El instante
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Patricio
Eleisegui
Se
muestra sentado. Su cuerpo levemente recostado sobre el respaldo
de la silla que lo sostiene. Hombros angostos, que descienden hasta
un pecho pequeño, casi de adolescente prematuro. Rostro blanco, de
pómulos bruscos y mejillas sin barba. Mirada hundida; almendras resecas
y ajadas sobre un tapiz de cándida hojarasca. Labios desprovistos
de un bigote que los oculte. Cabello de ondas violentas, en castaño
apagado y ligeramente peinado hacia atrás. Nariz aguileña, presa de
una sutil desviación a la altura del tabique y cejas pobladas; terciopelo
azabache y espeso que disimula las grietas profundas que, cual ríos
víctimas de la sequía, surcan indomables los confines de una frente
rectangular. El ceño fruncido revela un atisbo de preocupación, quizás
circunstancial. Viste un pantalón en tenue azul, desprendido y abierto
hacia los lados. El cinturón de cuero que cuelga sobre su derecha
parece besar, furtivo, una sigilosa brisa que se empeña en agitarlo.
Piernas extensas que culminan en zapatos gastados,
que señalan al firmamento mientras descansan en la firmeza que brinda
el taco, siempre amparados en un marrón oscuro que los confunde con
el piso. Un piso elegante, de mosaicos forjados en listones blancos
y negros, entrelazados en figuras geométricas que, sometidas a la
distancia, simulan lunares en constante movimiento.
Exhibe su torso desnudo. Escuálido, una punzante
armadura de vértebras se desnuda sin piedad bajo su piel. Sus brazos,
largos y descarnados, culminan, como si de un angosto desfiladero
se tratara, en palmas enormes, recubiertas de una película débil aunque
flexible, y que revelan sus límites en pálidas extensiones que se
asemejan a dedos. Luce sus brazos orientados hacia delante. Las manos
ocupadas en indagar los rincones de una cesta rebosante de frutos
jugosos; ofrenda dispuesta a saciar la desesperación de todo peregrino
sediento.
Sobre su cintura, una mujer. Que regala las
virtudes de su abundante dulzura, desnuda de timidez bajo una camisa
desprendida. Una larga pollera oscura, apenas levantada sobre un pantalón
que yace indefenso, libre ante la desafiante osadía que esgrime el
paño femenino. Un rostro de líneas perfectas, labios abultados, ojos
que recuerdan las luces finales de un atardecer, y un rabioso cabello
ceniza que cae, lacio, hasta la cintura. Piernas esbeltas aunque cortas,
igualmente dignas de ser recorridas. Se muestran tersas, brillosas
por un bronceado que evoca, salvaje, los inclementes latigazos que
el trópico se encarga de grabar en la piel de sus súbditos.
Su cuerpo pequeño, de extrema delgadez, se
percibe cautivo; ahogado entre las piernas de él. Su mirada, el fulgor
de su espíritu, prisionera a los ojos de él. Ambos sobre una silla
precaria que disimula su fragilidad. Que se presta, cómplice, a una
escena que inmortaliza un intervalo de futura fogosidad. Uno y otro
inmersos en un horizonte de lienzo blanquecino, junto a una mesa de
algarrobo astillado, habitada por dos copas de cristal y una botella
teñida en morado. Un hombre que toma lo que desea. Una mujer que desea
entregárselo. Ambos dispuestos a cercenar el mandato de una soledad
tirana, contenta de mantener siempre prisionera a la natural inocencia
del instinto.
«Faltan
algunos detalles»,
comentó Maximiliano, sin levantar la vista del libro que leía.
«Lo
dudo»,
contesté.
«Un
color más y ya no habrá nada que contar»,
le dije, y nuevamente me dediqué a protagonizar, quizás por última
vez, su más reciente pintura.
CONTACTAR CON EL AUTOR:
patricioeleisegui21[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Francisco Lozano
©
Ver muestra de este fotógrafo,
en Margen Cero.
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