Ficción porno
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Omar Guerrero
Para mí no fue nada difícil
dejar de ser actor porno para convertirme en escritor. Empecé escribiendo
mis memorias justo cuando había decidido dejar la industria, aunque
en ese tiempo mis amigos y fanáticos trataron de persuadirme de lo
contrario, ya que mis grandes ventajas físicas, y la fascinación que
éstas provocaban, habían logrado colocarme dentro del parnaso de los
verdaderos porn-stars. Es decir, recibía fuertes sumas de dinero
por el simple hecho de tener sexo con miles de mujeres. Por supuesto
que también imponía mis reglas. No tenía sexo con hombres ni con animales
ni con niños. Eso lo repudiaba. Es más, hasta lo condeno, sobretodo
en el caso de los niños. Pero volvamos a lo mío. En algunas ocasiones
me era imposible contar las veces que me acostaba con las distintas
actrices que habían en la industria internacional. Porque aunque parezca
mentira, este negocio del porno contiene un mayor número de trabajadoras
que de trabajadores (incluyo actores, directores y luminotécnicos).
La cantidad de actrices son incontables. Yo diría que hay por miles,
por eso a mí no me sorprendía acostarme en un sólo día con una española,
una ucraniana y una japonesa, y al día siguiente hacerlo con toda
naturalidad con una brasileña, una americana o una sudafricana —a
veces con todas al mismo tiempo—. Para esto mi naturaleza no me abandonaba
ni me desprestigiaba. Todo lo contrario. Debo decir que con ello lograba
la satisfacción de todas esas compañeras de trabajo. Pero de todas
ellas (colegas y amantes) me enamoré sólo de una, quién ahora es madre
de mis dos hijos. Su nombre de actriz era Zara, con zeta, (su verdadero
nombre prefiero mantenerlo en reserva). Zara proviene de Amsterdam,
Holanda. Ciudad en la que nos hemos establecido y donde realmente
puedo decir que somos felices.
A Zara no le molestó
en ningún momento que yo llevara mis memorias de estrella porno a
la escritura. Hasta se reía al leer que algunas cosas vividas las
había cambiado para hacerlo todo más atractivo. En más de una ocasión
inventé nombres de actrices monumentales para hacer creer que todo
eso era el verdadero paraíso. Aunque a decir verdad, y sin mucha necesidad
de mentir, se puede decir que sí lo es. Estas memorias se habían convertido
casi en unas ficciones en algunos pasajes, las cuales sólo fueron
descubiertas por Zara y por un amigo colega llamado Danny lo bello,
al cual no he vuelto a ver desde que dejé este negocio.
A la venta de mis
memorias, que fueron excelentes (se vendieron casi todos los ejemplares,
aparte que un buen porcentaje fue dirigido a instituciones de lucha
contra el sida), permaneció en mí ese extraño oficio de la escritura.
El sólo hecho de haber estado meses frente al computador escribiendo
el primer libro, creó ese hábito, o mejor dicho, esa necesidad constante
de escribir, casi como si se tratara de un desfogue. Tan igual como
cuando trabajaba en las películas. Era como un completo vicio. Porque
en el fondo era bastante cierto. En ese tiempo esa necesidad se centraba
únicamente en el sexo, ahora sólo se desemboca exclusivamente en la
escritura. Aunque debo reconocer que la actividad sexual no la he
relegado del todo. Estoy casado con una verdadera belleza, por tal
razón siempre recreamos nuestra imaginación cada vez que tenemos relaciones.
Sobretodo si somos dos ex-estrellas porno.
Con esa tranquilidad
que te da la vida marital, más el pequeño dinero que recibes por las
regalías de viejas películas, convertidas ahora -según los fanáticos-
en verdaderos clásicos, me permiten llevar a cabo la escritura como
siempre debería darse; que aunque parezca una utopía, en mi caso es
una realidad. Tengo todo el tiempo disponible para escribir, por algo
la presencia de mi libro de cuentos, aparte de mi primer libro de
memorias, mis dos novelas y la serie de artículos que siempre tratan
el tema del erotismo y la sexualidad, y que son publicadas en distintas
revistas.
Pero de todos mis
libros, ninguno como la última novela que presenté con el sello de
Serie Erótica 2002, cuya carátula mostraba a una mujer sumergida en
un líquido viscoso que no se puede determinar con exactitud. El título
estaba colocado en la parte inferior en color rojo fuerte, el cual
producía que a menos de un metro uno pudiera leerlo sin ninguna dificultad:
El amor líquido. El cual trataba acerca de la obsesión de una hermosa
mujer hacia ciertos líquidos. El personaje se llamaba Barbarela. La
bella Barbarela. Convertida ahora en el personaje predilecto dentro
de toda mi obra.
Si bien los críticos
me lapidaban, El amor líquido no fue la excepción. Aún así yo estaba
fascinado por la invención del personaje de Barbarela, cuyo erotismo
me servía para divertirme como escritor, aparte de estimularme como
hombre. Incluso Zara también llegó a sentir lo mismo al leer las aventuras
de mi heroína. Se sentía realmente estimulada, mucho más de lo normal.
Ya hasta habíamos creado un especie de ritual antes de acostarnos.
Leíamos detenidamente algunos fragmentos de la novela hasta sentir
esa pasión tan común e incontrolable entre ambos.
Obviando inclusive
el peligro de que alguno de los niños estuviera despierto y nos oyera,
o nos viera. Es más, en el libro ya había fragmentos que la propia
Zara había marcado, señalándolos como útiles para cada día de la semana;
y que a decir verdad, no nos cansábamos nunca de releer. Por ejemplo:
Día Lunes. Fragmento
de página 16:
…Barbarela siempre
observaba con calma a sus vecinos del edificio de al lado. Todas las
noches ellos hacían el amor exactamente a las 10:30 de la noche. Entonces
Barbarela procedía a probar el sabor de algunas frutas jugosas mientras
se convertía en una «voyeur». Este gusto por las frutas era muy variable.
Algunas veces prefería las sandías, sobretodo por el gusto de dejarse
chorrear grandes cantidades de ese jugo a través de su mentón. Otras
veces se decidía por la papaya, cuyo líquido se dejaba expandir por
sus manos y brazos, enmelándola por completo, para luego llevar su
lengua hacia esas zonas que tardaban en dejar de estar húmedas. Cabe
aclarar que ese acto de lamerse a sí misma lo hacía sin el menor asco.
También optaba por los melocotones y por los duraznos, sobretodo cuando
estos se encontraban en un estado avanzado de madurez. Sólo los viernes
tocaba el turno de las naranjas, las cuales ya permanecían cortadas
desde el día anterior dentro del congelador; y que al momento de ser
probadas, sólo ese frío la hacía estremecerse tan igual como sucedía
con esa mujer que estaba siendo amada frente a sus ojos. En algunas
ocasiones, y ya habiendo hecho uso de las naranjas, Barbarela guardaba
las cáscaras para darles un uso especial, sobretodo cuando estas aún
contenían algo de sabor...
Día Martes. Fragmento
de páginas 22 y 23:
…al darse cada baño,
siempre alrededor de la tina se podían ver diferentes tipos de velas,
todas de diferentes colores, formas y tamaños. Mientras permanecía
dentro del agua, jugando a veces con la espuma que se adhería a su
cuerpo, Barbarela no dejaba nunca de observar cómo se consumían aquellas
velas. Ese acto de derretirse de la cera, le provocaba siempre una
sensación de sosiego. Tan igual como si el tiempo se detuviera. Entonces
de la nada empezaba su juego perverso que sólo le competía a ella
y a su cuerpo. Poco a poco, inclinaba una de las velas muy cerca de
su pie, exactamente a la altura de sus dedos, dejando luego caer la
cera líquida y caliente en esas vías que separan un dedo del otro.
Luego procedía pasar a las rodillas y a la parte interna de sus piernas,
de donde nunca aparecía ningún vello. Para la parte de su abdomen,
escogía una vela que tenía la forma de un pez de color azul. Sólo
el acto de inclinarlo, viendo como la cabeza del pez se dirigía hacia
ella, dejando caer la cera líquida muy cerca de su ombligo, podía
considerarse como su mayor placer. Para el caso de sus pezones (en
esta parte de su cuerpo ella procuraba tener el mayor cuidado, ya
que el objetivo buscado correspondía más al hecho de lo estético,
sobretodo en los resultados, sin considerar por supuesto el dolor
que esto significaría) Barbarela escogía una pequeña vela roja que
es muy común en los altares de algunas imágenes religiosas. Así dejaba
caer esa cera cuyo color rojo se esparcía en el diámetro exacto de
sus pezones, al punto de colocarlos como verdaderas aureolas. Para
terminar, Barbarela dejaba caer una gran cantidad de gotas a la altura
de su frente, esparciéndose luego por distintas partes de su rostro.
Estas gotas, como era de suponer, correspondían a la vela más grande
que tenía, y cuyo grosor siempre quedaba sujeto entre sus manos, casi
como una manera de aferrarse a ese calor tan placentero. Después de
este ritual, Barbarela dejaba caer su peso dentro del agua, cubriéndose
completamente, al punto que a veces se olvidaba de sacar la cabeza
para poder respirar…
Día Miércoles. Fragmento
de página 39:
…en el caso de las
axilas, el simple uso de la cera depiladora le resultaba bastante
monótono y falto de gracia. Por eso siempre optaba por el uso de la
máquina de afeitar, tan igual como lo hacía con su vello púbico. Pasar
una y otra vez, sintiendo esas diminutas navajas recortar lo que quedaba
de pelos en esa parte (lo cual producía una aspereza en ello) era
más que suficiente; sobretodo por el hecho de sentirse como un hombre
sólo que en una circunstancia distinta. Pero lo mejor venía cuando
tenía que hacer uso de la colonia para después de afeitarse. En el
caso de Barbarela, esto era completamente distinto. Ella prefería
verter grandes cantidades de alcohol sobre esas zonas, al punto de
bañarse por completo, mojando inclusive sus senos y su abdomen. El
rápido evaporo de ese líquido dejaba un enorme síntoma de ardor, a
lo que ella inmediatamente pasaba a soplar para sentir una especie
de frío tan poco común que le hacía irse por breves segundos de este
mundo...
Día Jueves. Fragmento
de página 53:
Cada vez que veía
un hombre que le parecía atractivo, Barbarela se quedaba imaginando
las cosas que pudieran ocurrir entre ambos. Siempre los observaba
de lejos, analizando cada parte o detalle de ellos. A veces también
ocurría lo mismo con algunas mujeres. Entonces su imaginación volaba
como si se tratara de una verdadera película para adultos. Entonces,
de pronto, casi de la nada, sucedía ese objetivo que siempre buscaba
al imaginarse esas situaciones. Dentro de ella, en esa cavidad vaginal,
se iba dando un gusto por esa libido que se vivía a pesar de ser ilusoria.
No importaba en qué lugar se diera. Podía ser en el final de una película
en el cine, en el teatro o en algún café. Incluso en alguna discoteca
o fiesta. Obviando incluso en estos casos el estruendo o la algarabía.
Ella se abocaba a ese objetivo que poco a poco iba descendiendo dentro
de ella. Al sentirlo expulsado, Barbarela buscaba un rápido refugio
para ser testigo de eso que había nacido de ella misma. Por lo común,
en estos casos, se elegía un baño donde siempre se aseguraba de estar
a solas. Entonces procedía a quitarse su interior para luego detenerse
a ver y palpar eso que había producido su propio organismo. Como era
de esperar, el líquido que esta prenda contenía, tenía un gusto que
Barbarela no encontraba en ningún otro lugar o cosa.
Día Viernes. Fragmento
de páginas 69 y 70:
…haber hecho amistad
con esa vecina que espiaba mientras hacía el amor con su marido fue
algo casi inesperado. La conoció en la librería que quedaba a una
cuadra de ambos edificios. Ambas coincidieron en los estantes que
contenían temas de sexualidad y pareja. Al verse se reconocieron,
saludándose casi como una obligación. De pronto, hojeando las páginas
de los libros, Barbarela se atrevió a hablarle. Fue así que se presentaron,
dándose inmediatamente una conversación que tenía muchos puntos en
común entre ambas, llegando incluso a la confianza y naturalidad de
dos amigas que se permiten revisar distintos libros de sexualidad
con ilustraciones que resultaban más que sugestivas, y cuyo pudor,
como era de suponer, ya había quedado de lado.
La amistad entre
ambas no variaba a pesar de darse esa costumbre de Barbarela de espiar
a esta amiga mientras hacía el amor con su marido. Hasta llegó a creer
que ella hacía lo mismo cuando se encontraba con algunos de sus amantes.
Así se iba dando esta amistad que cada vez se hacía más íntima. Al
punto de que la amiga le contaba todo aquello que Barbarela ya sabía
a causa de su función de fisgadora. De pronto, un día cualquiera,
y sin saber por qué, el marido abandonó a su amiga. Por supuesto que
Barbarela no gastó esfuerzos por saber las razones. De todas maneras
sintió cierta lástima al saber que ya no vería más esos actos de amor
que ella misma los definía como esplendorosos.
Barbarela no dudó
en llevar a esta amiga a pasar unos días a su departamento para que
se olvidara un poco de todos esos problemas. Es más, trataba en lo
posible de distraerla, llevándola de compras u otras veces invitándola
al cine para ver alguna película tonta que sirviera aunque sea de
distracción. Lo cual realmente servía, hasta el momento de llegar
de nuevo al departamento, que con las ventanas abiertas, debido al
calor, se podía ver la oscuridad de la habitación donde esta amiga
y su marido hacían el amor cada noche. Entonces se daba algo que Barbarela
trataba en lo posible de evitar. Las lágrimas de su amiga se convertían
en un impulso que la obligaba a abrazarla, llegando incluso a que
los delgados dedos de sus manos tomaran ese rostro lloroso sólo para
tranquilizarla. Fue así que en un acto de inconciencia, Barbarela
olió esa humedad que había en sus dedos, sólo por el deseo de saber
más acerca de ese dolor. Entonces aumentó su curiosidad. Por eso no
contuvo nada y procedió primero a besar esas lágrimas, deteniéndose
sólo por una fracción de segundo, para al final terminar lamiéndolas
con un gusto nunca antes encontrado. Ante la sorpresa de su amiga,
y sin ninguna explicación de por medio, Barbarela pudo al fin descifrar
el gusto que tenía ese dolor tan peculiar...
Día Sábado. Fragmento
de las páginas 88 y 89:
…no fue difícil
conseguir ese amante. Conjugar esas miradas y sonrisas fue suficiente
para volcar esa pasión, aunque realmente ese no haya sido el verdadero
objetivo que buscaba Barbarela. Ya sabremos por qué… Ser invitada
a comer, a tomar un buen vino, o simplemente ir al cine para luego
dar vueltas en ese auto que resultaba tan atractivo como ese hombre,
era parte de un camino que daría a un solo hecho. De eso Barbarela
estaba plenamente consciente.
Al darse la intimidad
entre ambos, copulando incansablemente en una diversidad de formas,
sobretodo sin contar el tiempo empleado en esto, resultó bastante
placentero para ese amante que no dejaba de sentirse como un visitante,
o mejor dicho, como un completo extraño, sobretodo al ver todas las
cosas personales e íntimas de Barbarela. Su cuarto podía considerarse
como algo verdaderamente especial en comparación a toda la cotidianeidad
que había afuera de ese departamento. Todo parecía fuera de lo normal,
incluso las sábanas y las almohadas de esa cama que se presentaba
completamente desarreglada. Ahora ellos descansaban envueltos en sí
mismos, como si se protegieron el uno al otro sólo a través de sus
propios cuerpos desnudos. De un momento a otro, el amante decidió
poner pausa para retirarse al baño. Barbarela sabía que era el momento
preciso de lo que tanto había buscado. Verlo caminar contoneando esas
escuálidas caderas no fue nada llamativo para ella. Aun así lo siguió
segundos después de que juntara la puerta del baño. Casi en silencio,
y con la ayuda de los pies descalzos sobre el tapiz guinda del baño,
Barbarela se fue acercando hacia su amante sin procurar que éste se
diera cuenta. Entonces el simple acto de orinar de ese hombre resultó
como un imán para ella, por eso no dudó en dirigir su mirada a ese
miembro viril que ahora se presentaba completamente encogido. El hecho
de ver sólo la orina de este amante caer sobre el agua de su inodoro
fue suficiente para que sonriera como si un extraño placer se hubiera
apoderado de ella, y eso su atónito amante nunca lo podría entender.
Día Domingo. Fragmento
de página 101:
Sólo después de
haber pasado el período de menstruación, Barbarela quedaba en un estado
de depresión casi indescriptible, al punto de causarse daños que a
simple vista no se mostraban como evidentes. De todos estos daños,
sólo uno era el que la sacaba inmediatamente de la depresión. A este
acto, la propia Barbarela le llamaba la «Petit Mort», el cual consistía
en conseguir una navaja lo suficientemente filuda como para rebanar
un solo milímetro de carnosidad de sus labios vaginales. Sólo así,
sintiendo ese dolor, ella procedía a contener el llanto que esto le
producía, cogiendo inmediatamente la parte afectada de donde emanaba
gran cantidad de sangre. Al confirmarlo con sus dedos manchados, Barbarela
embarraba parte de su nariz y labios con esa sangre que contenía ese
olor tan común de las vaginas que han expulsado orina y otras secreciones.
Y esto, inexplicablemente, le hacía pasar rápidamente del llanto a
la alegría…
Estos eran los fragmentos
con los que tanto Zara como yo nos deleitábamos antes de acostarnos,
que aunque parezcan demasiado bizarros, nos impulsaba a tener mejores
relaciones sexuales. Es más, hasta repetíamos de memoria algunas líneas
o frases mientras nos abocábamos a lo nuestro. Era así como pasábamos
nuestras noches. Por supuesto que no nos daba vergüenza decirlo.
Fue en uno de esos
fines de semana que salimos a pasear con Zara y los niños. Fuimos
a distintos lugares, visitando centros comerciales y lugares de diversión,
entrando incluso a una que otra librería para averiguar acerca de
la venta que tenían El amor líquido y mis otros libros. Hasta que
a la hora del almuerzo nos dirigimos a uno de esos restaurantes que
quedan cerca de la plaza del Dam. Todo parecía normal dentro de una
mesa familiar donde las bromas y las ocurrencias de los niños no se
hacían esperar. Incluso el buen humor de Zara se mostraba con mayor
efusividad sólo por el hecho de pasar un buen rato con la familia.
Hasta que de la nada, así de repentino, se dio la aparición de esa
mujer que me paralizó sólo por el hecho de parecer completamente diferente
a cualquier mujer, sobretodo porque se podía determinar que se trataba
de la propia Barbarela, de mi Barbarela. Ella, sin ninguna duda, era
tan igual como me la había imaginado mientras escribía la novela,
incluso en sus gestos y en su manera de observar. Era como esas pinturas
que cobraban vida, con la diferencia que esa vida había nacido de
mis palabras, de mi invención, y eso me hizo sentir más que un creador.
En ese momento yo era alguien que al fin había hallado algo propio
que al parecer nunca estuvo perdido, pero si oculto. La palidez en
mi rostro se hizo más que evidente. Zara de eso se percató en el acto.
Tuve que tomar de mi copa de vino, sin respirar siquiera para poder
volver en sí. Hasta mi sentido hormonal se había alterado, juntamente
con mi corazón que no dejaba de palpitar cada vez con mayor fuerza.
Zara me preguntó si me pasaba algo. Yo le respondí que nada, aunque
en el fondo sabía que no me creía. Entonces se percató de esa mujer
que definitivamente era Barbarela. Eso lo supo de inmediato, casi
como un acto de telepatía. Contrariamente a cualquier mujer, Zara
no se puso celosa ni molesta, al contrario. Trataba en lo posible
de no quitarme los ojos de encima, muy a pesar de que mi mirada se
abocaba exclusivamente en la imagen que me daba Barbarela. Así pasaban
los minutos, con los chicos comiendo, y Zara y yo sin saber qué hacer.
Vaya paradoja para dos ex–actores pornos a los que se presume que
ya han superado cualquier situación de represión o de timidez. De
pronto el mayor de mis hijos decidió compartir su gusto con nosotros
al decir en voz alta lo tan bella que era esa mujer que de hecho debía
llamarse Barbarela. Porque era como una de esas sensaciones únicas
que se crean al ver el rostro de alguien y emparentarlo en seguida
con un nombre. Pero en el caso de esta mujer no sólo era el rostro,
sino todo el cuerpo, incluso los dedos de sus pies, que se mostraban
en esos zapatos de plataforma que normalmente hacen a una mujer más
alta y espigada. Esos dedos de los pies eran los mismos que estaban
señalados en el fragmento escogido por Zara para los días lunes. Aquellos
mismos donde caía el calor de la cera derretida. Tan igual que ese
ombligo que quedaba al aire a causa de esa diminuta prenda que vestía.
Y su pelo, y su boca, y sus cejas, y todo. Porque en sí era todo,
absolutamente todo de esa mujer lo que correspondía a mi personaje.
Entonces ella, la propia Barbarela, no pudo dejar de reír al oír la
ocurrencia de mi hijo. Un simple gracias se oyó solamente para confirmar
que sí era ella. Porque hasta ese tono de voz era el mismo que había
imaginado. Y eso mi hijo lo correspondió con una coqueta sonrisa propia
de un niño de siete años. En ese instante a Zara se le ocurrió preguntarle
su nombre, a lo cual Barbarela respondió sin titubeos. Sin mayor sorpresa,
su respuesta no correspondió a lo que me había imaginado. Por su parte,
ella nos reconoció propiamente como lo que éramos. A partir de ese
momento todo comenzó a girar a través de sonrisas. Sonrisas tan ingenuas
que ya hasta parecían absurdas, hasta que llegó el momento en que
Zara extendió la decisión de retirarnos. Con resignación de mi parte,
por supuesto, nos despedimos de esa Barbarela, a la que verdaderamente
me resistía a creer que no se llamara así. Por que al fin de cuentas,
Zara no se llamaba realmente Zara, y mi nombre no correspondía a mi
verdadero nombre, sino a cómo se me conocía desde que trabajaba en
el porno. Aun así nos despedimos. Al salir del restaurante, Zara y
yo sentimos lo mismo, aunque frente a los niños preferimos disimularlo.
Subimos rápidamente a nuestro auto y nos dirigimos directamente a
la casa. Al llegar les dijimos a los niños que podían jugar todo el
tiempo que quisieran en el patio. Cogieron una pelota y en el acto
se pusieron a jugar mientras que Zara y yo nos dirigimos a nuestra
habitación, cerramos la puerta con seguro, e inmediatamente hicimos
el amor tan igual como la primera vez que lo hicimos frente a las
cámaras. Y eso, en definitiva, era como una sensación casi nueva para
nosotros.
A la semana siguiente
opté por el egoísmo, dejando de lado las salidas familiares para salir
yo solo, únicamente con la ilusión de volver a encontrarme con Barbarela
en el mismo restaurante donde apareció. Para esto sólo confiaba en
la casualidad y en la buenaventura. Al llegar casi a la misma hora,
y justo en la cera de enfrente, y para sorpresa mía, pude ver a Zara
sentada en la misma mesa donde habíamos estado junto con los chicos.
Ella se encontraba completamente sola, casi como si estuviera esperando
a alguien. Por supuesto que yo sabía a quién. De seguro que habría
dejado a los niños jugando en el patio de la casa para que se diera
esta circunstancia, pensé. Así como también pensé muchas cosas que
en definitiva coincidían con los pensamientos de Zara. Por algo la
conocía tan igual como ella a mí. Esperé diez minutos, luego veinte,
treinta, cuarenta, para al final convertirse en una hora completa.
Al ver que esa espera se convertía en algo inútil para ambos, y tras
muchas meditaciones de mi parte, intercediendo incluso imaginaciones
netamente literarias, decidí entrar para darle el alcance con mi mejor
sonrisa, sin ánimo si quiera de reprocharle nada. Por supuesto que
no mencionaría para nada a Barbarela, tampoco a la suposición o a
mi deseo de volver a verla. Mi comportamiento tenía que girar ahora
en torno a la casualidad y a la sorpresa, sobretodo por tratarse de
Zara, la mujer que amaba. Lo más seguro era que ella también haría
lo mismo. De eso no me cabía la menor duda.
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OMAR GUERRERO
es un escritor que vive en Lima
(Perú)
oguerreroalvarado(at)yahoo.es
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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