Una tarde de
otoño
Romina Amodei
Eran las cuatro de
una tarde de otoño. Gris, lluviosa, y bastante fresca.
Entré al salón donde se servía el té, en él se encontraban
ocho mujeres, entre abuelas y tías abuelas. El murmullo
se acalló de golpe. «Hola Patricia», dijo una de mis abuelas.
Y atrás de ella en coro todas las demás. Intentaron disimular
sus caras tensas, pero no todas lo consiguieron. Aurora
la más charlatana me preguntó por las materias del secundario,
mis amigas, los boliches y los pretendientes. Yo hablaba
y todas me miraban calladas. Pregunté si pasaba algo y en
coro lo negaron, no les creí. Tampoco quise insistir demasiado,
parecían inquietas.
Teresa era la más nerviosa y cuando
agarraba la taza de té se salpicaba, enseguida Sara, que
estaba al lado, la ayudaba. Era todo tan extraño... Siempre
fueron las ocho hermanas más alegres que yo había conocido.
Me siguieron haciendo preguntas y por un comentario que
hice sobre mi novio, Teresa histérica dijo: «Ven todos los
hombres son iguales. Las épocas no cambian nena».
La miré atónita, Teresa tiene
un matrimonio increíble junto a mi tío Ricardo. No la podía
entender. El silencio invadió el salón, todas quedaron perdidas
en sus mentes, concentradas sólo en sus tés, tortas y masitas...
Sara y Josefina se levantaron
para traer agua caliente y otras facturas y tortas. Los
tés en esa casa eran de película, y la casa —de cuando ellas
eran chicas— era casi un baluarte y nunca la quisieron vender.
Estaba en una zona exclusiva de San Isidro y ahí siempre
se reunían las ocho a tomar el té. Muchas veces yo me quedaba
a pasar una semana o más.
La mesa, de roble, era muy larga,
imponente y rodeada por ocho rostros —algunos más agradables
que otros— cargados de historias. Cada una de ellas era
un mundo.
Me fui a mi cuarto porque tenía
que estudiar. Un parcial de geografía me esperaba al día
siguiente. Al cerrar la puerta del salón el murmullo volvió
con fuerza. Quise escuchar de qué se trataba, pero en ese
momento Sara salía a buscar más agua caliente.
—Patricia, necesitas algo, querida.
—No, gracias. Me voy a estudiar
al cuarto. ¿Sara qué pasa?
—Nada, ¿por qué?
—Presiento algo extraño, entré
y se callaron de golpe. Ninguna dijo una palabra mientras
estuve ahí, sólo habló Aurora. Ustedes no son así. Me voy
del salón y empieza el murmullo de nuevo.
—Pato, te debe parecer a vos.
Mi amor, no te preocupes por nosotras, hace tu vida. Subí
tranquila a estudiar.
—Está bien, cualquier cosa avisame.
—Está todo bien.
Al día siguiente, a la misma hora,
el murmullo no cesaba. Esta vez era más escandaloso. Entré
al salón. Teresa lloraba desconsola, estaba despavorida.
Aurora se acercó y me dijo: «falleció el marido hace dos
horas».
Mi tío Ricardo estaba internado
hacía tres semanas, bastante mal. Pero lo más extraño era
que Teresa fue sólo los primeros tres días y no quiso volver.
Decía que no lo podía ver así,
y que los hospitales la ponían muy tensa.
Susana, mi abuela, se arrimó y
me abrazó.
—Abuela ¿por qué Teresa no volvió
al hospital a verlo?
—Nena, sos muy jovencita, no creas
que puedas entender lo que pasó.
—No importa. Decímelo igual, esta
atmósfera es sofocante.
—Cuando estemos solas y más tranquilas,
prometo contártelo, tesoro.
El clima no mejoraba y el pronóstico
era poco favorable, como el de esta tarde opaca.
Me era imposible suponer o adivinar
qué había sucedido y nada ayudaba para que me sintiera mejor.
El pobre viejo muerto y todas preocupadas en algo que sólo
ellas sabían... De alguna manera a «pedido» de Teresa todas
lo habíamos «abandonado».
Ricardo y Teresa estaban casados
hacía cuarenta y cinco años, no tuvieron hijos. Y se culpaban
mutuamente por eso.
Mi tía, más rabiosa que de costumbre,
no quería ver a ningún amigo de su marido. Estaba más que
dolida, como desgarrada por algo...
Llegó la noche y con ella el velorio
del tío más cariñoso. Para sorpresa de todos, menos de sus
hermanas, Teresa no apareció. La odié por estar haciéndole
eso a su marido. Fue todo un escándalo, que ninguna de sus
hermanas pudo explicar con claridad.
Nos quedamos con las visitas,
pero nada se había tranquilizado, estaban todas alteradas.
Llamaban a Teresa cada media hora para ver cómo estaba.
A las cuatro de la madrugada no
pude más y me acerqué a mi abuela.
—Decímelo ahora, por favor.
—Bueno Patricia, vamos al pasillo.
—¿Qué pasó?
—No sé cómo empezar, es mi hermana...
—Ya lo sé, no des más vueltas.
—Ricardo durante treinta años
tuvo una amante y la «aventura» terminó ayer, cuando falleció.
—¿Cómo?, ¿cuándo lo supieron?,
¿están seguras?
—Sí, mi vida. Tu tía se enteró
el tercer día que fue a verlo al hospital.
La otra estaba dormida junto a
su cama, con las manos agarradas a él y la cabeza sobre
su brazo. A Teresa le dio un ataque de nervios y tuvimos
que ir a buscarla la hospital.
—Pero Ricardo la quería...
—Sí, las amaba a las dos según
él. Se casó con Teresa muy enamorado, pero la vida al lado
de tu tía no es nada fácil, te lo digo yo que soy su hermana.
Pero no lo justifico, de ninguna manera. A mí se me parte
el alma.
—¿Cómo sabes que las amaba a las
dos?
—Hoy, cuando veníamos para acá,
tu abuelo me lo dijo.
—¿El abuelo lo sabía?
—Era su primo...
—O sea que le guardó el secreto.
—Sí.
—¿Esa mujer hoy vino?
—Sí, está arriba. Llora desconsoladamente.
—¿Alguna habló con ella?
—Sí, Aurora.
—¿Cómo se llama?
—Cristina.
—¿Cómo es?
—Una mujer muy agradable.
—¿Y ahora qué va a pasar con Teresa?
—No sé, Pato. Habrá que esperar
a que lean el testamento, porque a tu tía no le importa
otra cosa ahora. Se siente defraudada.
—Por eso está tan loca, ¿no?
—Sí, tiene mucho miedo de haberlo
perdido todo. Habrá que esperar. Él las quería a las dos,
y además era una excelente persona. Hizo lo que hizo, y
ella es mi hermana, pero Ricardo no tenía maldad.
—Es cuestión de esperar...
Pasaron dos semanas y en la lectura
del testamento estábamos todos. Fue duro y doloroso. Ricardo,
como dijo mi abuela, no tenía maldad, le dejó la mitad del
dinero a cada una. Pero había una carta dirigida «A mi verdadero
amor, Cristina». El silencio congelado que siguió a su lectura
tuvo el poder de la palabra.
Teresa, muy alterada, era un lago
de lágrimas. También Cristina, una mujer frágil, que despertaba
ternura, y pude entender a mi tío, aunque con mucho dolor.
Salimos y desapareció como un fantasma.
No me olvido más de esa mañana,
parecía un cuento, una pesadilla... Cualquier cosa, menos
algo real.
Yo tenía quince años y el amor
me comenzaba a dar temor.
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ROMINA AMODEI es una autora
argentina. Dirige la revista La puerta azul:
http://www.lapuertaazul.com.ar/
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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