Tintorería La Oriental
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Graciela
Pera
Llegó ese lunes, a las
once, como todas las mañanas
—«después
que los chicos se hayan ido al colegio, mi marido y yo cada cual a
su trabajo, así estás más tranquila»—,
le había dicho la Sra. Lucrecia cuando la contrató. Una sonrisita
falsa empezó a despertar sus fantasías.
Mercedes notó enseguida que todo en la joven Señora parecía pintado,
«otra
que se la cree y se las da de perfectita»,
había pensado.
En cada nuevo trabajo empezaba a tejer historias acerca de cómo sería
la vida de esas personas, de quienes ella conocía y manejaba toda
su cotidianeidad material.
Mercedes era muy ambiciosa, se sumergía en las fantasías que la inundaban,
mientras esperaba encontrar la oportunidad de manejar sus vidas. En
su omnipotencia imaginaba poder
«acomodarles»
los sentimientos, así como lo hacía con la ropa o el resto de la casa.
Ese lunes, cuando iba a pasar la aspiradora, recogió un papel caído
al lado de la cama, lo miró con cierto interés ya que no era un ticket
de color familiar. Era una boleta de tintorería, pero no de la misma
donde siempre llevaban la ropa sus patrones y que a veces ella debía
recoger. Leyó con detenimiento y vio con sorpresa que el negocio quedaba
en el barrio de Belgrano, en la calle Teodoro García.
Mercedes la reconoció porque el colectivo que tomaba de Flores a Puente
Saavedra cuando visitaba a su hermana después del trabajo, pasaba
justito, por esa calle.
Tintorería La Oriental
Teodoro García 1643.
Un ambo color gris claro.
Lavado a seco.
El Señor Federico no tenía ningún traje gris, su oficina quedaba en
el centro. La señora Lucrecia trabajaba en Caballito...
Mercedes estaba, casi segura, que nadie en la familia andaba por Belgrano.
Su mente se iluminó con mil historias posibles mientras esa insulsa
boleta rosa se convertía en el pasaje sin retorno a la realización
de su siniestro y añorado sueño.
Esa misma tarde, sin anticipar ninguna posible consecuencia, se dirigió
directamente a la tintorería a recoger el traje.
El nuevo empleado que la atendió no pareció percatarse de que ella
era una desconocida en ese local, y sin prestarle la menor atención
corrigió el número de teléfono al decirle Mercedes que los señores
lo habían cambiado. Mecánicamente sin despegar la vista de la pantalla
recitó:
—Entonces...,
veamos... Señor José Luis Talesius, Aguilar 2453 5° A, 47748345 ¿Está
correcto ahora?
Mercedes salió convencida de que esta facilidad con la que había obtenido
los valiosos datos era otra señal para que ella cambiara el rumbo
de las vidas de toda esta gente.
Porque ahora tenía en sus manos a Lucrecia, Federico, José Luis y
¿por qué no?, a los chicos.
Pero..., ¿cuál era la vida que tenía que cambiar?, ¿la de ellos que
tenían todo lo que querían y que podían cambiarla a su gusto?, ¿o
la de ella que al fin podría dejar de trabajar y dedicarse a lo que
quisiera?
Con estas dudas aún sin resolver pero con la alegría de saber que
ya estaba muy cerca de lograrlo, llegó a su casa y durmió plácidamente.
A la mañana siguiente, en su casa del barrio de Flores, la señora
Lucrecia escuchó el timbre y entre dormida y extrañada se dirigió
a abrir la puerta. Eran las siete y media,
«antes
que los chicos se fueran al colegio y que el señor y la señora salieran
cada cual a su trabajo».
Cuando Mercedes vio la mirada de terror de Lucrecia que dirigía primero
a la bolsa de tintorería y luego a ella, supo que lo había logrado.
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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