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Añoranza
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Pedro de Paz


Sentado en el suelo de aquel descampado, contemplando el lejano horizonte, Roberto observó cómo la luz crepuscular se fundía a negro dando paso a un desapacible e inquietante tejido de sombras infinitas mientras sus ojos se anegaban de lágrimas, incapaz de soportar el dolor de sus propios recuerdos. El dolor de la memoria. El dolor de la ausencia.

La había amado mucho. Demasiado quizá. Por ese motivo se hacía imposible calibrar la indescriptible tortura que suponía su marcha. No había medida que pudiese medir aquello. El rostro de Roberto tan sólo era capaz de expresar con su gesto un desgarrador lamento silencioso. La idea de soportar la vida sin ella, sin el roce de sus caricias, gravitaba sobre Roberto como el más cruel de los castigos y la más pesada de las losas. Su presencia siempre le había dado la fuerza necesaria para luchar, le había hecho sentirse en un estado de plétora constante, sin fisuras. Sin embargo, ahora que ella no estaba, no podía evitar sentirse vacío, sin vida, minúsculo como una gota en un océano. Se sentía incapaz de imaginar la existencia sin ella de la misma manera que no era capaz de imaginar la sensación de volar o de respirar bajo el agua. Para él, aquella circunstancia era algo impensable, inalcanzable, inconcebible.

Mientras trataba de desprender con el dorso de su mano la bruma acuosa que cubría sus ojos, Roberto fue rememorando la razón —o la sinrazón— de su desaliento. Fue evocando aquella voz que era como la más cálida de las brisas, como el arrullo de las olas frente a un acantilado. Evocó aquellos ojos, entre mágicos y misteriosos, capaces de transportarlo a mundos secretos y olvidados a los que no había otro modo de acceder que no fuera a través de aquella turbadora mirada. Evocó aquella sonrisa que lo envolvía irremisiblemente, desatando la más hermosa de las visiones y el más extático de los paraísos, capaz, por sí misma y sin ayuda de ningún otro artificio, de exorcizar sus inquietantes demonios interiores.

Evocó también cómo, día a día, a cada despedida, prefería olvidarla, desterrarla de su mente con el único fin de obtener el gozo de redescubrirla de nuevo al día siguiente. El único capricho que siempre se concedía era conservar en el tejido de su memoria el aroma de su perfume y el sabor de sus labios, única licencia que le permitía soportar la aterradora elipsis que lo embargaba hasta que se producía un nuevo y ansiado encuentro.

Y ahora todo aquello carecía de sentido. Ya no tendría cálidas brisas ni arrullo de olas ni mundos secretos ni extáticos paraísos. Ya no tendría nada. Todo aquello había desaparecido para siempre como el rocío que se evapora en una soleada mañana de Junio. De forma inexorable, aquella ausencia le incitaba al más desolador de los sufrimientos. La sola imagen de su propio desamparo le hacía sentirse como el funámbulo que trata por todos los medios de guardar el equilibrio de la cordura justo en el momento anterior a precipitarse en el insondable pozo de la más abyecta demencia.

El crepúsculo había dado paso a una noche clara, serena, irreal. Roberto miró al cielo y bajo ese titilante manto estrellado maldijo al destino por haber permitido que aquel resplandor ya no volviera nunca a alumbrarle. Maldijo al destino por haberle privado del aliento que insuflaba su existencia.

Roberto bajó la vista y miró sus manos temblorosas. Giró levemente la cabeza y contempló ensimismado el dulce rostro de ella mostrando su hierática expresión de permanente júbilo contenido. Observó cómo la luz de sus ojos se había apagado pero éstos seguían reflejando el eterno candor que siempre habían desprendido. Roberto se estremeció al sentir cómo un frío intenso, desolador, surgía del fondo de su alma helándole las entrañas.

Aún era incapaz de creer que acabara de matarla. Ni de comprender el porqué.



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PEDRO DE PAZ nació en Madrid, en 1969. En la presentación que hace de sí mismo, en su página web (www.pedrodepaz.com), dice entre cosas que «...he descubierto que escribir me apasiona más de lo que hubiera esperado en un principio. Tanto que he decidido probar suerte e intentar hacer de ello mi plena dedicación. ¿Llegará el día? Como decía mi estimado Bob Dylan, '...the answer, my friend, is blowin’ in the wind...'.»




Con su novela El hombre que mató a Durruti, este escritor ganó el I Certamen Internacional de Novela Corta «José Saramago» (2003).


ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©