Con billete a ninguna parte
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Jordi Buch
Oliver
Con el tiquitac del
tren le voy dando distancias a lo tuyo y a lo mío. Lo tuyo,
son tus casitas de muñecas; lo mío, son las muñecas de tus casitas,
especialmente Lupita. Esa diferencia nos ha jodido a los dos, y eso
que nos conocimos en una de tus casas de citas, entre suspiros y sábanas,
y a cinco mil cada vez que me decías que me querías.
Llevamos tres horas de viaje,
de tiquitac y de cervezas. Desde que salimos de Barcelona,
serían las cinco de la tarde, que Penélope se nos aparece por los
cristales de la ventana como si fuera un reflejo de nuestra mala conciencia.
No me despego de ella, y ella no se despega del cristal —quizá la
conciencia tendría que resbalarme un poco más—. Lupita no dice nada:
se entretiene mirando los naranjos de Valencia que pasan fugaces como
un rayo por delante de la ventana. En el centro del cristal hay una
pegatina que reza lo siguiente: «salida de emergencia» —mala
propaganda para alguien desesperado que anda de viaje con billete
a ninguna parte—.
Es de noche, y la noche nos cuelga en la luna
de Valencia que nos sale por la ventana. Mis pensamientos se desvanecen
en el hombro de Lupita y mi cuerpo se agita entre sus caricias cuando
los sueños llaman a mi puerta. Una, dos, tres, cien y doscientas ovejitas
me comen el cerebro entre ceja y ceja, atiborrándose en los pastos
de mi memoria... Mis párpados se van cerrando, pegando sacudidas en
el aire como si fueran abanicos. Poco a poco, por ese campo de borregos,
también se me hace de noche y, por las praderas de verdes pastos,
me danzan arlequines rosados... Es la memez de los sueños, los delirios
de la otra conciencia que hace equilibrios inútiles con mi inconsciencia...
Uno ya no sabe si es consciente cuando duerme o cuando está despierto...,
o si es la inconsciencia la que fluye en los sueños para luego desvanecerse
en los desvelos.
Mis abanicos ya no parpadean y me invade una
luz negra. Alguien, quizá en mis sueños, descorchó unas botellas de
vino y puso los corchos en los cuencos de mis ojos. El aroma de un
buen rioja me embriaga y me sacude el estómago, que anda un poco seco
y agriado de agua: parece un estanque de renacuajos que me cantan
una triste balada. Los dioses me son inciertos: me llenan el cuerpo
de ranas y la cabeza de borregos... Con tanto bicho por el cuerpo,
y con los corchos pegados a la cara, apenas alcanzo a ver a Penélope
entre las sombras que se pasean de negro por delante de mis ojos.
Lentamente, muy lentamente, su silueta se deshace en mi memoria y
su rostro se pierde en un recuerdo huidizo. Se esconde en la noche...,
quizá; o en el manto oscuro de esas horas locas de mis devaneos nocturnos;
o tal vez se esconde en una esquina sin luces mientras me ve partir
hacia un mundo absurdo —que no deja de ser mi mundo—, y se siente
tan impotente que, a esa distancia que no alcanza, le pone aire cuando
me pierdo en mis desvaríos de almohada. ¡Dios!..., que locas son mis
locuras que, en esas locuras mías —que se dicen que son los sueños—
me da todavía por acariciar su piel; y su piel, que sabe que la conozco
como la mía, se me hace extraña; y me da por jugar con su pelo...,
y su pelo, que también sabe que lo conozco como si fuera el mío, se
me resiste y no corre por mis dedos con la suavidad del terciopelo...,
ni su voz, que casi es como mi voz, me suena quebrada y cálida, como
la canción de un bolero. Se me parte el alma, y también la cara de
un bofetón, cuando pronuncio su nombre en voz alta. Lupita, celosa
ella, se pone de los nervios cada vez que le hablo de Penélope.
Por la ventana me pasa la noche de Albacete.
Son apenas unas luces que tintinean en el horizonte. Vuelvo a dormirme.
De vez en cuando, se me despega un ojo con el tiquitac del
tren. Lupita duerme entre mis brazos. Sus sueños se mezclan con sus
ronquidos, y, con el tiquitac constante del tren, se mecen
sus sueños y sus tetas.
Por los ecos de la memoria me retumban tambores
con la pesadez de una resaca aderezada en alcohol barato —nunca me
he dado a grandes lujos, aunque sí a grandes resacas—. Recuerdo la
última noche que estuvimos en Barcelona. Los tambores se me pasean
todavía entre trompetas y clarinetes, como nazarenos salidos de la
noche, que se meten por las callejuelas de mis sueños escondidos entre
sutiles telas de terciopelo violeta. A voces de una saeta desgarrada,
y a voces de un borracho que redobla sólo y sin tambores, me sale
un sereno que canturrea las horas, las medias y los cuartos. Alguien
—salido de no sé dónde—, me dice que no es un sereno, y que esos oficios
desaparecieron hace ya años. Luego, viendo los faroles rojos que iluminan
las aceras, me doy cuenta que lo confundo con el propagandista que
canturrea los precios y los servicios en la puerta de una casa de
citas —mi mujer, Penélope, muy decente ella, regenta media docena
de casas en el barrio—. El hombre de la puerta es don Jenaro, aunque,
con la cara teñida de rojo, se me confundió con un diablo. Lo conozco
bien. Lo llamamos «don» porque es un señor —de los de antes—, aunque
venido a menos..., a mucho menos. Hay que irse a mucho menos para
hacer de hombre-anuncio en la puerta de un burdel mediocre.
Don Jenaro vive casi de prestado y con la piel y el alma pegadas en
el asfalto. Para unos, todavía es don Jenaro; para otros —los más—,
es alguien anónimo y tan molesto como una meada de perro. Sus amigos
—los de antes—, también dejaron la piel y la cara pegadas en el asfalto.
Fue en el ochenta y tantos, cuando hubo un descalabro financiero que
provocó el desplome de la bolsa. Sus amigos de oficina —y algunos
más—, también se dieron un buen desplome saltando desde la ventana
de un ático con vistas a la Diagonal.
Los tambores redoblan por la avenida de la catedral
y se pierden por las callejuelas del barrio Gótico, entre piedras
meadas y laberintos sin luz. Me siento con don Jenaro en la acera.
Somos dos diablos con billete pagado al infierno —ni Dios nos va a
quitar ese billete—. El eco de los tambores hace tambalear las luces
rojas que iluminan la acera cuando los nazarenos doblan la esquina
y aparecen a lo lejos. Mi mujer —decente ella—, apaga los faroles
rojos al paso de la comitiva, aunque no le da tiempo a descolgar el
anuncio del balcón. Los nazarenos alegran los redobles al ver el letrero:
dos tetas enormes y un gran trasero, de cartón-piedra, se agitan
a cada golpe de tambor.
Lola, Lulú y Lupita salen a la calle, revueltas
de pelo y de ropa. Entre cliente y cliente, les da tiempo de arreglar
sus asuntos con lo divino. Mis ojos —algo más revueltos que sus pelos—,
se reparten entre lo divino y las divinas —porque las chicas están
divinas—. ¡Dios, qué cuerpos! Eso sí que son tambores: son tambores
blancos y blandos, redondos y hermosos aunque tengan el parche rajado
de tanto echarles música. Son tambores de feria, de plástico barato,
sin velos ni terciopelos violetas. Mis tambores van adornados con
transparencias y con flores de colores estampadas con algo de mal
gusto. Con un pie en la puerta y otro en la acera —entre un quiero
y un no quiero, y con el corazón partido entre dos mundos—, mis niñas
me bailan siguiendo el ritmo indecente de un organillo desafinado
que sale de la penumbra del local. Los nazarenos redoblan sus pesares,
y las niñas redoblan sus gracias y balancean sus cuerpos a derecha
e izquierda, haciéndome requiebros de samba cuando piropeo sus andares.
Yo, que ando también con un pie en cada esquina del mundo, le rezo
algo al nazareno que lleva una cruz a sus espaldas, aunque sin muchos
lujos y sin pretensiones de adecentarme el alma para ganarme los favores
del cielo.
Lupita me hace un guiño y me regala sus escotes,
muy salidos en carnes y hermosuras. Los nazarenos, con sus cruces
y sus tambores a cuestas, se recogen calle arriba hacia la catedral;
yo, me recojo en los brazos de Lupita; y Penélope, llevada por un
ataque de celos, nos recoge las maletas y nos deja a los dos en la
calle. De eso hace ya cuatro días, y desde entonces no he vuelto a
saber de Penélope. Lupita y yo nos fuimos a una pensión barata del
barrio, con lo puesto, dos maletas, y con dos billetes de tren en
el bolsillo que no iban a llevarnos a ninguna parte.
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Este relato ganó el Primer
Premio del II certamen literario de poesía y narrativa Femcultura;
de Barcelona, el 17 de abril de 2004. Posteriormente, fue publicado
en Miami por el Instituto de Cultura Peruana.
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Jordi Buch Oliver
(Mataró, Maresme, 1957) es un escritor residente en Mataró.
A los trece años
estudia en el Liceo barcelonés las carreras
de guitarra y piano, y con veintiocho años escribe la primera novela,
Carla Tucci, con la que queda finalista de un premio
en Madrid. Desde aquel momento se dedica al periodismo radiofónico
en la Cadena 13, y también en la prensa escrita en Correo Catalán
y Avui. Después de veinte años de dejar la literatura y dedicarse
a la música, vuelve a escribir, y desde el año 2003 al 2006 –en que
deja de presentarse a concursos– gana un total de veintisiete premios:
Víctor Mora (finalista), Emili Teixidor (finalista)
y Joan Arús primer premio de novela, entre otros. Caben destacar los
seis premios internacionales recibidos en Madrid, Sardeña (Italia)
y Argentina.
Como escritor trata
todos los géneros de la prosa, desde la narrativa breve Històries
d'un piano desafinat, Coses del lloro, Taxi plujós
o L'enterrament del senyor baró, hasta la biografía y la historia.
El género que ha tratado más ha sido la novela. Amante del mediterráneo,
del humor y del erotismo, sus obras tienen un lenguaje llano y desenfadado
que hacen que sus personajes nos sean muy próximos. De su obra se
ha comentado: «dice las cosas tal como son, y te hace reír aunque
no quieras» (La Busca Ed.).
Ha publicado las
novelas Per les vores de dues pells (2004), A trenc d'alba
(2005), Digues que sóc agosarat (2006), Història d'Elena
(2010), Massa gent a dins l'armari (2010), y la novela escrita
conjuntamente con Ghjacumu Thiers y Antoni Arca, publicada en Córcega
Quandu sò spenti i lumi (2013). En castellano ha escrito la
biografía
Montilla,
de emigrante a presidente (2008), Historia misteriosa de
España y Portugal (2008), escrita conjuntamente con el escritor
portugués Pedro Silva y La última mujer (2013), escrita conjuntamente
con la escritora uruguaya Ana Solari. Ha publicado diversos libros
colectivos y tiene cuentos publicados en Argentina, los Estados Unidos,
Israel e Italia.
Es socio de la
Associació d'Escriptors en Llengua Catalana y de la Associació
Internacional de Llengua i Literatura Catalanes.
(Currículo y fotografía del autor actualizados en junio de
2013).
WEB DEL AUTOR:
http://www.jordibucholiver.cat/
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por Pedro
M. Martínez ©
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