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Venancio y los Spams

Fernando L. Pérez Poza


Venancio Cienfuegos nunca había estado más harto. Era tan torrencial la lluvia de spams que llegaba a su buzón, que ya no sabía lo que hacer. Y lo malo es que todos los mensajes vapuleaban sin piedad su amor propio. Que si alargue su pene, tome viagra, busque pareja. ¿De dónde habían sacado aquellos publicistas majaderos que él la tenía corta o pequeña? ¿Cómo podían haber adivinado por la vía informática que rara vez se comía un rosco y cuando lo hacía era tan rápido que aquello no se podía calificar ni de precoz? ¿Cómo diantre se habrían enterado de que estaba soltero y buscaba pareja? La lluvia de mensajes era meteórica y todos le hurgaban en la herida como un dedo en un ojo. Cada vez que encendía el ordenador y descargaba el buzón, su ego masculino se venía completamente abajo y quedaba tan exánime que era incapaz de restaurarlo ni aún acudiendo a las más excitantes Web porno.

El asunto venía de atrás. Pero no. No vayan a pensar mal. Venancio no era maricón. Venía de atrás en el tiempo, se entiende, de la época de la Picolino. Aquella tarde en la que comenzó su calvario habían ido a bañarse al río. De chicas solamente acudiera Blanca. Hacía tanto calor que no apetecía salir del agua. Era una poza situada en medio del bosque, ajena a todas las miradas indiscretas y con frecuencia la pandilla se desplazaba hasta allí en bicicleta para estar a su aire. Para llegar era preciso subir dos o tres kilómetros cuesta arriba por la carretera de Carba y, a la altura del cementerio, desviarse por un camino pedregoso donde el sillín torturaba hasta extremos increíbles las ingles y alguna que otra cosa más. En el tramo final, hasta llegar al río Riofrey, no quedaba otra alternativa que cargar a hombros con la bicicleta monte a través, entre una maraña de tojos espinosos, rocas y árboles. Ese era el arancel que había que pagar para poder lograr un poco de intimidad.

Cuando Blanca lanzó un grito de «socorro que me ahogo» todos los muchachos, incluido el Cienfuegos, se lanzaron al agua y nadaron desesperadamente hasta el remolino que amenazaba con engullirla. Se trataba de una zona profunda a la que no solían acercarse, pues no les inspiraba mucha confianza pero por razones que quizá sólo el destino podría contar, y no se le ve intención alguna de hacerlo, lo cierto es que el estilizado cuerpo de la muchacha se vio arrastrado hasta allí. La situación era extrema, de vida o muerte. La cabeza de la víctima se hundía y volvía a salir en el intento de dar tiempo a ser rescatada. Los ojos congestionados. El rostro amoratado por la falta de aire. Así que, cuando sintió a sus compañeros cerca, alargó los brazos y se aferró con toda la fuerza que le quedaba a lo primero que pilló.

Bueno. La cara que puso Venancio cuando sintió aquel salvaje tirón entre sus piernas, fue todo un poema. Y no digamos el grito que lanzó. Cualquier lobo en noche de luna llena lo habría envidiado a carta cabal. Después nadó como pudo hasta la orilla sin que el lastre que llevaba colgado de sus partes soltase en ningún momento la presa. Hierro, dedos de hierro, con esos términos se atrevió a calificar el héroe la mano que lo agarró, ya un poco repuesto del acontecimiento, después de comprender y casi experimentar con la misma intensidad que los protagonistas el mal trago que debían pasar los eunucos o los niños cantores de Viena, en la antigüedad, cuando los operaban: a unos para que el harén estuviera a salvo y a los otros para prolongar ad aeternis el timbre de soprano de la voz.

El resto de los compañeros no cesó en toda la tarde de gastarle bromas a base de comentarios jocosos que estimulaban los ya de por sí ardorosos y juveniles cuerpos de los presentes. Que si los cataplines por aquí, que si vaya salvavidas, que si Blanca tuvo suerte porque mira que era difícil encontrar una bolla tan diminuta. Cuando la excitación generalizada degeneró en una improvisada cama redonda, el pobre Venancio no pudo hacer nada, de tan doloridas que le habían quedado sus vergüenzas y tuvo que conformarse, como luego resultaría ser la tónica dominante de su vida, con ejercer de voyeur, pues casi siempre que alguna se le ponía a tiro, fuera por "h" o por "b" o por "m" de mala suerte, el asunto se torcía, nunca mejor dicho, de la manera más inverosímil y, la rara vez que lograba alcanzar la consumación del evento, la faena no llegaba a rebasar la categoría de un anecdótico suspiro proferido antes de tiempo.

Tome Diazepam sin prescripción médica, sin necesidad de recurrir a Hipócrates. Solucione sus problemas con Viagra. Alargue su pene y si no queda satisfecho le garantizamos la devolución del dinero. Día a día el buzón de correo electrónico se colapsaba de basura publicitaria, que para más INRI venía en inglés. ¿Pero qué se habían creído? ¿Qué era un neurótico? ¿Quién les habría contado lo de su Pulgarcito? ¿Hasta cuando en Internet iban a violar sistemáticamente su intimidad, sus más profundos, inmostrables e inconfesables secretos?

La lucha era difícil pero no imposible. Venancio sacó fuerzas de la flaqueza y rebuscó en la red la fotografía de unos atributos que cantasen a la vista por sí solos, los recortó con la tijera e hizo un collage aplicándolos sobre una foto suya. Luego integró el resultado en un mensaje bajo el rótulo: ¡No necesito Viagra! ¡Esto ya no puede ser más grande! ¡En mi harén ya no hay sitio para más tías! Y finalmente lo lanzó a los cuatro vientos, a todas las direcciones del Outlook que había en su agenda, especialmente a aquellas de donde provenía la publicidad y que había ido guardando celosamente. Tal vez así, al comprender los publicistas que no necesitaba todo aquello que le ofrecían, lo dejarían en paz y lo borrarían de su base de datos. Sí. Aquello era la solución. Sería como una vacuna que pondría fin a aquella lluvia incesante de mortificaciones si le daba algún tiempo para que hiciera efecto, así que apagó el ordenador y permaneció sin encenderlo varios días.

Venancio reconocía que algún problemilla padecía. Aquella historia de Blanca, a la que todo el mundo conocería con posterioridad como «la Picolino» por aquello del anuncio de colchones: ¡A mí plim, esta noche a dormir con Pikolin!, le había bajado la moral. Era como si los cables de contacto de su batería se hubieran cruzado y provocaran un cortocircuito. En la mayoría de las ocasiones: o se quedaba corto y le explotaba el motor nada más empezar o ni siquiera lograba arrancar. Pero... ¡El asunto no era como para sufrir aquél bombardeo de spams!

Lo que más le dolía es que había sido el único, prácticamente el único adolescente de la ciudad que se quedó sin catarla antes de que los padres de la chica se enterasen de su ligereza de cascos y la internasen en un convento de clausura. En ocasiones posteriores a la del río que se le presentaron, ella le dijo que lo consideraba un buen amigo, por haberle salvado la vida, y con los amigos le resultaba imposible hacerlo. Con el resto no le importaba. Era algo que no le costaba trabajo y que por las caras que ponían cuando estaban encima veía que los hacía felices. Y a fin de cuentas, en la vida tal y como decía la religión.... ¿No se trataba de eso? ¿De hacer felices a los demás?

Cuando al cabo de una semana encendió de nuevo la computadora, no se lo podía creer. No sólo el número de spams se había incrementado sino que además no paraba de recibir comunicaciones de mujeres que le daban la dirección y le hacían proposiciones. —¡Quién hiciera suyo ese paquetón! —le decía una u otra, entre otras tantas lindezas que no viene al caso transcribir por el elevado tono erótico del que hacían gala. Pero, de todo, lo que más le molestó fue el retintín de la charcutera, muy aficionada a Internet, que cada vez que lo veía entrar en la tienda se ponía a hablar a gritos de lo hermosa que era la longaniza del país o la frutera, tal vez por derivación de la primera, que no perdía ocasión de cantar en su presencia las excelencias del pepino, el plátano y el calabacín autóctono.

Fue entonces cuando Venancio se dio cuenta de que estaba aviado y que no le quedaba más remedio que acostumbrarse a toda aquella basura y aprender a manejar con soltura y sin remordimientos el botón de la Delete. Eso sí, de lo que estaba convencido es de que jamás pasaría unas vacaciones en Orlando. ¡Eso ni en pintura! ¡Ni aunque le regalaran el viaje!



Web del autor:

http://www.eltallerdelpoeta.com/


ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©