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Por un saquito
Carolina Berduque


Bastaron dos minutos de meter y sacar el saquito sin ritmo ni coherencia para darse cuenta de que todo, absolutamente todo en su vida estaba equivocado. Desde ese momento se dejó llevar por una sensación de abismo y concentración, como si toda la habitación de repente comenzara a deslizarse en un embudo debajo de sus pies, dejándola en la nada.

Todo acudió a ella, es decir, la memoria era absolutamente involuntaria, así como el juicio. No había nada que pudiera hacer para frenar esa avalancha de recuerdos que la penetraban sin permiso y la juzgaban y la lastimaban, dejándola inerte.

No se arrepentía tanto de haberse casado, lo hubiera hecho de todos modos, tarde o temprano. Esa es una de las cosas que siempre se hacen, por miedo o lo que sea, y ella lo sabía. Miedo a quedarse sola, miedo a perder la oportunidad, miedo a que otros se enojen. No se arrepentía de casarse, no. Pero sí se arrepentía de haberlo hecho en esa Iglesia tan mal ubicada. Y ahora se acordaba de algo tan tonto: las cuadras que tuvieron que caminar hasta el salón y el error de comprarse zapatos demasiado altos. Quizás pareciera estúpido, pero una decisión tan pequeña como la compra de un par de zapatos puede marcar una vida, puede, más específicamente, arruinar un matrimonio. Cosa de no creer, pero es así. A modo de demostración, el ejemplo de esta pobre mujer ahí parada meneando un saquito de té adentro de una taza llena de agua que se enfría. Ella se compró zapatos muy altos para la fiesta de casamiento, vaya a saber Dios por qué. (Dios sabe, pero no nos quiere decir, entonces nos preguntamos: ¿porque eran lindos, estaban a mitad de precio, era el color justo, la vecina quería comprárselos y ella le ganó de mano?). Poco importa, porque las peores decisiones siempre se toman con seguridad y sin tantas preguntas y porque menos averigua Dios y perdona. La cuestión es que se los pone y le quedan muy bonitos, le estiran la figura, la exaltan y todo eso. Después de la ceremonia con misa y todo, el auto que se queda parado, no arranca y recién ahí nos damos cuenta de que la Iglesia está mal ubicada. Entonces hay que caminar las diez cuadras hasta el salón porque la mayonesa de la ensalada rusa se pasa y el cisne de hielo modelado especialmente por Doña Asunción del Uruguay se derrite y ya parece una gallina poniendo un huevo. A caminar se ha dicho: la espalda recta, metiendo panza, cabeza en alto, para que todo el barrio vea lo linda que va blanca y radiante la novia. Y el dolor de pies comienza, no tanto por las cuadras, si no porque el caminar le hace darse cuenta de que los zapatos son demasiado altos y de que la van a molestar durante la noche de su gran fiesta. Al principio es como una incomodidad amena que se presenta, aparece y dice: Hola, qué tal, soy tu dolor de pies y simplemente quería avisarte que dentro de un rato voy a darte un paseo por el quinto infierno, con Dante y Virgilio a upa. Con el paso de la noche se convierte primero en la certeza de molestia, luego en un castigo, más tarde una tortura y para cuando estamos en el trencito del carnaval carioca nos queremos cortar los pies, y disculpen el plural, pero ya estoy demasiado metida en esto como para no solidarizarme con la pobre mujer que le pone azúcar al té frío y mira los azulejos sucios. El final de la fiesta ha finalmente llegado, con la panza llena, el corazón contento y los pies a punto de perder la circulación, nuestra novia cree que también la tortura está por finalizar, pero todavía le queda la noche de bodas por delante. Una mujer joven e inexperta siempre teme este momento, y tiene razón. Al abrirse las puertas de la suite nupcial el temor crece, y con fuerza, y nuestra hasta hace tan sólo unos minutos niña sólo piensa en sacarse los zapatos y poner los pies debajo del chorro de agua, pero el novio tiene otras ideas, más interesantes, digamos, que desafortunadamente para nuestra heroína incluyen a los zapatos de taco alto. Y allí la vemos, entonces, posando para su flamante esposo, apoyada en la pared, levantándose el vestido más allá de las rodillas y de la castidad, mostrando las ligas acumuladas en sus piernas, los pies escapándose de los zapatos y una mueca en su rostro que está muy lejos de ser sensual o algo que se le parezca y que el hombre, viril e impotente, toma como un rechazo, un exceso de timidez y pacatería. Y entonces éste momento, éste exacto segundo en que todo gira alrededor de un par de zapatos y un deseo, es el comienzo del fin, porque de ahora en más, los zapatos signarán las relaciones maritales de estos dos seres. Para ella, serán el signo del dolor y la vergüenza, para él un fetiche delicioso y sumamente práctico. Ella intentará varias veces tirarlos o donarlos, él les construirá un altar para adorarlos. Ella no sabrá por qué su matrimonio comienza a ahogarse paulatinamente en la rutina y él escapará de su pequeño mundo hogareño a través de una pantalla de 20 pulgadas y un dedo contracturado. Pero nadie se dará cuenta porque eso es, en realidad, el matrimonio.

Pero entonces el problema eran los zapatos, los malditos zapatos forrados al tono con el vestido.

No era yo, ni mis manías, ni mis miedos.

El origen: los zapatos de ocho centímetros de taco, casi aguja.

Y no sé qué mierda les vio, que los adora tanto.

No entiendo ese gusto que tiene por hacerme...

—Querida... ¿ya me hiciste el boldo?

Y entonces mirarás, querida, la etiqueta del saquito y te darás cuenta de que, por segunda vez en tu vida, te equivocaste.

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CAROLINA BERDUQUE es una autora argentina
caroberduque[at]gmail.com

Otros relatos de esta autora en Margen Cero: Por un minuto de memoria breve.

* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro Martínez ©