Aparentemente solo
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Claudio Rizo
Cada mañana
cogía su libro y se descolgaba hasta el mismo sótano de la
imaginación: entonces le crecían alas en la espalda y muelles en los
pies, aunque fuera por unos instantes de absorta escapatoria.
Hacía tiempo que nadie venía a verle, que no
encendía el televisor; ni siquiera la radio compartía con él las conjeturas
de una sociedad excesivamente absorbida por la idea de éxito. Vivía
en el centro, en el mismo corazón de una ciudad despersonalizada,
fría y acústica, cuyos afanes observaba, desde una pequeña ventanita
que daba a la calle, con la misma curiosidad, pero también con idéntica
lejanía, con que el preso otea la libertad entre unas rejas separadoras
de dos mundos demasiado distintos. Se erguía una imagen babélica,
con sus avenidas, sus coches en procesión acompasada, sus personas
con gestos de urgencia, sus papeles arremolinados en esquinas ocupadas
por olvidados —o marginados— del progreso social y que suplicaban
con cara de condena eterna una caridad que la vida le había negado,
o puestos ambulantes en donde parejas de enamorados y niños con mofletes
de vida hecha, saboreaban churros o se quemaban las yemas de los dedos
desnudando una ración de castañas humeantes al abrigo de una farola
tenue.
No le gustaba ese mundo de contrastes y formas
contrahechas. Sí, en cambio, sentía un perverso placer al zambullirse
en los libros, con sus lomos ya ajados por el manoseo diario con que
dulcemente los trataba. Al reanudar el contacto con cualquiera de
ellos, notaba que su pequeña habitación se agrandaba, se trasmutaba
en una isla espaciosa y liviana de aguas dormidas, como bebés distraídos
de la realidad que caminan sus primeros pasitos torpes en sueños irrepetibles.
Deseaba saber si aquella niña trufada de sonrisas
e ilusiones, haría por fin las maletas con el pobre truhán que embrujó
su corazón con su meliflua voz de zalamero profesional; o si aquel
puñal que llevaba impreso el sino de la venganza, de la traición,
del abandono, segaría los primeros abrazos clandestinos de nuevos
pálpitos; o si el candor fraguado en las aulas de la universidad,
entre humos de cafés y tertulias literarias, de un profesor bohemio
y una alumna de mirada angelical, terminaría convirtiéndose en un
cadalso para ambos, o simplemente en una quijotesca aventura en violación
de los moldes establecidos. Era así: él y sus libros. Nadie más interfería
en esa singular sintonía.
Está tumbado en la cama. Boca arriba, brazos
ligeramente derrotados y párpados cerrados. Se ha dormido con la ropa
puesta, como siempre... Una leve mueca de placidez se dibuja con recato
en las comisuras de aquel hombre aparentemente solo.
Aparentemente...
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CLAUDIO RIZO
es un autor que reside en
Alicante (España)
claudiorizo(at)hotmail.com
* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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