
«It’s
now or never»
Luis Enrique
Mejía Godoy
A mis trece años,
como a la mayoría de los niños, me gustaban la mujeres mayores.
Mis tías solían reunirse en el corredor de la casa por lo
menos una vez a la semana con mi madre que ya andaba en
los cuarenta. Me divertía escuchar sus risas, contándose
chistes picantes mientras tomaban café, sentadas en círculo
alrededor de una mesa llena de pastelitos, rosquillas, semitas
y otras delicias del pan segoviano que mi propia madre hacía
en el horno de la casa. Yo tenía algunas tías realmente
jóvenes pero ninguna soltera. Con sus vestidos discretamente
escotados, el pelo rizado con la técnica de pinzas calientes
y sus bellos rostros apenas maquillados, frescos y morenos.
Perfectos dientes remataban una sonrisa, digna sin duda,
de un primer lugar en el certamen de Miss Nicaragua. Una
estampa que competía con la de una artista del cine azteca,
inevitable y obligada referencia de la belleza femenina
de América Latina a finales de los años cincuenta, como
las fotografías de María Félix, Elsa Aguirre y Rosita Quintana
que mi papá tenía debajo del vidrio de su escritorio.
Me gustaba ver pasar por la acera
de mi casa a la esposa del gerente del Banco Nacional. Una
cuarentona de piernas firmes que escoltada por sus hijas
no menos bellas, pero como decía el vecino: «nada que ver
con la hembrona de su madre». Venía por la acera de la casa
bajando hacia la Iglesia. Mujer "Centaura" de tierras chontaleñas,
—mitad mujer, mitad potranca— de
pelo negrísimo y ojos almendrados, con un movimiento de
caderas «que a cualquiera deja enclochado y con los cables
pelados», comentaba emocionado, mi primo René, que al verla
venir a la mitad de la cuadra, imitaba el relincho de un
potrillo y pelaba los dientes.
También me gustaba la mujercita
del telegrafista. Maestra de primaria, veinte años, rostro
aindiado y baja estatura, pero con unas pantorrillas bien
torneadas y unos pies menudos metidos en unos zapatos de
tacones altísimos que hacía sonar como la clave de un danzón
de Lara y que yo escuchaba desde cualquier rincón de la
casa. Salía entonces a la puerta para verla pasar olorosa
a perfume barato, con sus nalgas respingaditas y juguetonas,
como enjuagándose. Vestida de rojo, desplazándose debajo
de una sombrilla azul con mariposas amarillas que movía
coquetamente en su camino a la escuela pública muy a las
seis y media de la mañana, a la misma hora en que el Poeta
Selva le improvisaba Sonetos de amor, Ovillejos y versos
Alejandrinos a las empleadas domésticas que iban con su
pichelito a traer la leche y la cuajada donde los Briceño.
Había también una mujer muy especial.
Andaba en los veintitrés años aunque parecía menor. Decían
que era la querida del Jefe Político a quien le había botado
un hijo cuando no se quiso casar con ella. Se llamaba Ángela
Rosa y le hacía honor a su nombre porque era una sencilla
flor de la calle con cara de ángel y unos pechos bien duritos
que parecían nísperos debajo de su blusa de hombros desnudos.
Peinada siempre una trenza larguísima que le caía como un
cascada hasta las nalgas. Altísima como una palmera; caminaba
como en el aire con sus sandalias de cuero crudo. Lo que
más me gustaba de ella era que aunque todo mundo la criticaba
de ser una mujer fácil, se desplazaba en las calles como
en una pasarela de la alta costura internacional, con un
porte y una dignidad que jamás he visto en nadie. Debajo
de su vestido de algodón, hecho por ella misma, yo adivinaba
su bello cuerpo de sirena de río y me la imaginaba bañándose
en chibolas en el río Inalí.
Pero bueno, de quien realmente
quiero hablarles en este relato es de la mujer del Comandante.
Hermosísima dama de familia andaluza mezclada con sangre
negra del Caribe, casada con un hombrón somoteño que fue
Jefe de una Patrulla de la Guardia en las montañas de las
Segovias y que en menos de diez años había ascendido a Capitán,
después a Mayor y luego a Teniente Coronel. Conoció a doña
Esther, como se llamaba su mujer, en República Dominicana,
cuando se fue a entrenar en un curso especial que el Ejército
Gringo organizó para instruir a los ejércitos de las dictaduras
de Centroamérica y del Caribe. Se la trajo a Somoto donde
se casaron y procrearon tres hijos. Era un matrimonio amigo
de mi familia, razón por la cual yo llegaba a su casa a
cualquier hora y entraba hasta la cocina, allí la encontré
muchas veces en bata de levantarse, con el pelo suelto,
haciendo café fuerte como le había enseñado durante su niñez
en Santo Domingo su tía Clarisa, una mulata hija de franceses
y haitianos. Siempre con su olor a mentol y a tabaco por
los dos paquetes de Kool que se fumaba diariamente. Doña
Esther era una de las mujeres más hermosas del pueblo. Ella
lo sabía, el Comandante también, y ahora yo lo estaba confirmando
con el corazón agitado, cuando al final de las vacaciones
de verano, cumplía mis trece años de edad.
La primera vez que reparé en ella
fue cuando, vestida de pantalones ajustados y camisa a cuadros,
un sombrero hondureño de ala ancha y unas botas vaqueras
estelianas que le llegaban hasta las pantorrillas, montaba
un hermoso caballo en el tope de toros de las fiestas del
11 de noviembre. Todo el pueblo se fijaba en el cuadrúpedo
que era de pura raza árabe y que unos turcos de San Marcos
de Colón le habían regalado al Comandante en muestra de
agradecimiento por los contrabandos de telas que los árabes
pasaban por la frontera de El Espino. En cambio yo, sólo
me fijaba en sus caderas y sus hermosas nalgas que daban
pequeños saltos sobre la montura negra con adornos de plata.
Sus pechos, seguramente sin sostén, también brincaban al
ritmo del Son de Toros que los Chicheros tocaban en el desfile.
Podía ver los círculos de sudor de sus pezones rozando la
camisa vaquera, y ella, con la sonrisa grande y su ceja
arqueada —como la de la Greta Garbo— me hacía perder el
control, diciendo adiós con sus manos largas enguantadas
que llevaban las riendas del brioso animal, sofrenándolo,
sacándole el paso, «como a su marido el Comandante...» —pensé
con envidia. Sentí un escalofrío en la nuca.
Un día que había quedado de pasar
por Manuel, el hijo mayor del Comandante, para ir a tirar
con hulera palomas y garrobos al Cerro de la Cruz, vi que
la puerta de la sala estaba abierta. Entré hasta el comedor
y busqué en la cocina, llamé varias veces a Manuel pero
nadie respondió. Cuando decidí salir de la casa, algo me
obligó a regresar y empujé la puerta de uno de los cuartos
que resultó ser el aposento matrimonial. Allí estaba ella,
despernancada en la cama, con la bata abierta hasta la cintura,
mostrándose como una preciosa escultura de ébano, evidencia
genética de sus ancestros africanos. El corazón me dio tres
pataditas y la sangre me recorrió en un segundo todo mi
cuerpo flaco. Me puse nervioso, no supe qué hacer, sabía
que estaba invadiendo la privacidad de una familia, me lo
había dicho tantas veces mi mamá: «Uno no entra en casa
ajena hasta que le dicen que puede entrar, de otra manera,
lo confunden con un ladrón...». Pero yo estaba ahí, y no
me arrepentía de ver lo que estaban viendo mis ojos. Tuve
el impulso de tocarla, de decirle que ya había soñado muchas
veces con ella, que no era mi culpa, que me atraía más que
a mi propia novia de doce años a quien apenas le empezaban
a crecer los limoncitos. En esos pensamientos estaba, sudando,
petrificado, cuando ella despertó suavemente, como una boa
después de comerse a su presa, o como una leona después
de hacer el sexo con su macho para preservar la especie...
Cuando decidí retirarme, deslizándome en las sombras, escuché
su voz casi en el tronco de mi oreja. Un río helado me bajó
por la espalda hasta la misma separación de mis nalgas.
«Me estabas viendo, ¿verdad...?» —me dijo casi en susurro,
sin levantarse de la cama, acomodándose en su nido revuelto
de sábanas, recogiéndose el pelo ensortijado para hacerse
un moño detrás de la cabeza. Entonces volví mis ojos hacia
el rincón. A pesar de la penumbra del cuarto podía ver claramente
su piernón mulato, ahora con delicadas pinceladas de luz,
gracias al Zippo con el que encendió su primer cigarrillo
después de la siesta y se sentó en posición de yoga, con
las nalgas sobre los talones. Continué observando nítida
su pierna de carne morena por la abertura de su bata y a
pesar del contraluz de la ventana del dormitorio vi en el
fondo de sus muslos el perfecto triángulo encrespado como
paste de montaña. Como un panal de avispas negras —de miel
prohibida—, me dije entusiasmado. «Buscaba a Manuel» —dije
entonces tartamudeando. «¿Pero encontraste otra cosa, no...?»
—respondió ella sonriendo. «Está con sus tragos» —pensé.
Sólo habían pasado tres minutos desde que había entrado
a la casa del Comandante pero a mí me parecía una eternidad...
Mejor dicho, el tiempo se había detenido. El techo de zinc
traqueteaba al cambiar el clima del bochorno del mediodía
al frescor de la tarde. No sabía si salir corriendo y dejar
atrás este asunto o enfrentarme a la realidad, alimentada
ahora por mi fantasía que me obligaba a escuchar que la
doña me llamaba, expulsando el humo por su nariz, como una
hermosa dragona enrollada en su propio cuerpo, con un hombro
desnudo, mostrando la mitad del hermoso jícaro de su pecho
izquierdo, «Vení, sentate aquí, y no te preocupés porque
el Comandante anda en Ocotal» —me dijo, y después de dar
un largo sorbo al cigarrillo continuó: «Y la Lola, la sirvienta,
anda trayendo la ropa planchada donde la María...». Pero
pudo más el miedo que el deseo, y salí como quien se quita
un tizón del trasero. Crucé el parque en cuatro zancadas
y fui a meterme a la pulpería de una tía a pedirle un pocillo
de agua. «Parece que viste al Diablo» —me dijo al verme
agitado y todavía pálido del susto. «Es que casi me muerde
el Buldog de los Ríos», mentí rápidamente y recordé la cara
de perro que ponía el chofer y escolta del Comandante cuando
llegaba a las cantinas y los puteros.
No habían pasado ni cuatro días,
cuando fuimos invitados a la fiesta de cumpleaños del Comandante.
Al principio me negué a ir, poniendo como pretexto que me
iba a aburrir en una fiesta de gente mayor, todavía con
vergüenza de haber entrado a la habitación de doña Esther
y verla acostada, con aquel piernón desnudo que no lograba
sacar de mi cerebro; pero el Comandante y doña Esther le
habían comprado un tocadiscos portátil y varios discos de
Elvis Presley a sus hijos y estaban organizado un fiesta
en el garaje para los chavalos de nuestra edad que ya empezábamos
a «escupir en rueda». Así que fuimos al cumpleaños. Allí
la vi de nuevo, más bella aún, vestida con todos los fierros,
siempre el centro de la fiesta y las miradas de todos los
hombres, bailando con todos los invitados, sirviendo bocas
y también, de vez en cuando, llegando al garaje para ver
si todavía quedaba refresco en la bolera. Me acerqué a ella,
y valientemente, agarrando fuerzas de no sé donde ni cómo,
cuando ella estaba poniendo más licor mezclado con refresco,
le dije al oído: «No he dormido desde aquel día...». Ella,
enseñándome su perfectos dientes, blanquísimos, a pesar
de la nicotina, con su aliento a aguardiente, casi quemándome
el lóbulo de mi oreja enrojecida por la pasión infantil,
acariciándome la cabeza, me dijo: «¿Por qué tenés que ser
tan joven...?». Y adiviné en sus ojos el deseo de una mujer
hecha y derecha, cuando apenas me crecían los primeros pelitos
debajo del ombligo y me masturbaba en colectivo con mis
primos, viendo a las hermosas bailarinas del Cabaret Tropicana
en la página de Farándula de las revistas Bohemia y Carteles.
Le conté todo a mi primo Gustavo,
y él me confesó que le había pasado algo parecido con una
vieja que se lo quiso «echar al pico». en un paseo en el
Ocotal. «Esas roconolas quieren comer pipiancito con nosotros...»
—me dijo riéndose. Pero yo le dije que la mujer del Comandante
no era ninguna vieja, y que además de gustarme mucho, apenas
tenía treinta y dos años y que con ella yo había experimentado
una sensación nueva, que no sabía si era amor a primera
vista, o simplemente templazón y que sólo lo comparaba con
la vez que vi aquel afiche en el Cine Venus que anunciaba
la película «Arroz Amargo» con la Silvana Mangano, donde
aparecía la actriz italiana metida en un arrozal con sus
pechos mojados y una pierna desnuda hacia adelante que no
olvidé jamás hasta que conocí un año después, los inmensos
pechos rosados de la Gloria, mi primera relación sexual.
«La mujer del Comandante es pecado
capital...» —me dijo mi primo—, «mejor soñá lo que querrás
con la Jane Mansfield o la Sofía Loren... ¿No tenés miedo
de caer preso...?» —me advirtió tomándome de las muñecas
y zarandeándome. Yo me arreché porque creía que él me podía
entender, pero me di cuenta que sólo doña Esther y yo sabíamos
de qué se trataba este clavo que teníamos que sacarnos.
Así que decidí no volver a comentar del asunto con nadie
y me volví a quedar solo con mis pensamientos, mis fantasías
sexuales y mis sueños mojados...
El día que mi papá me hizo cantar
y tocar guitarra con él en aquel paseo al Río Grande, mientras
todos los chavalos se bañaban en la poza, supe que la mujer
del Comandante se me estaba metiendo demasiado adentro.
La celaba si la miraba restregándose con su marido mientras
bailaban, como que no era su derecho. En la rockonola sonaba
el disquito de 45rpm. con el éxito de Bienvenido Granda:
«...No quiero ni que el viento te me toque, se llena de
egoísmo mi dulzura, cariño como el tuyo me disloca...».
Después, mi papá poniéndole una venda en los ojos, para
hacer un acto de magia, le susurró al oído no sé que cosas...
Yo me quedé como con un estorbo en la garganta y no se lo
dije jamás a mi padre. Bienvenido Granda insistía desde
el parlante: «Tu vida va enterrándose en mi vida...». La
música me quemaba el alma y sentía confusos mis sentidos.
Ese día ella me pidió que cantara
«Nunca», de Gutty Cárdenas. Lo hizo a propósito, porque
creo que sabía que yo nunca podría besar aquella boca de
púrpura encendida... Mi papá y yo la cantamos a dos voces,
y ella nos quedaba viendo con sus ojazos, haciendo rosquillitas
de humo con su boca grande. Ya con sus tragos, me pidió
que bailáramos y mi mamá empujándome me dijo: «No seas tan
tímido, andá, que así vas a aprender a bailar antes que
tus hermanos, tonto...». Las manos me sudaban a mares. Sólo
doña Esther y yo en medio del salón construido sobre zancos
a la orilla de río, el piso de tablas de madera, regado
con aserrín y pino. Ella descalza y con un shortcito azul,
una camisa de hombre anudada un poco más arriba de su ombligo
perfecto, «puede caber un nacite en él...» pensé excitado.
Me apretó la mano. Yo le llegaba al hombro. Sentí su respiración
y su olor a cigarro mezclado con aguardiente Santa Cecilia.
Sus pechos sin sostén rozaban mis clavículas y sentí su
pezón erecto y suave a la vez, «como el borrador de un lápiz»
—fantaseé. En una de las vueltas del baile, más cerca de
la rockonola que de la mesa de tragos donde estaba la gente
mayor, cuando José Alfredo Jiménez cantaba: «Poco a poco
me voy acercando a ti, poco a poco, la distancia se va haciendo
menos...» casi sin abrir la boca, me dijo: «Te espero el
lunes en la casa a las cuatro de la tarde...». Me puse nervioso
moviendo los ojos hacia los lados. Ella entonces agregó:
«No te preocupés, el Comandante se va a Managua con los
chavalos...». Esa noche tampoco dormí y mi mamá insistió
en ponerme el termómetro dos veces. Al día siguiente mi
abuela me purgó con Aceite de Castor, argumentando que seguramente
tenía parásitos. Riéndose, como una adivina, la abuela me
advirtió con el dedo: «También sirve para los malos pensamientos».
Disfrutaba de las vacaciones de
fin de año. Mis padres me acababan de matricular interno
en un colegio religioso de Carazo para el próximo curso
y mi madre, amorosamente, me marcaba con un bordado a máquina
los pañuelos, y con tinta china los calzoncillos, las camisolas
y los pantalones. Todos los días me bañaba alrededor de
las cuatro de la tarde y a las cinco solíamos ir con mis
primos a jugar al billar y a tomar cervezas. Mi padre me
había dado permiso de tomar un par de cervezas, pero no
de tomar aguardiente, «hasta que sepa trabajar carajito...
y no ande creyendo la vida es chorizo y el porvenir moronga...»
—me decía. De todas formas, con mis amigos tomábamos a escondidas
en los estancos del pueblo y después masticábamos papel
periódico y semillitas picantes de «sen sen» para quitarnos
el aliento pesado a «guaro pelón». Pero ese lunes, por la
cita con la mujer del Comandante, me bañé a las tres y media
en punto para no llegar tarde y salir de dudas para siempre
y saber si lo que me estaba sucediendo era un sueño que
no me dejaba dormir tranquilo o una realidad que tampoco
me dejaba dormir y debía enfrentarla cara a cara lo más
pronto. Mi mamá se extrañó de que me metiera al baño tan
temprano y me preguntó: «¿Para dónde vas a estas horas...?».
Yo le salí con el cuento de que íbamos a practicar guitarra
con Gustavo y que después posiblemente iríamos hasta al
Drive de la Shell de Palacagüina. «No vengan noche, a esa
hora hay mucho animal en la carretera» —fue lo único que
me dijo. Mi corazón estaba tan acelerado que pensé que mi
madre lo escucharía, entonces salí por el zaguán, sin despedirme.
Me bañé casi a las carreras, me
puse mi pantalón de dril blanco y mi camisa de lino negro
con una ancla roja bordada a la derecha, y salí con mi copete
embrillantinado dejando un rastro de Old Pice con aroma
a Pino Silvestre que se sentía a una cuadra de distancia.
Pasé por la casa de Gustavo a quien tuve que confiarle mi
cita y montar con él mi plan para tener una coartada en
caso de cualquier emergencia. «Yo que vos no me meto con
la guardia...» —me dijo en serio. Pero yo a esas alturas
ya había tomado mi decisión, entonces nos abrazamos despidiéndome
para una nueva aventura que después de todo no dejaba de
tener sus riesgos.
En el reloj de pared de la tienda
de mi tía Evelina dieron las cuatro y treinta, le pedí me
regalara tres cigarrillos Esfinge que metí en la bolsa de
la camisa y salí casi corriendo rumbo a la casa del Comandante.
De la Iglesia salía un grupo chavalos de recibir clases
de catecismo, igual que yo hace apenas cinco años atrás.
Entré al bar de la esquina pedí un trago estraic de Santa
Cecilia con limón. Cuando toqué la puerta ya eran las 5:00,
hora en que arriaban la bandera del Cuartel, lo supe porque
escuché el clarín destemplado de la rutina militar. Ella
vino a abrirme y me sonrió con la misma dulzura de siempre,
me hizo pasar a la sala de muebles modernos tapizados de
cuero café. Nos sentamos, yo en el sofá, ella frente a mí
con su bata de seda china, descalza y con el pelo aún húmedo,
recién bañada. Olía a jabón Camay y a Colonia Inglesa y
vi en su cuerpo felino una sensualidad y un garbo que me
envolvió en una especie de borrachera erótica. Ella me sacó
de mis pensamientos cuando me dijo: «¿Querés tomar una cerveza...?,
sé que tenés permiso de tu papá, además ya no sos un niño»
—sonrió levantando la ceja de María Félix. Sin dejarme tiempo
para contestarle que sí, que me estaba quemando por dentro
y que necesitaba refrescarme la garganta, el corazón y el
estómago, se levantó y fue al refrigerador a sacar dos Victorias
heladas que puso en la mesita del centro, haciendo a un
lado el jarrón con flores de seda. Destapó las botellas
con el abridor que tenía en un llavero y entregándome la
cerveza me dijo: «Salud, por nuestra amistad y nuestro secreto...».
Tomé un trago grande. Poniendo la botella en la mesa me
atreví a decirle: «No sé si hago bien en entrar a su casa
cuando está sola». «No me tratés de usted» —me dijo frunciendo
el ceño y sonriendo con picardía. «Esta tarde quiero ser
un poco más joven para vos...». Sus ojos brillantes eran
de cómo los de una pantera al acecho... Tragué saliva.
Cruzó la pierna y la bata de seda
china resbaló en su muslo hasta quedar desnudo mostrando
nuevamente su pierna izquierda de caoba, recién rasurada,
con un brillo como de madera pulida. Sentí un escalofrío
y decidí desenguaracar mis sentimientos y ponerlos allí
sobre la mesa, junto al jarrón con flores de seda, el paquete
de Kool mentolados, el encendedor Zippo y el llavero. Viéndola
directamente a los ojos y tuteándola como a una vieja amiga
le dije: «Sos realmente hermosa, la mujer más bella del
pueblo, cada vez que te veo siento hormigas en mis labios
y mariposas en mi estómago...». No me contestó, quizás porque
mis metáforas eran frases cajoneras y gastadas. Tampoco
la vi sorprenderse por mi confesión, la misma que una semana
después yo le estaría reproduciendo exactamente al Cura
Salcedo, tartamudeando a través del cedazo de la ventanilla
del costado izquierdo del confesionario. Ella se puso de
pie, fue a cerrar las persianas de madera de la única ventana
que daba a la calle, encendió la lámpara de sombra de la
esquina de la sala, colocó varios discos en el cilindro
al centro del plato de la consola JVC, accionó el mecanismo
del tocadiscos y fue a sentarse a mi lado pegadita a mi
costillar. Puso su brazo izquierdo sobre mi nuca y tomándome
la cara con su mano derecha me dijo: «Besame que me muero
por mordisquear tus labios, jocotitos en miel...». También
sus palabras me sonaron ridículas, pero su ternura, casi
maternal, y la braza de su boca me pusieron las piernas
como de trapo. Entonces, sin experiencia alguna metí mi
mano dentro de su bata y acaricié sus pechos hirviendo,
sin saber exactamente qué hacer después, pues con mi novia
que tenía trece años, a lo sumo que habíamos llegado había
sido a intercambiar de boca a boca una pastilla de chiclets,
a mordernos las orejas y a besuquearnos la nuca en la última
fila de bancas del palco del Cine Iris, la llamada «Zona
de Fuego».
Después de la introducción de
guitarras, contrabajo y batería, la voz de Elvis se escuchó
nítidamente en el acetato de cinco pulgadas: «It's now
or never, come hold me tight, Kiss me my darling, be mine
tonight Tomorrow will be too late, it's now or never My
love won't wait». Las campanas dieron el tercer repique
para el Santo Rosario. Un revoloteo de Palomas de Castilla
sentí en el campanario de mi corazón cuando la mujer del
Comandante me hizo el amor como quiso. El mareo me duró
como una semana. Mi primo Gustavo nunca me lo creyó, más
bien me dijo burlándose: «A vos te dieron sopa de calzón...».
Su olor a café con canela quedó
impregnado en mi cuerpo. Mis hermanos se quejaron porque
según ellos yo había llevado al cuarto un tufo a guapote.
Mi mamá me volvió a purgar y cambió la ropa de mi cama.
Fue el año en que me aplazaron en el examen de matemáticas
y terminé con mi novia. Ya nada fue igual.
Tepesomoto, Nicaragua
2002
_______________________
LUIS
ENRIQUE
MEJÍA
GODOY
nació en 1945, en Somoto, un pequeño
pueblo al Norte de Nicaragua. Cantautor y escritor, fundó
con otros artistas, en 1975, el Movimiento de la nueva Canción
Costarricense. En Costa Rica grabó sus primeros discos.
En 1979 regresó a Nicaragua definitivamente. Mejía Godoy
es autor de 18 discos y más de 200 canciones.
En 1979, con el triunfo de la Revolución sobre la dictadura
somocista, se integró en el Ministerio de Cultura nicaragüense
y funda, en 1980, la Empresa Nicaragüense de Grabaciones
Culturales. Ha recibido numerosas distinciones y realizado
giras por numerosos países.
Recientemente ha fundado, junto a sus hermanos y personalidades
de Nicaragua, la Fundación Mejía Godoy, organización sin
ánimo de lucro para ayudar desde la sociedad civil a resolver
problemas sociales y apoyar el desarrollo cultural y humano
en su país.
luislucy(at)cablenet.com.ni
ILUSTRACIÓN
RELATO:
Elvis Presley promoting Jailhouse Rock, By Metro-Goldwyn-Mayer,
Inc. Reproduction Number: LC-USZ6-2067 Location: NYWTS --
BIOG [Public domain], via Wikimedia Commons.
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