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Ernesto Solenco.
El peligroso asombro de sí mismo

Francho Lafuente Pérez


Quizá el escritor no sea el mejor entusiasta pero sí es el mejor ciego que ve el delirio miope en su macilenta soledad.

Quizá Ernesto Solenco, al levantarse la noche del siete de abril de un año entre tantos otros, no supo que nunca se habría levantado. Ernesto Solenco, fiel seguidor de grandes poetas como José Luis Puerto, Ildefonso Manuel Gil e incluso Antonio Machado, egocéntrico analizador de su silueta psíquica, crítico acérrimo de su sentido, vanguardista estudioso de cuestiones banales, nunca había conseguido rimar dos palabras con sentido armónico. Nunca logró ser leído por nadie, por él mismo siquiera. Nunca mencionó su actividad ni frente al espejo. Sin embargo, tras la lectura del libro de relatos cortos de Carlos Vitale, Descortesía del suicida, tomó en consideración la duda razonable sobre su imagen reflejada, ocurriese lo que ocurriese. Si el espejo nos devuelve la imagen por algo será —pensó.

No obstante, mil vueltas le daba a la situación. Mil veces pensaba sobre si el mecanismo del espejo era tan complejo como para absorber una imagen y devolvérsela, no se sabe si por despecho despreciable o bien por que así había sido siempre a lo largo de la historia. Ernesto Solenco, tenía el cerebro desleído de tanto leer. Su anamnesis lectora, comenzaba por sencillas obras fantásticas, pasando por novelas de caballerías de Amadís de Gaula, hasta acabar con los grandes poetas de la historia. Derretido pues, su cerebro, de tanto exprimirlo, cual Quijote contemporáneo, su última lectura anduvo por derroteros nada convencionales.

Cierto día, caminando de madrugada, en uno de sus tantos devaneos pensadores, por las calles de su ciudad, en los que casi siempre acababa perdido, le dio una patada a un objeto que salió resbalando por la humedecida acera. Con escasa luz de las pobres farolas, no alcanzaba a adivinar de qué podría tratarse. Quizá con algo de recelo fue acercándose al objeto difuminado entre las sombras de la calleja y cuando ya se encontraba a un palmo de él, lo miró con extrañeza y se fue agachando con algún titubeo mientras a un tiempo, lanzaba relajadamente su mano hacia la cosa. Pronto descubrió el enigma.

Un libro astrosopronunció Ernesto, susurrando El peligroso asombro de mí. Interesante título.

Recogió el libro harapiento y carcomido en sus tapas del suelo, lo colocó bajo su brazo, miró con desconfianza hacia uno y otro lado y una vez asegurado de que nadie le había visto, emprendió el regreso hacia su casa, a buen ritmo y sin mirar hacia atrás.

Por el camino su mente se deshacía en deseos de comenzar la lectura de tan sorprendente libro. A cada paso que daba, más rápido iba el siguiente. Así hasta llegar al portal de su casa, iluminado por una desmerecida farola que casualmente habían colocado, no se sabe si de manera estratégica o por azar. Abrió apresuradamente el portón de forja, de tres zancadas subió doce escalones que llevaban hasta el rellano del ascensor y, por no esperar, subió veloz por el flechaste hasta el cuarto piso, lugar donde se encontraba su solitario apartamento de tan sólo cuarenta y tres metros cuadrados. Echó su abrigo sobre el sofá y, sin descalzarse, se lanzó sobre un gran sillón reclinable, desgastado de tantas horas de lectura, se reclinó sobre el brazo del butacón y encendió un lámpara alógena enfocada precisamente hacia el lugar que iba a ocupar el libro sobre sus manos, que temblaban de ansiedad.

Ernesto no era prono en este tipo de fechorías. No era, pues, la primera vez que se sentaba rápidamente sobre su sillón después de haber caído un libro que le atrajese, en sus manos. En otra ocasión, se sabe que, ansioso de leer un libro tantas veces nombrado como es el de Ken Follet, Los pilares de la tierra, subió apremiado con el libro bajo su brazo y que al lanzarse sobre su asiento de lectura, éste se volcó, propinándole un testarazo en la frente de tal magnitud que necesitó quince puntos de sutura sobre su ceja derecha. También le ocurrió algo parecido cuando cayó en sus manos El perfume, de Patrick Suskind, rompiéndose el radio derecho tras golpearse con la lámpara.

Esta vez aterrizó bien, sin sobresaltos. Con gotas en la frente de sudor caliente por la carrera, y con el corazón demasiado acelerado, se dispuso a abrir el libro que le había encomendado el destino. Dio un soplido seco sobre la tapa desgastada y de manera sutil introdujo su dedo pulgar justamente en la primera página de la obra.

La sorpresa no se hizo esperar. La primera página se encontraba en blanco. No aparecía nada escrito. Siquiera el título repetido. Ni editorial, ni autor..., nada de nada. Aún así, Ernesto procedió a llegar al prólogo y de nuevo la página aparecía en blanco. Pasó directamente, pues, a comenzar la lectura por su capítulo I. Ahí fue cuando la confusión fue mayúscula.

En el capítulo I, tan sólo aparecía escrito eso: CAPITULO I. Pero después de leer este título, las letras iban apareciendo a medida que Ernesto imaginaba lo que debía estar escrito.

Las letras iban floreciendo al tiempo que el autor pensador imaginaba la historia.

Quizá el escritor no sea el mejor entusiasta pero sí es el mejor ciego que ve el delirio miope en su macilenta soledad. Esta es la historia de un hombre que sin conocerse más que a través de su reflejo en el carcomido espejo de su casa, se asomó peligrosamente al asombro de sí mismo... —imaginaba Ernesto.

De esta guisa el libro se iba completando paso a paso, letra a letra, pensamiento a pensamiento..., sin más esfuerzo, que la imaginación del leedor.

Para Ernesto, la realidad era harto ilusoria, pero tan inmerso estaba en su imaginaria lectura, que no reparó un instante en la situación. No obstante, la entendía como inusual, pero apenas pensaba en el contexto y se agasajaba en la suerte de haber encontrado un tesoro tan preciado, como lo era un libro en blanco, para un escritor que ni siquiera él mismo se había leído.

Continuaba pues Ernesto:

Aquel hombre omisillo y pleno de rencor hacia su propio ser, maldecía día a día su imagen que diariamente le devolvía el espejo. Sentíase susceptible, ante tal irreverencia que no lograba entender el fin del rechazo de un objeto tan absurdo como aquel —seguía pensando Ernesto—. Tan desvencijada era su soledad, tan sólo acompañada de su propia imagen desdibujada en un espejo rutilante de arrogancia, que su única verdad era la angustia de resolver el misterio del reflejo.

El autor del libro vacío, estaba admirado de su potencial imaginativo y de la facilidad que tenía para construir el documento. No obstante se deshacía en piropos silenciosos al entender que su obra estaba siendo leída por alguien. Según me contaron aquel fantástico libro fue engendrado por una comisión de escritores del siglo XV que en un esfuerzo singular, aunaron sus mentes para traspasar los muros de lo normal e introducir la difusión rápida de escritores noveles en el mundo de la literatura. La única pega era que el libro sólo podía ser utilizado una vez y únicamente accederían a él los miembros de la comisión. De esta forma, aquella historia que por unanimidad les pareciese digna sería publicada y firmada bajo pseudónimo. Yo personalmente no me lo creo...

Proseguía mientras el novato escritor:

En cierta ocasión, la mirada del hombre se clavó en sus propios ojos expresados en el espejo. Bajo una tenue luz de una bombilla amarillenta se iba difuminando la silueta de las cuencas oculares, pasando a ir desapareciendo de fuera hacia adentro, perdiéndose en un punto la pupila hasta llegar a desaparecer también. Una vez que perdió de vista su propia mirada pasó a observar el resto del rostro, el cual de la misma manera iba desdibujándose y emborronándose hasta perderse en un mar oscuro y desaparecer. La silueta del cuerpo que se dejaba entrever en el espejo también fue deformándose y perdiéndose en un lóbrego reflejo que acabaría por desvanecerse. Atónito el pensador y filósofo de lo absurdo, corrió hacia el espejo que estaba ubicado en la entrada de su hogar. Al llegar allí, encendió rápidamente todas las luces del hall —seguía imaginando el literato—. Al llegar al espejo del hall, observó que la imagen se evaporaba a la misma velocidad que se reflejaba. Absorto en la negrura del simple objeto, se frotó los ojos y se pellizcó en varias ocasiones para cerciorarse de que no estaba dormido. De manera apresurada, abrió la puerta de casa sin tiempo para cerrarla, corrió escaleras abajo hacia la calle. En la lúgubre callejuela en la que se ubicaba su edificio, caía una tenue lluvia que había humedecido el suelo. En un pequeño socavón de la acera se había formado un charco minúsculo. El sujeto se agachó hasta ponerse de rodillas, posó sus manos en el suelo y poco a poco fue acercando su rostro hacia el pequeño hoyo. De nuevo no halló reflejo alguno. Sin levantarse gritó y gritó con una voz hueca y seca. Sollozó pero apenas rodaba una sola lágrima por su rostro —proseguía Ernesto.

Así, durante toda la noche, nuestro autor del libro ilusorio iba configurando la historia del hombre que había perdido el reflejo, que iba perdiendo su identidad y acercándose peligrosamente al asombro de sí mismo. La historia continuó, según me contaron, por derroteros similares a lo contado hasta ahora. El hombre siguió sin encontrar el reflejo que había extraviado, no se sabe como, y su aventura discurrió por senderos aventureros de la búsqueda de sí mismo. De esta manera, poco a poco y durante toda la noche, Ernesto imaginó el relato buscando un final interesante. Quizá lo encontró. Sin darse cuenta dio con la solución. Pensó Ernesto:

Tras la infructuosa búsqueda de su reflejo, el hombre sin imagen comenzó a darse cuenta de que su existencia estaba condicionada a su efigie y que sin ella no era nada. Durante toda su ineficaz indagación en busca de su figura dibujada en un espejo no se había encontrado con persona alguna a la que pedir ayuda. Así que se dispuso de forma vertiginosa a rebuscar en todas las calles de los alrededores sujetos con los que poder entablar una conversación y encontrar la solución a su enigma —seguía elucubrando Ernesto—. Entró en un oscuro bar en el que tan sólo había un borracho recostado sobre la barra y al que no le apetecía, a buen seguro, razonar. Tras la barra, una camarera de buen ver, con voluptuosas formas, de extenso pelo negro y con algún año de más que en absoluto desdibujaba la mujer que fue en otro tiempo, se ocupaba de terminar de secar los vasos que acababa de fregar. Tras la maciza mujer, en la estantería donde estaban desordenadas las botellas de mil tipos de licor, había un enorme espejo mugriento, que no sabía de limpieza desde hacía años. Con mucho tiento, nuestro amigo, evitó mirarse, y pasó de largo al mamado, con una mezcla de temor y desasosiego. Se dirigió hacia la parte de la barra en la que se encontraba la mujerona y le dijo: ¿Me ves? —con una voz temblona. La señora no hizo más que levantar la mirada de su faena y respondió: Es muy tarde ¿Qué haces a estas horas aquí?

Pero en absoluto fijó su mirada en el hombre sin dibujo. Pasó de largo e hizo un repaso visual al borracho que estaba durmiendo la mona.

Ernesto, iba poco a poco imaginando el final de su mágica historia. Quizá ni él mismo podría sospechar el tono amarillento y rojizo que iba a tomar su historia.

El hombre sin esbozo volvió a preguntar a la señorona —proseguía Ernesto—. ¿Me ves?

La señora seguía fregando y no respondía a la sencilla pregunta. Así que, nervioso, salió de la lóbrega taberna dejando a los dos mortales a lo suyo, dándose cuenta de que no era vislumbrado ni por las tenues luces de las farolas.

Corrió y corrió hasta llegar al pretil corroído por la humedad de un antiguo puente de principios de siglo construido en hierro y acero. Se colocó bajo un farol recientemente limpiado, se asomó abatido y junto al reflejo del resplandeciente fanal, allá abajo en el río, no aparecía nada de sí mismo. Asió una piedra y la lanzó resentido con fuerza contra el instintivo reflejo de la lucerna en el torrente. No consiguió generar onda alguna, siquiera desdibujar la imagen del farol.

Subió fugazmente sobre el balaustre del puente y ahogado en su propio sollozo, vertió una lágrima al río al tiempo que se dejaba caer tras ella. Cayendo al vacío, atravesando la negrura de los ojos del puente, cortando el viento a cuerpo muerto, seguía llorando sin apenas poder gritar. Al punto de dar con la superficie del agua vio un pequeño rostro fulgurado ahí donde su lágrima había alcanzado. Era él. Quizás en ese preciso instante había recuperado su bosquejo, pero..., ya era demasiado tarde. Pensó que la vida iba más allá de lo que puede recoger un espejo. Pensó que si el espejo nos devuelve la imagen, sus razones tendrá —concluyó Ernesto.

A todo esto nuestro escritor, no quedó muy conforme con lo imaginado. Ernesto pensó que no era demasiado interesante lo que había expuesto en el libro. No obstante a él no le pareció interesante La Galatea de Miguel de Cervantes, y no por eso deja de ser una buena historia. Le reconfortó haber imaginado una historia propia, sin ayuda de nadie, y verla escrita en un libro semejante.

Ernesto no había cerrado todavía su obra, no acababa de poder imaginar qué ocurriría si la cerraba. Así que cogió el carpetovetónico libro y se dispuso a salir. Sin cerrarlo, anduvo sin rumbo durante varias horas, perdiéndose entre las foscas callejuelas. Llegó a un puente conocido como el Puente del Reflejo, porque sus muchísimos fanales se expresaban tintineantes en el discurrir de las aguas que atravesaba. Se asomó y tomó la decisión de cerrar el libro y rápidamente arrojarlo al río. Así lo hizo. Ernesto Solenco cerró apresuradamente el libro y lo lanzó lo más lejos que pudo. Del impulso, el solitario escritor, siguió la trayectoria del libro, precipitándose de forma brusca tras él. Justo en el punto en el que cayó el libro se hizo una pequeña hendidura sobre la superficie del agua, lanzando un destello de luz marfil, hacia los ojos de Ernesto. Absorto ante el espectacular evento, el misántropo se olvidó de su caída. Al tiempo que se cerraba la grieta del agua, se iba extinguiendo el albor, tragándose el libro y reflejando el rostro de Ernesto como si de un espejo fulgurante se tratase.

Eso fue lo último que vio Ernesto Solenco. Su obra culminada y editada, y... su reflejo en una oscuridad tal que las estrellas mismas eran presumidas en la noche del río.

Nunca más se supo de este individuo, ni de su libro. Quizá ese siete de abril Ernesto Solenco nunca se levantó de la cama. Quizá su último sueño anduvo por senderos fantásticos. Tal vez sus ilusiones le llevaron a un punto de desesperación tal que fue absorbido por ellas. Quién sabe si lo que le ocurrió fue que perdió su imagen realmente como al protagonista de su imaginario libro y desapareció dentro del espejo junto a su reflejo. ¿A caso a alguien le interesó en alguna ocasión la macilenta soledad de Ernesto? Sí que cuenta el mito, que el libro sigue existiendo en alguna parte del orbe. Quizá cualquiera de nosotros podamos encontrarlo algún día..., aunque nos vaya la vida en ello.




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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Diego Martínez Carulla ©