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Los girasoles
no tienen tortícolis

Martín Marcos Barbero


Azul, sólo ve el cielo claro. No tiene sentido, no sabe donde está ni cómo ha llegado allí. No le importa, precioso el mar de tranquilidad sin olas, sin nubes. La brisa le mece los cabellos haciendo que le acaricien las mejillas. Incapaz de mover la cabeza va girando su cuerpo mientras sus pies se hunden lentamente en un suelo removido. Hasta que de repente el sol, sin aviso, le ciega. Cierra los ojos y aprieta los parpados fuerte como si eso fuera a conseguir que el dolor cese.

Ve millones de estrellas rebotando contra su ser en un fondo de oscuridad absoluta, y utilizando la mano a modo de visera empieza a abrir los ojos, aún sin llegar a ver le resbalan lagrimas protectoras.

Amarillo, sólo ve un mar de fuego. Está rodeado de girasoles, un campo extenso hasta donde le alcanza la vista, preciosos todos mirando hacia arriba, observando el sol que le ha cegado. Va girando sobre sí mismo intentando ver un hueco, campo, algo irregular en ese paisaje de Van Gogh. No ve nada, sólo flores gigantes. Es hermoso pero en cierta manera le hace sentir miedo. Superado por la belleza que sólo su cuerpo rompe respira hondo y suelta un suspiro entrecortado. Está desnudo y el sol empieza a calentar su piel, decide tumbarse en el suelo y desaparecer. A la sombra de los girasoles que persiguen al sol. Se fija en uno detenidamente tomando puntos de referencia y por momentos lo ve moverse. Cuando empieza a agachar su cabeza de pipas decide levantarse, está anocheciendo. Lo que encuentra al erguirse es la más maravillosa de las estampas. El sol, antes asesino de su vista, es el estímulo ideal. Mientras la parte superior del cielo sigue teniendo el color celeste ahora moteado con pequeñas nubes, va tornándose más oscuro en los laterales de la imagen. Pero rodeando el sol ahora naranja hay una guerra de lenguas de fuego, nubes rojizas, amarillas y naranjas pelean entre sí por tapar al astro rey. Un poco más abajo, derrotados por la luz, empiezan a decaer los girasoles mientras los más lejanos al sol han empezado a asumir la despedida, los más próximos aún batallan por su calor aguantando estoicamente los pétalos bien erguidos. Así el suelo va desde el verde de los tallos al amarillo estridente de pétalos para difuminarse en su amado anaranjado. En un rato todo parece morir, todas las flores descansan, recobrando fuerzas. Piensa que duermen y sueñan que miran al sol. Al final del sueño, al amanecer, abrir sus coronas, reencontrarse y sentir su calor.

Se despierta.

El techo blanco y unas cortinas verdes le delatan que está en su habitación, solo. No verla al lado le duele, una punzada de angustia en el corazón. Ya hace tres años que no está, mañanas en que está su recuerdo, albas en las que hay otra, pero nunca ella. Antes de que le abandonara para irse con sus sueños tampoco estaba. Su cuerpo sí, ella no. Le llega una fotografía mental de cuando más la amaba, cuando más guapa la veía, cuando era su niña. Su sonrisa omnipresente entonces, le fuerza a él una ahora. En sus oídos que no la oyen resuena el eco de su voz diciendo tonterías, otra sonrisa aflora en sus labios. Las manos que ya no la acarician buscan la foto que tiene boca abajo en la mesilla de noche, y le dan la vuelta. Casi sintiendo la textura de su piel en el papel. Sus ojos que ya no la verán hacen girar su cabeza en busca de la foto. Ahí está ella, con una sonrisa de payasita y un plátano en la cabeza. Cuando va a sonreír de nuevo, le empieza a temblar la mandíbula, sus labios se estiran y cambian de dirección. El dolor del vacío en su cuerpo se va llenando de angustia, ocupando los pulmones le hacen suspirar para intentar vaciar algo de pena. No se frena esa sensación de amargor extremo, de confusión y de algo inexpresable. Es como un sentimiento parecido a cuando eres niño y piensas en la muerte. Te coge algo dentro que te atormenta y no te suelta hasta que no te despistas con cualquier otra cosa. De adulto es más difícil distraerse. La angustia te consume demasiado. Mientras le come por dentro va llenando sus pensamientos y su pecho de lágrimas, de dolor y de recuerdos, sobre todo de recuerdos.

Todos momentos deliciosos, todos felices. La angustia del amor perdido es cruel, más que la muerte que jamás comprendemos.

Mientras los ojos, incapaces de apartarse, van llenándose de lágrimas más amargas que saladas. El agua va haciendo que desaparezca la foto sin llegar a desbordar hasta…

Hasta que el recuerdo puede más, le hace cerrar los párpados y le transporta a un cine donde pasan todos los momentos que antes sólo le narraba el cerebro. Les ponen protagonistas, ella tan guapa, él mirándola. Llora y gime, llanto irracional, incontrolable. La nariz taponada y el alma queriendo salir por la boca. Las manos que un día tocaron su cuerpo buscan los ojos intentando parar el arsenal de imágenes. Sólo consiguen poner destellos de luz alrededor de su cara, tan linda, tan preciosa. —Te odio, ya no te quiero, a ti no te quiero—. Es cierto, a ella no la quiere. Pero a su recuerdo, a la niña preciosa que sonría como los ángeles, le sigue amando. La idolatra y la desea, la echa tanto de menos, pero ella murió hace tiempo y sabe que no volverá. Porque no sabe comprender a la muerte y menos al amor, pero sabe dentro él que todo es tan doloroso porque la niña que amó murió, no comprende cómo ni dónde ni por qué pero sabe que no volverá. Ahí empieza a resignarse, ha pasado una hora, en la misma posición. Llega tarde al trabajo, bienvenido al mundo real. A veces es agradable sentir el calor de la vuelta a la realidad, sobre todo si te persigue la pesadilla de tiempos mejores. Entra en la ducha y cuando empieza a enjabonar el pelo, le da una punzada en el cuello. Va a ser un día largo, cada vez que le duela se acordará de la foto, de ella no, pero si de su recuerdo. Va a ser un día muy largo.

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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©