La Kiki

Pilar Romano

Las mujeres caminan y de tanto en tanto conversan en voz baja. El grupo parece un retazo de tristeza en movimiento. Además, cualquiera que las mirase podía saber que no van, vuelven. Caminan y conversan. «La Kiki era virgen cuando llegó aquí», dice la que iba adelante. Después de unos pasos, alguien agrega «ella siempre decía eso». «Pero nunca le creímos», se oye decir a otra, mientras esquiva un charco. «Claro que si lo decís vos, Rosario», esta voz es grave, concluyente. Y débilmente se escucha decir a la que venía detrás de todas: «Y en este momento...».

Vuelven del entierro, en un atardecer rumoroso de vientos y luceros. Ya están cerca de la casona, que a esa hora todavía parece un refugio, aunque empezara a desmoronarse por la parte de atrás. A ellas, al menos, les parece un refugio, como si pudiesen encontrar allí el calorcito de una llama de hogar desorientada. Lindas cosas había dicho el cura. Y él las conocía a todas. Lindas cosas para el entierro de una prostituta. «Anduvo por el mundo como una sombra asustada y Dios tuvo piedad de ella». En las madrugadas todas ellas se volvían sombras asustadas, todas menos Rosario, que parecía tener siempre en claro las cosas.

Y Rosario dijo que la Kiki había llegado virgen.

Lo que nadie pudo saber era de dónde había venido esa rara costumbre, ese extraño reflejo, de dónde el estímulo que hacía que la Kiki emitiera algo así como un leve cacareo cada vez que un hombre distinto siempre igual terminaba de descargar dentro de ella —hembra ausente pero hembra— los humores traídos de la soledad, el desamparo, el aburrimiento, la fisiología, la inexperiencia, la chulería y a veces también el dolor. La Kiki insinuaba un cacareo al final, por eso la llamaban así. Algunos no la querían, sobre todos los pocos de traza mundana que solían aparecer por allí. «Cualquiera menos la Kiki». Pero Rosario la protegía, quizá por esa especie de temblor convaleciente que se insinuaba en todos sus movimientos.

Decían que un expresidiario quiso llevársela una noche. Parecía bueno, como todos los delincuentes. Hasta se animó a hablar con Rosario el hombre. No le importaron los pechos ariscos ni el desierto que había entre los muslos de la mujer, ni siquiera el extraño cacareo. Quizá buscaba quien lo atendiera sin pedir demasiado, que le preparara la comida sin preguntar. Rosario habría dicho que sí, pero seguramente a la Kiki la propuesta de salir de allí le parecía algo así como una emboscada; vaya a saber con qué cosas no querría reencontrarse. Y el hombre se fue solo, dejando atrás la puerta del prostíbulo bamboleándose como una queja. Y ella se quedó más acá, desorbitada y lejana, con sus temblores y misterios.

Todos imaginaban alrededor de aquella mujer historias de culpas, sometimientos o abandono. En verdad, nadie conocía en forma total y cierta la historia de las otras, pero de lo que cada una contaba de vez en cuando, surgía el diseño de un pasado, sin muchos detalles diferentes. La Kiki solamente decía que se había criado en una estancia, hija de madre cocinera y de padre conocido que nunca se dio a conocer. Pero al momento de decir porqué había llegado allí, temblaba levemente y el relato se interrumpía. No se animaban a seguir preguntando y mucho menos acerca de esos grititos como cacareos, si bien todas intuían que por ahí rondaba la causa que la había llevado a la casa de Rosario.

En la repetida liturgia del prostíbulo, la Kiki había ido madurando; no podía decirse que había llegado a vieja, pero sí madura. Y un poco enferma también. Todas las que habían llegado poco antes que ella ya habían dejado de trabajar. Solamente Rosario era anterior. Por eso reconoció enseguida al ex–presidiario cuando llegó aquella tarde, casi anocheciendo, años después de aquel rechazo sin explicaciones.

—Sí, todavía está.

—¿Y querrá hablar conmigo?

—No sé; ella habla con pocos.

En ese momento el hombre oyó los pasos huidizos salpicando el corredor que llevaba al patio, en el que había un árbol solitario como la Kiki. Quiso pensar que ella no escapaba, sino que a su manera le decía que fuera hasta allí. Antes de seguirla se volvió hacia Rosario, medio indeciso, escabulléndose entre las miradas de las otras mujeres, que no entendían mucho lo que sucedía.

—¿Todavía cacarea?

Rosario tan sólo bajó los ojos, como si quisiera cubrir los bordes azules de una herida. Recién entonces el hombre saludó y atravesó el corredor.

La Kiki había cerrado la puerta tras de sí y él golpeó, apenas con la sombra del puño; una vez, dos veces. Imaginó que ella lo esperaba y pasó al patio. Su mirada se apoyó en un cajón con botellas vacías, en el elástico oxidado de una vieja cama, en un recipiente de lata con tierra que se obstinaba en mostrar ciertas flores casi doradas en aquel escenario. Hasta que vio a la mujer, sentada en una especie de caballete arrumbado en un rincón. Y fue hasta allí; quedaba un espacio para que él también se sentara. Ella tenía las manos sobre las rodillas apenas dobladas y él hizo ademán de cubrirlas con las suyas, pero le pareció mejor dejar las cosas como estaban. La Kiki volvió el rostro hacia él y tragó la saliva sosa del abatimiento. Después sonrió.

—Vos sabés a qué vine.

—Casi todos vuelven.

—Pero cuando yo me fui aquella noche te había pedido algo.

Ella ya no sonreía; sin embargo su expresión era calma, como si la gratificara aquel viejo flamante pedido.

—¿En serio todavía querés que me vaya con vos?

—Sigo creyendo que sos una buena mujer. Yo nunca tuve a mi lado a una buena mujer y vos y yo estamos entrando en la edad en que no es bueno estar solo.

—Yo no estoy sola aquí.

—Vos sabés que sí estás sola.

—¿Y adónde iríamos vos y yo?

—A mi casa, en el pueblo vecino, El Libertador, tengo lo necesario allí: buen techo, radio, una huerta, gallinas...

La Kiki no aceptó. En este punto de la conversación su rostro adquirió la expresión del fugitivo que escucha los sonidos de la partida que lo persigue. Se puso de pie y moviendo la cabeza en repetido gesto de negativa, dejó al hombre de nuevo solo. Esta vez, él se alejó y cerró la puerta de entrada con la contundencia de lo definitivo.

La Kiki quedó también sola, recostada en el tronco del árbol solitario, rodeada de una bandada de cosas inconclusas.

Las otras no se acercaron. Estaban acostumbradas a ver siempre a la tristeza sentada a su izquierda. No sabían que se iba a hacer de noche, y noche cerrada y fría, cuando la Kiki decidiera volver.

Estas mujeres estaban sentadas alrededor de la mesa grande de la cocina. Trabajaban y conversaban. «¿Supieron que se murió Damiana?», dijo la más vieja. «¿Quién era Damiana?». Se oyó primero un suspiro y luego la contestación: «nació y vivió aquí con su madre, que era la cocinera antes que yo; se fue cuando tenía quince o dieciséis años». Las otras no la habían conocido. «¿Y dónde murió?». «En el quilombo de la vieja Rosario, pobre». En ese momento la noticia pareció más interesante. «¿Por qué fue a parar allí?». «Muchas veces pienso que yo tuve la culpa. Desde que Damiana era chica, seis o siete años, la madre la obligaba a que la ayudara a matar las gallinas y los pollos para cocinarlos. La mujer les sujetaba el pico contra el cogote y les hacía un tajo debajo de la cresta, mientras la chica tenía que sostenerlos de las patas, entre temblores, aguantando hasta que el animalito se desangraba y quedaba quieto, quieto del todo. La chica lloriqueaba a veces. Un día me preguntó si las mujeres que se casaban tenían que matar gallinas para cocinarlas para el marido y le dije que sí». «Yo no voy a casarme nunca», me dijo.

«¿Y nunca se casó?». «Cuando uno de los peones le pidió permiso a la madre para noviar con Damiana, la vieja le preguntó si pensaba casarse. El muchacho dijo que sí, que enseguida nomás. Y la chica escuchó. Anduvo medio escondida y una tarde me preguntó qué podía hacer ella para tener techo y comida sin casarse y yo, sin pensar mucho —le dije—, trabajar en el quilombo». Y esa noche Damiana desapareció.

 

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PILAR ROMANO nació en Corrientes (República Argentina). Tiene publicados dos libros de cuentos: Azahares y Fantasmas y La plaza de los naranjos y una novela Inocencia Plenaria. Sus narraciones aparecen también en algunas antologías y páginas de Internet. Obtuvo el premio bienal Juan Torres de Vera y Aragón, en la categoría cuentos inéditos, otorgado por la Provincia de Corrientes (1990) y otras distinciones en concursos a nivel nacional, todos ellos en narrativa.
mariadelpilar[at]arnet.com.ar

Leer otros dos relatos de esta autora (en Margen Cero):
Es a mi y El escudo blanco

* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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Relato publicado en Revista Almiar (2004). Página reeditada en junio de 2023.

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