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De aquella manera
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Antonia de J. Corrales

No quisiera molestarte. Sé que no me echas cuentas, que te dijeron de mí, de mi soledad nocturna, de mis andares torcidos, y que el alcohol me abrillanta la mirada.

Lo intenté, intenté se me olvidara.

Sepa usted que lo intenté.

Son demasiados días los que llevo asentándome en el bar de Pepe. Inmóvil y mudo, como si formase parte del mobiliario veraniego, espero arrellanado en una de las banquetas de la barra hasta que tu figura se deja caer sobre mi vida. Inclino levemente la cabeza hacia la derecha para que la sombra que proyecta la cortinilla, que huele a campo y me hace evocar, oculte los gestos que dejan entrever mi desazón. Y así el tiempo va pasando junto al ruido que hacen las fichas del dominó, acompañado de la seña que Julián le hace al chico de Contreras indicándole los pitos en su haber. La mirada de Pepe picotea todos y cada uno de los chatos de vino que permanecen sobre las mesas del local, resbalando de soslayo sobre mí:

«Pepe, ¡uno más! Y ponme un taquito de jamón, de recebo», le digo mirando su siempre impoluto delantal. «Primo, antes deberías terminar los dos que tienes sobre la barra, ¡harán cría!», contesta sin mirarme, acariciando el grifo de cerveza con parsimonia. Contemplo absorto la salida del líquido frío que, más que caer, se deja recoger dentro del vidrio. Observo como el vaso se llena y pienso que debería haber pedido una caña, hace demasiado calor. La taberna se va llenando mientras mis ojos buscan entre los adoquines desiguales de la plaza tus finos tacones, tu inimitable manera de caminar.


Sé, mejor dicho, voy tomando conciencia de que Anselmo, el médico de cabecera, tiene sobrada razón. Lo mío no puede ser amor, lo mío es una enfermedad. Anselmo es el único que, amparado por la lechosa blancura de su bata y el recetario del que depende mi estado de ansiedad, se atreve a reprocharme mi obsesión:

«Tienes la obligación de olvidar», me dice en tono exigente.

Olvidar, un verbo que he olvidado.


Las horas pasan tardas y los minutos se prenden de las manillas del reloj, parece que se negaran a dejar de existir. Por unos instantes desvío la mirada de la calle y me detengo en las sombras que dibujan las manos de Pepe con su gesticular de bailaor. En las siluetas de sus dedos luengos se instala la remembranza de los tuyos, e imagino tus uñas grana rozando el encalado de la pared. Saboreo la entelequia como un anacoreta, extraviando conscientemente la razón.

«La tuya me ha dicho que este invierno dejará de bailar. En el tablao se comenta que se casa», me susurra al oído Juliana, la de la tahona, mientras deja el cesto con el pedido del pan sobre la barra. No contesto, soy incapaz de reconocer que en su información me va la vida y que en ese momento se me ha ido.

Desde que me dejaste, Juliana, mañana tras mañana, me susurra tus andanzas, dejando que caigan sobre mis oídos, al tiempo que las hogazas recién hechas lo hacen sobre la barra del bar. Sé que este invierno, cuando el olor del pan horneado recorra las calles empedradas, frías y resbaladizas, sentiré más añoranza que nunca, hambre de información.


Al mediodía, la guitarra de Manuel se deja oír. El fandango me trae una bocanada de recuerdos que me ahogan, mientras el humo que ensombrece la taberna dibuja filigranas a mi alrededor. Los ojos de Pareja se clavan en los míos. La suya es una mirada de contrabando, profunda y peligrosa como un acantilado, primitiva como el querer. «Es mucha hembra...», dice.

Su voz ronca, de fonemas entrecortados por la tos seca y discontinua que le aqueja desde chico, se cuela en el laberinto de mis oídos arañándome por dentro, escarbando en todos los recovecos donde se ha ido asentando esta sinrazón. Le miro, quieto, apenas si parpadeo. Cabizbajo, pensativo, deslizo la yema de mis dedos sobre el cristal del vaso y no contesto, ya conoces mi parquedad.

Arrebujo el presente que me asfixia entre las servilletas que, mediodía tras mediodía, cubren como si fuesen espuma de olas la orilla de la barra del bar. Busco un escondrijo nuevo donde ocultar el daño que me hace tu indiferencia. Pero mis pensamientos siempre anárquicos me traicionan y entre ese blanco salpicado de lamparones creo ver escrito tu nombre; hasta imagino la huella de tu carmín. Ensimismado, perdido en el delirio que me produce recordarte, me agacho y cojo una de ellas. La aprieto entre mis manos pensando que tal vez así, estrujando con fuerza el papel, que como si fuese un gurullo huele a harina y aceite, consiga liberar mi ansiedad, dejar de echarte en falta, pero no lo consigo y enloquecido vuelvo a buscar en la plaza tus ojos negros de hembra calé; el vaivén despiadado de tu cintura, el balanceo de tus salcillos, el color canela de tu piel.


La tarde va cayendo, las sombras de los naranjos cubren los adoquines abrasados por el sol del mediodía, simulan derretirse, se alargan lánguidas como el maullido de una gata en celo. El horizonte se achica, el claroscuro se instala en las fachadas, sobre los tejados, en los rellanos de las escaleras, en los respaldos de las sillas de anea y el aire comienza a oler a jazmín.

Al anochecer encamino mis pasos en dirección al tablao, siguiendo el rastro de aquel arpegio gitano que llevó, por primera vez, tus lágrimas negras hasta el alfeizar de mi ventana, que se columpió sobre el rojo sangre de los geranios en flor, el mismo que noche tras noche se desliza por el enrejado andaluz del patio. A lo lejos se escucha la voz áspera de Manuel, su cante jondo se escapa más allá del local, se escabulle sigiloso y, como un zorro astuto, se pierde fuera del tablao. Olisquea las esquinas oscuras, merodea por las calles de empinadas cuestas, susurra de puerta en puerta; sé que me busca.

Temeroso, me refugio en casa de Paca, en el verde menta de sus ojos, en el frescor anochecido de su jardín, en el silencio que preña su garganta desde chica. Le acaricio el entrecejo con mi pulgar, consciente de que interpretará el gesto como la seña inequívoca de mi desdichado sentir. Sabedora me toma las manos y las desliza por su rostro con una delicadeza tan sutil que el roce se me antoja inmaterial. Me suelta gesticulando vehemente. Enojada, mira la silla donde reposa la montera; el traje de faena; el capote; la espada; y se introduce en la casa, dejándome a solas con la luna llena que parece darle la razón al alumbrar sinuosa la silla en donde dormita todo lo que depuse por tu querer.


La tarima del escenario consiente, se deja estar bajo tus pies. Vestido de sombras me instalo lejos, en aquel reducto de oscuridad donde te sentí mi hembra y espero tu mirada como el minero aguarda el ascensor que le saque de la oscuridad de la mina, buscándote como el tuareg busca en la noche el sito más apropiado para descansar. Inclinas la cabeza y tu cuerpo se perfila, se riza llenando el escenario de ondas fucsia, de lunares amarillos. Como si el vestido de flamenca fuese un capote que emula una chicuelina, tu baile me evoca la suerte de espadas, el mal fario de mi querer.

Levantas la cabeza y fijas tu mirada en una de las mesas. El carmín enrojecido de tus labios parece licuarse, resbalar por tu cuerpo, caer al suelo y deslizarse candente como la lava hasta él, cubriendo de deseo carnal su piel aceitunada. Tus brazos moldean el aire, se alargan y retuercen como raíces de olivo, esculpiendo mil formas imposibles que se sugieren apareadas por el antojo, por la necesidad que tienes de estar con él, como antes estuviste conmigo, como ahora sé que no volverás a estar. Pareja levanta los párpados y deja sus sagaces pupilas al descubierto, me mira esquivo para que no vea lo verticales, lo pendencieros que son sus pensamientos. Yo también le rehuyo, prefiero no saber. Él lo intuye y agacha la cabeza, su barbilla roza la guitarra. Te mira haciendo una seña de complicidad y sin más comienza a tañer las cuerdas de su guitarra con fuerza, aquejado por el dolor que a mí me atañe, lo siente como lo sentiría un compadre, mi compadre.

Los acordes se emparientan con el movimiento de tus caderas y en tus ojos de noche cerrada se adivina que te viertes, que toda tú te derramas en el baile, en esa danza que tiene como único destino el pecho desnudo del que ahora es tu calé. Y yo, sin dejar de mirarte, sin poder dejar de hacerlo, comprendo mi desatino, mi vagar absurdo, lo estéril de mi esperanza y que, aunque no quiera, siempre estaré enamorado de ti.


Así, con este deambular de bufón, voy llenando mis horas de chistes sin gracia, de cascabeles cuyo tintineo me acobarda.

Entrado el amanecer esparzo mi soledad por las calles desiertas, en los enrejados, sobre el albero que azafrana mis zapatos. Camino taciturno y desaliñado, vacío de todo menos de tu recuerdo, sazono mi presente con el vinagre de tu indolencia. Atormentado, desmigajo uno a uno tus gestos anochecidos por estas calles que desde que me dejaste se me antojan más estrechas, creo que es su angostura lo que impide que pueda escapar mi dolor.


Sé que te marchas mañana y ése es el motivo de esta insólita carta, de esta perogrullada. Sé que debo olvidarte, que entre tú y yo no queda nada. El problema es que te quiero y que con el pasar de los días en vez de irse se me aumentaron las ganas. Sólo quería decirte, antes de que te marcharas, que siempre estaré aquí, esperando a que te dejes caer por la plaza.


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Antonia de J. Corrales, escritora madrileña, fue distinguida por su relato Siempre te querré con el 1.º Premio Fundación José Banús y Pilar Calvo y Sánchez de León, en diciembre de 2001. Fue finalista en el Certamen de Narrativa Corta Villa Torrecampo, (Córdoba, mayo 2002) y en el VII Certamen Literario SANTOÑA... LA MAR, de narrativa corta (agosto 2002). Su relato Las lágrimas del mar fue seleccionado en el I Certamen Internacional de Relato Breve La Lectora Impaciente (agosto 2003).
Es autora, asimismo, de la novela Epitafio de un asesino, publicada por Titania en el año 2005.

ILUSTRACIÓN: Fotografía por Pedro M. Martínez ©