En el campo
de batalla fue
___________
Iván Humanes Bespín
Lo cierto es que el ejército
inició el asalto a la ciudad cuando el general acabó de dictar.
Yo lo vi con mis ojos de tonta atontada. Fue después de mirarse en
el espejo una mota roja en el iris, llena de amor, justo en el momento
en el que ponía el final en la última carta, ordenándome el punto
en un girar precipitado de cintura. Al apartar la vista del reflejo
enamorado del espejo, y enfadado con el mundo, se ajustó la chaqueta,
miró al frente y ordenó el asalto.
Aunque más que el final,
fue el continuará, pues siempre concluía las frases con un punto casi
invisible, tan invisible que… ¡Y ya me ocupaba yo de que la letra
fuese clara!
«Que respire, que respire
la frase», me decía.
El general era muy nervioso,
todo un tipo lleno de acción. No sé si fue él el que me contrató o
bien envió a uno de sus soldados a por mí, dejándole a él la elección.
Sin más, un día, un hombre con traje de guerra y aliento a perros
me dijo que subiera al auto, que el general me esperaba. Yo salía
de correos, de llevarle la comida a mi padre (que limpiaba todas las
máquinas, suelos, y cristales del mundo), y cuando llegué, el general,
todo precipitado, me señaló unos papeles y una pluma cargada de tinta.
«Póngase allí, en ésa silla.
Rápido, la guerra nos espera», dijo.
En aquel momento comenzó
a hablar, yo a escuchar. Que por fin me había encontrado y que hiciera
el favor de escribir para él, que ya me pagaría bien, dijo. Y eso
sí, se notaba que el general estaba enamorado, no paraba de mirar
quién sabe qué con cara de bobo en el fondo del espejo de pie, que
allí, en el centro de su despacho, reflejaba mesas, tinteros y sonrisas.
Los primeros días titubeé,
es cierto, debió ser porque desde el bachiller no escribía y siete,
ocho años sin puntos ni comas son muchos años. Pero hacerlo para una
persona con zapatos relucientes y bigote cortado a lo Humberto I,
si es que alguna vez llevó el tal Humberto bigote, era tan bonito…
Fallaba al principio el dictado. Escribía con cuidado porque no quería
romper el ritmo de las órdenes. La sonrisa estúpida del general dejaba
claro que las cartas eran para Ella, y él se ocupaba de examinar convenientemente
lo que yo escribía. Al revisar él, eran unos segundos de desconfianza,
después movía la cabeza y chasqueaba la lengua, sonreía con la cabeza
agachada, tímido, y algo muy extraño le hacía retirarse al espejo
a mirarse el cielo de los ojos, separando con cuidado los párpados
mientras yo metía la carta en el sobre y la lacraba con fuerza. Me
acercaba y se la daba, él la guardaba en el cajón con un resoplido
trágico.
«Estoy enfermo», se le escuchaba.
Unos meses y mejoré los
escritos. Para ello abordé el fondo de librería que tenía debajo de
la cama —acumulado en una adolescencia llena de fracasos— y comencé
a devorar letras. Sobre todo letras románticas, historias llenas de
besos temblorosos. Salía bien preparada de casa, cada día leía medio
libro: «Amor en el Trópico» fue el mejor.
Y yo iba allí, con mis ideas
bien claras. Hablaba siempre de guerras y acciones, de bandos y municiones.
Y me enseñaba artículos de una tal Serena Delde, y decía que siempre
le gustó cómo escribía hasta que me senté yo enfrente de su mesa.
Que ella tenía cuentos bonitos en el Nacional, pero que ahora le gustaba
cómo yo ponía el empeño y el labio torcido al coger la pluma. Que
había visto claro en mis escritos que yo no era esa tal Serena que
tanto le gustaba, aunque mis ojos y mi pelo todo para atrás le recordaba
su cara. Y claro, que en la vida la gente se equivoca porque las caras
se confunden, las caras se confunden sí, se confunden… Y mandas a
un soldado a buscar a una persona determinada, bien conocida, conocidísima
en los diarios, y los soldados tienen errores y errores y a veces
son tan preciosos los errores…
Yo le decía que sí, que
qué guerra tenemos hoy que ganar. Y él comenzaba a dictar ajustándose
la chaqueta de general con un golpe seco de tacón en el suelo. Sabía
que era muy importante para esos ojos rojos de enamorado hacerlo bien.
Era tosco, yo mejoré sus modos. Era un loco, no quitaba ojo desde
el reflejo a mi labio torcido.
Cuando él decía «Señor general»,
yo sabía que era «Mi gran dama de hielo», o cuando dictaba «debemos
unir las fuerzas para hacer frente a los rebeldes», quería que pusiese
que «le faltaba el aliento para acercarse y unir cuerpos, pero que
los rebeldes, esos segundos sin estar juntos, caerían tarde o temprano».
Estaba tan tonto de amor
que a veces se quedaba en su silla de general balbuceando quién sabe
qué, como ido. Ella (para qué negar la realidad, sería esa tal Serena
Delde la carteada) debía estar muy satisfecha con el general, las
cartas decían tanto… Aún recuerdo una frase, aquí me ayudaron mucho
mis lecturas de princesas atacadas: «Diez días e iniciaremos la ofensiva»,
me dijo mientras se miraba el bigote en el espejo y cogía con ansia
su vara de general de la mesa dándose en la pierna. «Diez días», sentenció.
Era un ultimátum a su dama
de hielo y la frase que me dictó se convirtió en «tan sólo catorce
mil cuatrocientos segundos nos separan para intercambiar soplos, calientes
y húmedos, como el día y las noches de verano en el Trópico». Fue
mi mejor invención. Cambié el «Saludos» de la carta, por «Tequieros»;
«leyes» por «compañías»; «acción» por «ternura». Nuestros artículos
siempre se contrariaban, ¿por qué dictaba Ella cuando quería decir
Serena? ¡Maldita Ella! Entendí que era una declaración de amor y que
debía apurar el estilo para hacer volar la imaginación de la afortunada.
Fui tonta. Pese a todo me alegré por el general, por los éxitos que
le darían mis letras, y la noche del ultimátum no pude dormir; una
bofetada de insomnio, nervios y duda cayó en mi cara desde bien arriba.
Conté los días hasta que
llegaron a diez. Los debí contar mal, pude saltarme alguno o contarlos
dobles, pues se hicieron más largos que diez días normales. Nunca
tuve suerte con los números, siempre me parecieron demasiados. No
hice mucho mientras tanto, sólo esperar y esperar. ¡Era tanto hacer!
Me cansaba en seguida. Y a media mañana ya era invisible de tanto
esperar. Me sentaba en el escritorio y veía al general lamentando
su enfermedad. «Sólo tiene una solución», repetía en sus siestas de
media tarde. Al despertar saltaba y ordenaba por teléfono acciones,
presupuestos, número de soldados. Yo le miraba, representado con mi
lengua pequeñita en el paladar desde sus zapatos hasta su cabello,
construyendo su figura prusiana; imaginándome a su dama, que debía
ser muy alta, tanto como él; muy seria, tanto como él. Era algo que
había hecho muchas veces, imaginármelos juntos. Luego, en sueños,
le hacía a ella desaparecer…
Nadie le respondió, no llegó
jamás ninguna carta.
Y yo lo vi con mis ojos
de tonta atontada. A los catorce mil cuatrocientos segundos se levantó
de su butaca, me sobresalté y comprendí que era irremediable, que
había llegado el día de la cita. Quise ir hacia atrás y quemar todas
las letras y bibliotecas del universo. No pude hacer nada. La muerte
era segura, el ejército del general inició el asedio a la ciudad cuando
remató la última carta.
«El amor está lleno de estrategias
imposibles, siempre fui un cobarde», fue lo único que dictó antes
de mirarse el rojo de los ojos en el espejo y salir a toda prisa del
despacho.
Fue él quien acudió a combatir
con unos cuantos soldados y sin contar con el apoyo de nadie más,
bien loco, sabiendo que iba a caer. En unas cuantas horas los rebeldes
los arrasaron. Al acabar todo, el soldado con traje de guerra y aliento
a perros que un día me presentó en el despacho del general, vino y
me dio todas las cartas que yo había escrito.
«Del general para ti», dijo.
___________________
IVÁN HUMANES BESPÍN
(Barcelona - España; 1976) Licenciado en Derecho por la Universidad
de Barcelona. Ganador del XVI Premio de narraciones cortas Ciudad
de Jerez y del XIII premio El Fungible, así como de otras menciones
y premios en varios certámenes. Es colaborador de las revistas Escribir
y Publicar y del portal literario Literaturas.com. Ha publicado
el libro de relatos La memoria del laberinto (Biblioteca CyH)
y en breve publicará el ensayo Malditos. La biblioteca olvidada,
del que es coautor.
WEB DEL AUTOR: http://ivanhumanes.blogspot.com
Este relato fue ganador
del II Concurso de relatos cortos Villa de Torrevelilla.
- Otros textos del autor en Margen
Cero:
Medianoche en el Caravan;
Balas blancas y
Sacudir ceniza (poemas).
- ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|