Principios
de
proporcionalidad
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Javier
Warleta
Bernardo
Cifuentes tenía el
pito pequeño y cara de pocos amigos. Lo de la cara era notorio,
cualquiera por la calle podía verlo. Lo del pito no tanto, sólo
los que íbamos al gimnasio con él y algunos familiares cercanos
podíamos saberlo, aunque, claro, no se puede decir que, al menos
nosotros, lo mantuviéramos muy en secreto.
Estas breves notas morfológicas eran probablemente
lo más interesante que podía decirse de Bernardo Cifuentes, y con
toda seguridad me hubiera olvidado hace años de él de no ser por
Aníbal Ramírez y su manía de buscarle un motivo a todo. Entonces
no lo sabía, pero mucho después, cuando el destino me llevó a vivir
al sur de Chile, descubrí que esto era algo que debió heredar de
su abuelo, nacido en Copiapó, y según él, mapuche de pura raza.
Y es que el chileno antepone siempre una causa a cada efecto, sin
preocuparse demasiado de la relación. Por ejemplo, si un día amanece
nublado y de repente comienza a despejarse y en poco tiempo luce
un sol espléndido, sin duda esto ha ocurrido porque anoche hubo
un pequeño temblor de tierra. Y si uno pregunta ¿pero qué tiene
que ver el temblor con que el cielo se despeje?, lo miran como si
fuera idiota, y con razón, ya que no tiene ningún sentido preguntarse
el por qué del porqué, cuando con resolver el primero de ellos ya
tenemos más que suficiente.
Así que fue Aníbal, y no yo, el que empezó
con aquello. Yo sólo fui uno de los primeros receptores de la teoría.
Es cierto que la acogí con entusiasmo, pero no la ideé. Ese fue
Aníbal, y Bernardo fue su muestra significativa, su cultivo experimental.
—¿Os
fijasteis en sus orejas?
—nos
dijo Aníbal una tarde, al salir del gimnasio.
Yo no me había fijado, pero Leandro sí.
—Muy
pequeñas
—respondió—.
Diminutas.
—Así
es
—dijo
Aníbal muy serio—.
Esa es la clave, orejas pequeñas, pito pequeño. No hay duda.
—¿Pero
qué relación puede haber?
—pregunté,
sorprendido—.
Y, ¿acaso has visto otros como él?
Aníbal hizo caso omiso a la primera pregunta, y respecto a la segunda,
mintió con el mayor descaro.
—Muchos,
es algo que tengo comprobado desde hace tiempo. Por cierto, no sólo
se aplica a las orejas pequeñas, en realidad es un asunto de proporciones,
digamos que existe una relación lineal.
—¿Entonces,
el Matías...?
—murmuró
pensativo Leandro.
—¿El
Matías? Algo tremendo
—aseguró
Aníbal—.
No te puedes hacer una idea, algo tremendo.
Cuando pienso en cómo pudo convencernos tan rápido, sé que de alguna
forma lo del Matías tuvo que ver en eso. Inmediatamente nos familiarizamos
con la idea de que poseía una enorme tranca, algo de dimensiones
sobrenaturales, y esa idea se asoció indisolublemente con la imagen
de sus enormes orejas de soplillo, y de ahí en adelante ya no pudimos
nunca separarlas.
Ni que decir tiene que esa tarde, al llegar a casa, me fui directo
al baño, expectante, a comprobar si mis orejas daban la talla. Aliviado,
comprobé que cuando menos eran de un tamaño normal, incluso se podía
decir que eran un poquito grandes. Supongo que esto también debió
contribuir para que aceptara la teoría de proporcionalidad de Aníbal
sin ponerle muchos reparos. A decir verdad, no sólo no le puse reparos,
sino que, a partir de ese momento, me convertí en uno de sus más
fervientes defensores.
El descubrimiento se difundió rápidamente por el pueblo, junto a
innumerables casos que probaban de forma irrefutable la teoría de
la proporcionalidad, que, naturalmente, nadie se molestó en verificar.
De un día para otro fue como si a todos los varones del pueblo se
les hubieran bajado los calzones hasta las rodillas, exponiendo
sus miembros viriles a la pública vara de medida.
Algunos se acostumbraron en seguida, como Manolo, el peluquero.
Le bastaba un rápido vistazo, casi de reojo, que no estaba bien
visto andar fijándose mucho, y entonces, mordiendo la punta del
cigarro, dictaba sentencia.
—¿Qué,
don Víctor, aligeramos un poco por arriba? Yo le dejaría esa melenita
que le sienta tan bien, ni las patillas le tocaba.
O si el que entraba era más afortunado:
—¿Qué
me dice, don Luis, nos animamos a una rapadita? Con el calorcito
que hace, no estaría mal que despejáramos esa cabeza.
Y entonces don Luis, con la frente bien alta, contestaba:
—Cómo
no, rapemos al uno. Y por favor, las patillas bien altas, rasando
con las orejas.
Y
decía orejas con descaro, subiendo el tono, sin duda dirigiéndose
a don Víctor, que, sorteando la ofensa, terminaba rápidamente de
cepillarse el traje y salía de la peluquería, mascullando entre
dientes un adiós que recibía la respuesta de un jocoso coro.
Precisamente don Víctor fue uno de los que peor lo pasó entonces.
Desde el principio se negó a aceptar la teoría, peleó en la barra
del bar con todos y con todas las armas, con certeros argumentos
e incluso con algún que otro puñetazo, pero, teniendo en cuenta
la pequeñez de sus orejas, lo que consiguió fue más adeptos a la
causa que otra cosa. Todos lo vimos como otra prueba de que Aníbal
tenía razón, si se pone así, pensábamos, es porque seguro que no
tiene más que un enclenque champiñón.
Tuvo que ser duro. Los niños se reían de él por la calle, pero don
Víctor, obstinado como pocos, se negó a quedarse encerrado en casa.
Todos los días daba su paseo, al atardecer, se cruzaba con medio
pueblo, y el seguía adelante, erguido, apoyado en su bastón, mientras
escuchaba los murmullos a su espalda, en ocasiones palabras de lástima,
chistes malos la mayoría de las veces.
Dejó de ir al bar y era raro verle conversar con alguien. Duró así
un par de meses, hasta que un domingo por la mañana, con la plaza
atestada de gente, decidió que ya no podía aguantar más. Se subió
encima del busto de San Martín, donado hace unos años al pueblo
con ocasión del hermanamiento con la ciudad de Mendoza, en Argentina,
pidió atención al público y se bajó de un tirón pantalones y calzoncillos.
La primera reacción de la gente fue de estupor, la siguiente, de
jolgorio. Lo curioso es que, al recordarlo ahora, puedo ver con
toda nitidez a don Víctor portando un estandarte de más que regulares
dimensiones. Sin embargo, cuando lo vimos allí, de pie sobre la
cabeza impasible de San Martín, fue como ver un espectáculo de circo.
Como la mujer barbuda o la cabra de dos cabezas, un fenómeno absurdo
de la naturaleza. Doña Águeda Bustamante, que era prima segunda
de don Víctor, y que a la sazón hacía más de cuarenta años que no
veía a un varón de cerca, expresó el sentir general de forma certera.
—Víctor
—le
dijo—,
por favor, bájate de ahí y cúbrete. Pero hombre de Dios, ¿cómo se
te ocurre, con esas orejillas?
Cuento todo esto para ilustrar el fenómeno que se produjo entonces,
no creo que sea fácil tratar de explicarlo sin recurrir a las anécdotas.
Hoy ya está todo prácticamente olvidado, el pueblo quedó desierto
hace años y si me he decidido a escribir esta nota es sólo por aclarar
un pequeño artículo que he visto publicado en la revista del Colegio
de Médicos de Murcia. En ese artículo se menciona un extraño caso
de histeria colectiva observado en un pequeño pueblo del interior,
el mío, donde las mujeres en estado, al acudir a las revisiones
ginecológicas, mostraban mayor preocupación por las orejas de sus
hijos varones que por cualquier otro órgano vital. El autor del
artículo, por medio de complejas estadísticas, busca afanosamente
una causa para este comportamiento, sin hallarla. Espero que este
escrito le aclare que el causante fue exclusivamente Aníbal Ramírez
y su teoría de la proporcionalidad.
En el caso de que esta aclaración no le parezca satisfactoria, le
recomiendo que trate de localizar al Matías. Hoy en día es el único
habitante del pueblo, y no es difícil encontrarle sentado en algún
risco, fumando su pipa y recordando con nostalgia esa época en la
que el mundo pareció rendirse a sus pies.
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EL AUTOR:
jwarleta[at]yahoo.es
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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