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El tío Ramiro
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Luis E. Mejía Godoy

«Tengan consideración, por caridad, no me dejen morir como a Mundo Mejía» —decía el tío Ramiro desde lo que quedaba de él; dirigiéndose a mi mamá y a la Tere Armijo con un hilo de voz que le salía del traspatio del alma, postrado en la cama del hospital, temblando como un motor en mínimo. Nada más esperaba que la quirina llegara por él, como un taxi al que se ha llamado urgente para hacer un viaje expreso sólo de ida.

Mi madre se levantó a secarle el sudor que lo tenía hecho una sopa por la fiebre. La Tere cerró la ventana para evitar que el chiflón del crepúsculo que venía bajando por el camino de Cacaulí, se lo llevara antes del Ángelus. El Padre Salcedo, con la estola morada sobre su cuello, antes de darle la extremaunción escuchó la confesión como palabras descalzas, sin la chapa de sus dientes, al borde de la cama y de la muerte: «Me arrepiento Padre por los horribles días que hice pasar a mi mamita Josefina, a mi sobrina Teresita que es una santa y a toda mi familia. Este es el último juicio de mi vida, y usted bien sabe que no tengo defensa posible. Tengo listo mi morral, aunque no voy a darle el gusto al Diablo pero tampoco quiero irme de goma a presentarle mis credenciales al único Hombre en el que creo y al único que temo...» —dijo el tío Ramiro con el cuerpo tembloroso y la mirada perdida.

El doctor Carlos Herrera, su sobrino carnal, le tomaba la presión cada quince minutos, le revisaba las pupilas ya sin brillo y le chequeaba el pulso y controlaba el goteo de la botella de suero guindada a su derecha, consultando su reloj Omega de números romanos. Tenía un cariño muy especial por el doctor Armijo, y al igual que el Cura, sabía en carne propia lo que era amanecer con una goma de basca seca, por eso, ellos estaban más seguros que nadie que la zafra del tío Ramiro terminaba hoy mismo. Con los ojos encharcados, ambos vieron que mi mamá y la Tere, después de rezar el rosario para que el tío Ramiro no sufriera una muerte tan espantosa como la de mi tío Carlos Arturo Godoy, intentaban darle una cucharadita de sustancia de garrobo que mi tía Evelina había enviado. Pero el doctor Armijo, encorvando el cuerpo vomitó un espumarajo amarillo, dejando en el cuarto del hospital un espantoso tufo a curtiembre. El Cura Salcedo comprendió entonces que el único remedio para ese mal era intentar sacarle la goma para que su alma, de una vez por todas, quedara en libertad de buscar su destino...

«Sólo un clavo saca a otro clavo...» dijo, más por su experiencia de picado que por ser sacerdote, y con un movimiento de cabeza indicó a una de las monjitas que fuera a la cocina a traer un trago del guaro que ocupaban para hacer sus postres. La religiosa volvió con una copita y puso en los labios agrietados del tío Ramiro un algodoncito remojado en Ron Campeón, entonces, en el delirio supremo, vio a la hermana de la Caridad como a un ángel vestido de camisón blanquísimo, rodeada de una luz iridiscente y con un cáliz de oro entre sus manos. Cerró los ojos y con un ruidito de sopa cuchareada, chupó apresuradamente el algodón hasta el contacto físico con la yema de los dedos de la monja. El Cura, tragando gordo y con la piel de gallina se santiguó, puso los ojos en blanco y dijo con voz temblorosa: «Padre, aparte de mí este cáliz amargo, de vino tinto de sangre...!». El trago de ron bajó por la garganta del tío Ramiro como un delgadísimo río quemante, popeando, igual que los hervideros del volcán Momotombo; y antes de caer en su estómago como una gota de agua en las brasas de un fogón, su cerebro le programó en cuestión de segundos el flash-back de una película de los momentos más hermosos de su vida: Cantando con la Tere habaneras y romances en las veladas artísticas en el corredor de la casona de su mamá: «Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona...» También se vio al lado del escritorio de caoba del doctor Justo Rufino Huete, ayudándole a poner en orden su protocolo. Y por último, tomando los tragos más ricos de guaro pelón con boca de jocote tierno con sal, hablando de Derecho Internacional y de los históricos y eternos problemas fronterizos entre Nicaragua y Honduras por el llamado Territorio en Litigio, rodeado de picados y lustradores en el estanco de la Ana María, frente al campo de béisbol. Cerró los ojos, sonrió y se imaginó de niño, frente a un alucinante algodón de azúcar, y recordó la figura de alcaraván de aquel charlatán de feria que desde las esquinas del pueblo, ofreciendo trozos de nubes rosadas, pregonaba con su voz metálica y amplificada por una pitoreta de latón:

Hoy es día de Santa Liberata
todo el que trabaja tiene plata
y el que no madruga vive a reata...

Sus ojos adivinaron el color de los cerros a través del trozo de ventana que en este momento del día parecían más azules. Antes de iniciar el definitivo despegue del viaje de retorno a su único origen, acomodó con dolor en sus omóplatos las alas cansadas de un gallinazo moribundo. No se había graduado aún, cuando ya era conocido en todo el departamento de Madriz como el Abogado de los Pobres por su gran sensibilidad social y su odio contra todo lo que le sonara a injusticia. Por esta razón se ganó la enemistad de latifundistas y terratenientes, comerciantes deshonestos y políticos oportunistas entre los que estaban hasta amigos suyos que corrían a su antojo postes y alambrados en la guaradaraya de la frontera con Honduras. Salía de la casa vestido impecablemente con su traje de lino blanco y su corbata negra y volvía hecho una desgracia.

Era recibido como uno más de la familia en las casas más humildes y por supuesto, en las cantinas, estancos y lupanares, donde era servido como un príncipe, aunque él no fue precisamente un hombre de corretear mujeres de la vida alegre. Se acostumbró a tomar del guaro más barato y nunca pagó porque siempre fue invitado. Cuando empezaba a tomar no podía detenerse, al igual que un camión sin frenos bajando la cuesta de El Espino, hasta que quedaba como un muñeco de trapo con los sentidos dormidos, tan desgobernado su cuerpo que tenían que cargarlo entre dos, arrastrarlo como aquel gran pescado que aparecía en la etiqueta del frasco de Estracto de Hígado de Bacalao, o llevarlo a empujones, con la camisa sucia, sin zapatos y con choyones en los codos y la cara. Como a un Nazareno camino al Calvario lo conducían hasta la bartolina del cuartel o al cuarto que daba a la calle donde lo cuidaba su sobrina la Tere Armijo que nació con una ternura y caridad infinitas y con vocación exagerada de Ángel de la Guarda. Ella fue siempre su dulce compañía, no lo desamparó nunca ni de noche ni de día, y le proporcionó alimento y cobija y nunca quiso casarse para poder atenderlo de por vida.

Cuando el tío Ramiro murió, mi mamá fue la primera en alegrarse, ya que por fin, la Tere, iba a poder dedicarse a ella misma. Pero la verdad es que desde la muerte del Tío Ramiro, hasta el día de hoy, la Tere se la ha pasado como un Ángel de la Guarda desocupado, dedicada a su jardín, donde lo más importante es un Almendro en flor.

El Doctor Ramiro Armijo Lozano fue un conservador antisomocista a quien sus mismos correligionarios acusaban de tener ideas extrañas en su cabeza por no comulgar con los que, desde la Oposición, seguían explotando a los pobres y se congraciaban con los Liberales somocistas y los Conservadores chamorristas en las tertulias del Club Social; lugar donde todas las tardes se sentaban a tomar whisky y a hablar de sus últimas aventuras de sementales, ufanándose de haber preñado a la mayoría de las empleadas de sus fincas. Decían además que él era un resentido social porque sostenía interminables conversaciones y discusiones filosóficas y políticas sobre la lucha del General Sandino contra los Gringos, sobre el papel del Movimiento Sindicalista en las luchas de los artesanos y obreros. «El Doctor Armijo, —decían los otros abogados y leguleyos del pueblo, «es un desperdicio de intelecto. Se graduó con honores en la Universidad de León, proviene de una de las familias con apellidos de primera en Las Segovias, y mírenlo como cae media calle y es llevado a empujones por la Guardia...». Mi bisabuela Josefina, su mamá, cuando le llegaban a contar: «Allá está otra vez don Ramiro doblado sobre la mesa de una cantina», prefería mandarlo a buscar con la Guardia, lo metía preso, hasta que a los dos o tres días le pasara la reata. A mí me mandaron más de una vez a dejarle comida a la bartolina, donde lo encontré enseñándole a leer y a escribir a los presos en las paredes de la cárcel y hablándoles de sus Derechos Ciudadanos según la Constitución o discutiendo sobre los Principios Materiales del Conocimiento Humano con el Doctor Eduardo Mora Valverde, un abogado y comunista costarricense que estaba detenido en el cuartel de Somoto por intentar trasladarse ilegalmente a Honduras por veredas. Más de una vez también, lo sacaron de la cárcel directamente al Juzgado para algún trabajo pendiente, pero él con la misma labia y los mismos argumentos de una defensa profesional, convencía a sus custodios para pasarse echando un trago en la cantina de su amigo don César Bustillo, a quien podía pagarle a manera de canje con sus servicios profesionales. Un día, cuando dormía borracho tendido en una acera del pueblo, un perro callejero se le llevó la chapa de sus dientes postizos. El perro anduvo todo el día con la sonrisa prestada de mi tío Ramiro hasta que al final de la tarde, encontraron el cuerpo del animal muerto de una fulminante cirrosis. Entonces le prometió a la Tere no tomar más, pero lo único que realmente hizo fue encargarle al doctor Chalillo Brenes otra dentadura que siempre manejó, hasta el día de su muerte, metida en un vaso de lijón sobre el escritorio de su oficina. «Caramba Ramiro —le decía la Tere mientras le zurcía los calcetines— vos realmente sos un desdichado. De nada te sirve tanta nobleza ni tu bondad con los demás, ni el cariño que te tiene toda la gente, si no te querés ni vos mismo. Yo estoy clara que vos sos tu peor enemigo!...».

Fue el séptimo de diez hijos que procrearon mis bisabuelos maternos, don Tomás Armijo y doña Josefina Lozano. Sus hermanos, que llegaron a ser destacados médicos, exitosos comerciantes, ricos agricultores, renombrados intelectuales y hasta ministros de Somoza; se lamentaban de la deteriorada salud y de la triste figura fantasmal de su hermano alcohólico, de la fama que tenía en Las Segovias de caer doblado como un desgraciado en la propia Calle Real y hasta de dormir la mona en cualquier barranco, donde amanecía a la suerte de Dios. Dicen que hasta los malandrines que lo miraban tendido en la calle, al no encontrarle nada de valor en sus bolsas y darse cuenta que era el doctor Armijo, le dejaban un peso en la bolsa para la goma de la siguiente mañana. No hubo poder humano ni divino que lo convenciera de abandonar su práctica consuetudinaria iniciada desde la época en que fue un excelente estudiante de Leyes en la Universidad de León donde se graduó también de picado, engavillado con el Flaco Vargas y el Doctor Leonardo Moreno Mendoza en los estancos más humildes de la antigua y señorial ciudad colonial.

Cuando Sor Gabriela terminó de darle el chuponcito de Ron Campeón observó una lágrima solitaria que le resbalaba de la esquina derecha del ojo hacia el lóbulo de la oreja. Le secó el riíto salado con su pañuelo y sintió una enorme mezcla de lástima y ternura por aquel hombre que tenía cara de ángel bueno pero que seguramente vivió siempre con el alma hasta el alma, y que se despedía, definitivamente, de este mundo después de haber consumido miles de garrafones de espíritu de caña a sus sesenta años de vida.

Murió al amanecer y no hubo vela. Mi mamá y la Tere lo vistieron de camisa almidonada y corbata azul de rayas rojas, pantalón negro y sin zapatos, pues los últimos que tuvo los había regalado en la cárcel, donde le empezó el malestar que lo llevó al hospital y de allí a la tumba. En la mañanita se hizo una misa de cuerpo presente encabezada por el Padre Salcedo y el doctor Carlos Herrera, que estuvieron en el hospital haciendo turnos con la Tere y mi mamá hasta que las bolitas de vidrio de sus pupilas se le llenaron de una neblina como la de la montaña de Tepesonate. En la Iglesia estaban las cuatro beatas de todos los días, sus familiares de Somoto, los amigos más cercanos y los guardias que siempre lo llevaban preso por orden de mi bisabuela que a partir de ese día se quedaron con una gran cabanga. Llegaron también los y las Armijo de Managua. Las de El Salvador y Estados Unidos no pudieron llegar pero enviaron radiogramas, telegramas y tarjetas de duelo, y hasta mensajes radiales a través de la sección Sin Fronteras de la Radio Pinares de Honduras que se escuchaba en el pueblo como una emisora local. Uno de los telegramas decía: «En estos momentos de dolor también nos alegramos, pues por fin, van a descansar la pobre Tere y el hígado de Ramiro...».

A su entierro fue toda la familia y todo el pueblo. Pero su sencillo y desnudo ataúd de pino maqueado fue cargado por los descalzos y nadie se opuso a ello. Los Ranita, humildes albañiles, enterradores de profesión y picados de oficio, no sólo hicieron gratis el hueco en el panteón, si no también el repello y el encalichado de la tumba, además organizaron una Guardia de Honor con Carlitos Pochote, Manuelito Pierrot, Mano Quique, Chimaco, Camote, mi tío Heberto Pinell y Julián Marihuana. Y mientras lo bajaban despacito para colocarlo en el hoyo del terreno reservado para la familia Armijo, a las diez de la mañana en punto; el Profesor don Chalo López sacó de su bolsa sus anteojos de carey y un papel doblado en cuatro partes para leer con voz grave, perfecta prosodia y acento castellano, unos versos del poeta Jorge Manrique:

Partimos cuando nacemos
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos
así que cuando morimos
descansamos...

Su tumba quedó tapizada de coronas de papelillo con cintas doradas y plateadas enviadas por las familias pudientes, los miembros de la directiva del Club Social, don Chema Falla, representante de ventas para las Segovias del aguardiente Santa Cecilia, y el Club Rotario de Somoto. Humildes tarros de Avena Quáker llenos de flores silvestres llevaron los más pobres. Dios, sin consultarlo con nadie decretó que el cielo amaneciera como lavado con ceniza. «El día está entrado en guaro...» dijeron a dúo el Padre Suazo y el doctor Herrera al concluir el sepelio. Llovió toda la tarde. Al caer la noche, el cielo se puso limpísimo y tapizado de luceros. Los grillos iniciaron su concierto y la luna llena parecía una gran Alka Seltzer.

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LUIS ENRIQUE MEJÍA GODOY nació en 1945, en Somoto, un pequeño pueblo al Norte de Nicaragua. Cantautor y escritor, fundó con otros artistas, en 1975, el Movimiento de la nueva Canción Costarricense. En Costa Rica grabó sus primeros discos. En 1979 regresó a Nicaragua definitivamente. Mejía Godoy es autor de 18 discos y más de 200 canciones.

En 1979, con el triunfo de la Revolución sobre la dictadura somocista, se integró en el Ministerio de Cultura nicaragüense y funda, en 1980, la Empresa Nicaragüense de Grabaciones Culturales. Ha recibido numerosas distinciones y realizado giras por numerosos países.

Es fundador, junto a sus hermanos y personalidades de Nicaragua, de la Fundación Mejía Godoy, organización sin ánimo de lucro para ayudar desde la sociedad civil a resolver problemas sociales y apoyar el desarrollo cultural y humano en su país.
luislucy(at)cablenet.com.ni

* ILUSTRACIÓN RELATO: Death, A drawing of the personification of death [licensed under the Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0 Unported], via Wikimedia Commons.


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Retrato de poeta con guitarra
| Café Concert (Tres relatos breves)