Relato Norberto L. Romero


Los informes
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Norberto Luis Romero


Soy uno de los miembros destacados del Cuartel de Delatores. Los altos mandos de esta Organización, expusieron sus planes en el mes de junio. Disponíamos de siete meses para ponerlo en marcha y llevarlo a feliz término. En mí habían depositado sus esperanzas y toda su confianza las jerarquías del Cuartel.

De salir todo según lo previsto, la «red» se iría haciendo cada vez más estrecha, a medida que se fueran agregando nuevos miembros. Abarcaríamos varias ciudades y, con el tiempo, cubriríamos todo el territorio manteniéndolo bajo estricto control.

Nuestra misión era formar adeptos para la delación, investigar y descubrir a todos aquellos que manifestaran o indujeran a algún tipo de actividad negativa. Teníamos conocimiento que organizaciones clandestinas, con bases de operación en el extranjero, urdían un meticuloso y total exterminio de los que formamos el Cuartel de Delatores. Estas organizaciones, amparadas en sus propios y equívocos derechos, promovían acciones de un alto grado de peligrosidad, fundamentalmente, en iglesias y escuelas de párvulos.

Pusimos en marcha el plan el día 28 de julio, después de varias reuniones previas en el Cuartel General.

Cuatro miembros abarcarían un área de unas ocho manzanas, controlando día y noche los movimientos de los ciudadanos, vigilando, principalmente, las iglesias y los colegios. Los sectores circundantes a estas manzanas, donde también se crearían áreas similares, estarían en estrecho contacto con las demás, y así hasta cubrir todo el casco urbano.

Previo a nuestro traslado a las zonas asignadas, trabajamos duramente en los cursos de Delación, estudiando a fondo disciplinas de aplicación inmediata tales como: ejercitación de memoria visual, auditiva olfativa y táctil; interpretación de símbolos y signos gestuales; desplazamientos subrepticios; fisonometría; artes miméticas; disimulo y sutil ocultamiento de emociones y sentimientos; lectura de miradas; interpretación de códigos secretos; técnicas de persuasión; etc., etc.

En estos estudios destaqué del resto de mis compañeros ganándome la confianza de mis maestros más severos, a quienes admiro y respeto profundamente. Por estas razones, me asignaron una de las zonas preferentes, con un alto grado de conflictividad.

Alquilé una habitación modesta y limpia en un edificio próximo al colegio de párvulos. Era un noveno piso. Tenía una amplia ventana orientada al Sur y otras dos, más pequeñas, miraban al Este. Con la ayuda de un par de potentes prismáticos, podría controlar un área bastante extensa. Me correspondía un mercado de abastos, la estación de autobuses, la escuela de párvulos mencionada, y dos iglesias. También los edificios de oficinas y viviendas.

Una vez a la semana tendría que reunirme con los otros miembros del Cuartel, para intercambiar opiniones, evaluar la marcha de las investigaciones y redactar los informes.

La primera semana la empleé en hacer un reconocimiento del área, cotejarla con los planos proporcionados, y confeccionar unos nuevos, más detallados en los que se recogieran los cambios o anomalías detectadas. También me familiaricé con los movimientos, recorridos y costumbres de los habitantes. Comencé a observar con minuciosidad a la gente y en particular a los niños del parvulario.

Al cabo de la semana envié mi primer informe, ampliamente detallado, y la respuesta fue una escueta nota firmada por el propio Director, en la que me felicitaba por mi trabajo y se me daba aliento para continuar. Todo ello redactado con palabras sobrias, aunque afectuosas.

En líneas generales, de mi informe se deducía que el sector a mi cargo le formaban familias comunes y corrientes, aparentemente inocentes, excepto por algunos detalles que me produjeron cierta inquietud: una mujer llevaba el pelo recogido con horquillas de color verde; en la camisa de un conductor de autobuses observé un botón de menor tamaño que el resto; había quienes llevaban manchas de comida en la ropa; otros, gesticulaban demasiado al hablar. Todos eran indicios de códigos secretos que utilizaban entre ellos.

Ocurrió otro incidente sospechoso: una tarde, a pesar de tener las persianas herméticamente cerradas, hallé una mosca en mi dormitorio. De inmediato la maté y mirándola de cerca, comprobé que no se trataba de una mosca común, pues era de color verde brillante; una mosca de la carroña, que aquí no se encuentran. Este detalle y los anteriores los hice constar en el siguiente informe:

«...las moscas carroñeras proceden de otras ciudades, y me atrevería a afirmar que las traen de países lejanos, posiblemente inoculadas con alguna enfermedad de fácil contagio y mortal. En lo que respecta a la manera de gesticular de la gente, constato que no es normal: demasiado ampulosa y rebuscada, con elocuentes pausas, detenciones bruscas y cambios de ritmo. Veo evidencias de signos secretos, de un lenguaje críptico. También intercambian mensajes con detalles del atuendo o del arreglo personal: peinados, adornos, botones, etc.».

A partir de ese momento, acatando órdenes, centraría todos mis esfuerzos en los niños, ya que éstos poseían mayores dotes para pasar inadvertidos u ofrecían enormes dificultades dada su hiperactividad infantil. De los mayores ya se estaban ocupando otros compañeros. Contrariamente a otros sectores, el mío, tenía una población infantil que superaba la norma: un porcentaje apenas perceptible, pero evidente a mis ojos perspicaces, tan importante como para someterlo a prudentes análisis y mantenerlo en permanente seguimiento.

En las semanas siguientes, desplegué una intensa labor, aunque los resultados fueron poco tangibles. Comencé a sospechar que la gente había percibido mis actividades y se cuidaba de actuar con naturalidad. Lo intuí de inmediato, cuando volví a ver a la mujer de las horquillas verdes en el pelo y ya no las llevaba, en su lugar, una diadema muy delgada de un verde pálido, le sujetaba el cabello. El verde era un color significativo (no podía olvidar que la mosca que había entrado en casa también lo era). Era también verde el sombrero que usaba una anciana de aspecto angelical que frecuentaba la iglesia. En la calle noté gestos cómplices, miradas ambiguas: alguien dio a un niño una manzana y éste se la metió al bolsillo en lugar de comérsela... En fin, que el índice de peligrosidad en mi sector era, notoriamente, alto.

En la siguiente reunión, así lo comuniqué a mis compañeros, sorprendiéndolos con mis abultados y exhaustivos informes. Si bien todas eran sospechas y carecía aún de nombres concretos que aportar. Tardé en reunir una lista.

Ante la creciente inquietud del Director General, que parecía empezar a perder su fe y confianza en mí, mi fina intuición detectó aquello que constituía la prueba más flagrante: un dibujo procedente de la escuela de párvulos, realizado por un niño de unos cinco o seis años. A pesar de que le faltaba un trozo, pude interpretarlo: con lapiceros de colores, el autor había representado a una mujer llevando en brazos a un niño. En un extremo del papel había escrito «mi ermana». La omisión de la «h» constituía un código. Era una prueba alarmante; pero lo era aún más, el dibujo incompleto cercano al margen que había sido arrancado, pues vi mi rostro, con el pelo coloreado en verde. Mis sospechas se confirmaron cuando llegaron a mis manos dibujos similares hechos por otros niños y en los que era frecuente la omisión de la «h» en los textos, y el predominio del verde en los colores.

En el siguiente informe expuse este descubrimiento y envié adjuntos los dibujos. Se presentó en mi casa un inspector que me felicitó en nombre del Director General, y me rogó que mantuviera mi esfuerzo, mi tenacidad y dedicación. Sus palabras fueron justas, e incluso citó de memoria algunas de las frases más elocuentes y bellas que figuran en nuestros manuales.

Me esperaban nuevas y más dificultosas responsabilidades, y no podía defraudar. El Cuartel General puso a mi entera disposición dos ayudantes, a quienes ordené que de inmediato centraran toda su atención en el parvulario. Ambos pudieron introducirse como celadores. Esto les permitía una observación directa y la posibilidad de disponer de gran cantidad de material gráfico para investigar.

A diario, mis ayudantes me traían a casa figuras de plastilina, redacciones, dibujos, y me informaban personalmente de las actividades de los niños. Cuando podían, pues era muy arriesgado, aportaban fotografías tomadas furtivamente en clases o en los recreos.

A deducir por el análisis de todo este material, no había apenas niños que no participaran de alguna u otra actividad insumisa, incitados por las grandes y poderosas organizaciones. En las figuras de plastelina predominaban los animales, los árboles y algunos rostros humanos —sé muy bien lo que esto significa—, pero lo más alarmante y que delataba sus monstruosas intenciones, era el uso que hacían de los colores: rojo y azul para los árboles, verde para las caras, amarillo para ciertos animales. Lo más flagrante fueron los dibujos de moscas, también verdes, abundantes en los márgenes. Ante la multitud de pruebas recuperé la fe.

En las fotos obtenidas durante los recreos, se veía con claridad la actitud de los gestos mientras jugaban, o fingían jugar. Ciertas sonrisas no eran de alegría: podía ver en ellas el sarcasmo y el desdén. Había actitudes extrañas en las figuras que componían con el cuerpo cuando jugaban al corro, como si formasen letras, como si todos ellos fueran un alfabeto viviente capaz de comunicar mensajes en clave.

Los celadores también me informaron que los niños empleaban palabras con un evidente sentido oculto. Estas eran: elefante, mamá, perro, caramelo, tinta, tiza y MOSCA. Mi inmediata labor sería descifrarlas. Durante semanas fui acumulando y catalogando datos y, con el auxilio de un manual de símbolos y criptografías, pude desentrañar varios significados: elefante equivalía a «cuidado, nos están vigilando»; los árboles de plastilina rojos, «cancelen todas las acciones»; los animales azules, «ya no hay peligro»; la palabra «perro», designaba a los celadores, y «MOSCA», a mí. El verde que era tan usual, equivalía a «muerte».

Con estas conclusiones aterradoras, elaboré el informe que transcribo literalmente

Estimado Señor Director,
Cumplo en informarle que del resultado de mis amplias investigaciones, se desprende como conclusión, que en el sector asignado a mi cargo (Secc. A.R/56-78), se desarrollan operaciones de profundo y preocupante carácter negativo. Detrás de los quehaceres y juegos de los niños del parvulario, en apariencia inocentes, hay claves que evidencian la intervención directa de los altos Organismos enemigos. Sus objetos, palabras y gestos, así lo indican claramente, según estudio que adjunto con las pruebas obtenidas.
Beso sus manos
,

La respuesta fue una nota breve y un «Manual de Desviaciones en el Comportamiento Infantil», que me fue de inapreciable utilidad a la hora de continuar mis pesquisas.

Con el tiempo fui descubriendo que la base del plan era un grupo de niños especialmente seleccionados por su alto coeficiente intelectual, cuya misión era interceptar y entorpecer nuestra acción. Natural colegir, que el final del plan incluyera la aniquilación de nuestros Organismos (no en vano aparecían a menudo en las redacciones las palabras «Perro», «mosca» y «verde», agrupadas).
Una vez más el resultado de las investigaciones fue enviado al Cuartel debidamente cumplimentado con fotos, objetos incautados, dibujos y figuras de plastilina.

Por fin me llegaron las ansiadas órdenes, la recompensa a todos mis esfuerzos, el dulce fruto de mi trabajo: me debía poner en contacto con el resto de los grupos de Delatores, para elaborar una línea de acción simultánea. Los debates en la Sede del Cuartel fueron fatigosos, arduos, controvertidos. pero, al fin, salió adelante mi propuesta: la brillante idea de la creación de un grupo de niños —nuestros niños—, adiestrados con rigor especial en las artes de la Delación, para infiltrarlos en el parvulario. Cuando los niños más peligrosos y los cabecillas más activos fueran identificados, procederíamos a su desaparición.

Antes de introducir a nuestros niños en el parvulario, se les hizo una marca: una «D» minúscula estampada a fuego bajo la lengua.

A pesar de las habilidades de los infiltrados, encontraron enormes dificultades en ganarse la confianza de los demás niños, y pasó mucho tiempo hasta que pudieron averiguar algo concreto. Cada viernes me llegaban sus informes, notas que iban cobrando forma en mis cuadernos y que me posibilitaban perfilar algunos nombres. Únicamente quedaba averiguar el nombre de los cabecillas, para que éstos, a su vez, nos condujeran hasta las cumbres de la Organización enemiga.

Por desgracia no ocurrió como lo planeamos. Nuestros niños habían avanzado mucho en sus pesquisas, pero no podían penetrar más allá; un muro infranqueable se alzaba entre unos y otros. Inexplicablemente, los niños del parvulario encubrían sus actividades, disimulaban, falseaban sus códigos secretos, confundían.

Una vez más me vi en la necesidad de redactar un informe donde expliqué a mis Superiores las causas del retraso de los planes. Cuando terminé de escribirlo, me sentí ligeramente angustiado. Me resultaba difícil poner toda la verdad, me resistía a reconocer el fracaso. De modo que lo destruí y elaboré otro más duro, menos derrotista y, acaso, más contundente y definitorio; con el poder de convencer al Director General, obligándole a tomar medidas drásticas. No mentí en él; me limité a expresar con vaguedad algunos acontecimientos y a exagerar otros.

La contestación llegó de inmediato. La orden fue como esperaba: tajante. Los niños apenas sufrieron, creyeron estar participando en un juego más. Únicamente cometí un error; por esta causa me vi forzado a redactar un último informe que, de no haber existido, hubiera significado mi ascenso y mi gloria.

23 de abril.
Excelentísimo Señor Director general,
Cumplo en informarle que, de acuerdo con sus órdenes de 22 de enero, llevamos a buen efecto el plan previsto en el parvulario del sector a mi cargo. Lamentablemente, por circunstancias ajenas a mi voluntad, tuve la obligación moral de asumir ciertas responsabilidades por las siguientes razones: habiendo sospechado y descubierto a nuestros infiltrados, los niños rebeldes se marcaron bajo la lengua de igual manera que los nuestros, y así nos confundieron y se infiltraron entre nosotros, poniendo en peligro nuestra Organización. Ante la magnitud de esta circunstancia, tuve que exterminarlos a todos sin discriminar.

Beso sus manos,


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NORBERTO LUIS ROMERO nació en Córdoba (Argentina) en 1951. Ha publicado numerosas obras entre las que citamos: Transgresiones (1983), El lado oculto de la noche (1994) y El momento del unicornio (1996). Ha recibido varios premios por su obra literaria, tales como el Hucha de Plata (1994), el Ciudad de Huelva (1996) y el Antonio Machado de relatos (1998).

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http://www.norbertoluisromero.com/


ILUSTRACIÓN RELATO: Microfono a condensatore1, By Guam (Own work) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons.


👀 Otras obras de este autor (en Almiar): ¿Dónde termina el juego? (fotografía) El momento del unicornio (reseña del libro de cuentos)

Relato publicado en Revista Almiar (2005); Web reeditada en febrero de 2023.




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