Pero sus ojos eran otros, no tenían la chispa arrogante de su juventud, eran mansos, eran tiernos, tal vez mendicantes. Lo miró fijo y apenas sonrió:

—Sí, gracias —entró en el recinto. Las tres puertas y dos ventanas reducían las paredes a estrictos paneles de madera que soportaban airosos el paso del tiempo, no había asientos, como cuando se usaba como antesala, sólo unos cuadros y un perchero.

Se quedaron de pie, mirándose, como para reconocerse después de muchos años. Él se acercó a una puerta y desde ahí le dijo:

—Dejá tu bolso, por favor, y vení, vamos a tomar algo caliente. De pronto hace frío y, ya sabés, la casa no tiene calefacción. Caminó volviéndose, como para guiarla. Ella iba erguida, su andar no denunciaba los años, y aunque su cabeza estaba también encanecida, un matizado le quitaba esa blancura de algodón que cae como un baldazo de tiempo sobre el cuerpo. Dejó el bolso y lo siguió. Miraba al pasar los otros cuartos abiertos. Uno era el dormitorio, todavía estaba la cama matrimonial, otro la sala, otro el comedor, y al final del recorrido desembocaron en un jardín de invierno, luminoso, que se tragaba la claridad del día por el vidrio del techo y de las paredes. A veces había que correr el toldo para no encandilarse, a veces no había que prender la luz hasta que el sol había completado su viaje por este lado del mundo y refulgía acostado entre los árboles del parque.

Él tocó un sillón de mimbre y le dijo:

—Sentáte aquí. Ella se acomodó, puso la cartera a un costado y las manos sobre el regazo, serena. Miró en derredor. Todavía el sol estaba esplendoroso y las sombras nítidas sobre el césped, afuera, y adentro, sobre las plantas de interior que, como pequeña selva, trepaban paredes y muebles abrazándolos con el mandato de la vida.

—¿Estás bien? -preguntó ella, no sin dudar si era la pregunta adecuada. Se lo veía cansado, pensó. Pero uno puede estar cansado de muchas cosas: puede estar cansado de estar solo, o de llevarse mal con alguien, o de ser pobre, o de sufrir algún dolor persecutorio e inclemente, que, visitante perpetuo, no nos deja. Ya no sabríamos ser sin él. Pero nadie se cansa de tener buen humor o de sentirse feliz. A menos que lo viva con temor, como si mucha felicidad fuera presagio de alguna desgracia venidera. A veces el miedo socava los mejores momentos, los pocos, en que de tan plenos parecemos no existir. Aunque este no era el caso, se dijo.

—¿Estar bien? —repitió él. No sé, estoy así. Hace tiempo que estoy así. No sé si es tristeza, o abulia, o desinterés, o dolor cauterizado. No sé qué es. Es como nada, como estar y no estar. Pasar por las cosas o que las cosas me pasen y no enterarme, no querer enterarme. Aunque no me pasan grandes cosas. La última fue cuando te fuiste.

Hubiera preferido no decirlo. Tal vez la frase estuvo en el borde de su boca esperando salir y ahora revolvía el pasado, derramaba sobre el día soleado en el jardín de invierno el ímpetu de aquella vez en que ella partió cuando le dijo que ya no lo amaba.

No era cierto, pero ella creía que tanta docilidad de los días, que tanta armonía iban a terminar en una rutina que los aplastaría como pisados por un elefante. No toleraba la idea de la repetición, la idea de un confort adocenado, de una seguridad a largo plazo. No toleraba la idea de proyecto y de eternidad. «Somos felices, ¿y ahora qué?» —le preguntó aquella vez.

Él no supo qué responder. Tenían lo que habían deseado, ¿qué más?

Qué más era el cambio, la incertidumbre, el placer de descubrir lo nuevo. Nada permanece intocado, inmarcesible. Todo cambia. ¿Qué hay después del deseo satisfecho? ¿Conformidad, quietud? No, para ella. Él lo descubrió más tarde: no lo dejó por otro hombre, tal vez hubo varios, pero eso ya no importaba. Hoy no eran los mismos de entonces. Los fulgores habían palidecido con el tiempo, pero él guardó algo, pacientemente, alentando el regreso.

Ella recorrió su rostro como si lo viera por primera vez, y una lágrima, una de tantas que no se permitió llorar, asomó precipitada.

—Perdonáme —dijo con la voz quebrada. Bajó de sus ojos el llanto acumulado, la culpa impaga, y la impotencia para retroceder el tiempo y ovillarse en aquella felicidad cotidiana que despreció.

Él se acercó, y pasó su mano por la cabeza y los hombros de la mujer que se sacudían como para descargar tanto peso. Se sintió doblemente herido: porque no pudo perdonarla y porque ahora no lo conmovía. Volvió a pasar sus manos por la garganta agitada y de la suave presión surgió la vehemencia de todos los años de espera, de todo su dolor macerado, como esas hojas podridas que van a alimentar la tierra del árbol que les dio vida. Le apretó el cuello hasta silenciar el llanto. La última mirada de terror deformó el rostro de la mujer que amó. Dejó el cuerpo caído sobre el respaldo y miró el sol que se destejía entre las ramas. Hoy le había sucedido algo. No era cierto que nunca pasara nada en su vida.

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Livia Felce es una escritora argentina.

De este autora puedes leer otros dos relatos publicados en Margen Cero: Estoy de viaje y El poeta

- ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©