Esas canciones que
nos hacen sonreír
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Roberto Tassi
Una rumbita
simplona nos machacaba de niños. Y ahora nosotros, los mismos
de siempre, la llevamos dentro y la recordamos cuando nos encendemos
por las noches. Para qué negar el hechizo si todo el mundo en la cuadra,
en el barrio, en esa porción de vida donde anida nuestra historia,
lo conoce de sobras. Y a batallar cada día nos lleva su letra. Y nos
protege y acompaña el espíritu de su música, con esa solvencia que
nos hace invulnerables cuando alguien se mete con nosotros.
¿Por qué entonces darle la espalda al pasado
y no sentirnos los reyes de la escoria cuando bajamos por Arc del
Teatre y toda esa decadencia que despiden sus fachadas se nos vuelve
cotidiana? Puede que los últimos viajes hayan sido efímeros y yo,
que soy quien mejor lo lleva, el abanderado de nuestro vicio más longevo,
me queje a menudo del efecto siniestro que me provocan esas dosis
que no colocan ni al mismísimo demonio. Entonces es poner primera,
tener a mano la vitamina que llega de lejos, de extramuros, y lanzarnos
a la marcha, a corretear a los travestís más feos, enfundados en nuestra
faceta más amigable. Y por el callejón de Monserrat los encontramos,
todos emplumados, perfumados y ataviados con sus mejores galas, prestos
al combate de todas las noches.
Por poco dinero los subimos a nuestra fiesta.
Y nos cuesta menos que a la mujer dragón y todas sus colegas que ahora
tienen aires de estrellas, que caminan por la vereda de enfrente cuando
nos ven pasar por sus dominios; que queman sus tardes a la espera
de un miserable polvo con algún macho perdido que, cuando se ceba,
dice ser de la cofradía, y de esa manera busca imponer su ley imponer
su ley. Por eso preferimos a los travestís que deambulan por Monserrat.
Y hay que verlos disfrutando como condenados en libertad condicional,
sorprendidos con nuestra marcha, un poco asustados porque a mis amigos
los chutes los llevan a veces por caminos poco aconsejables y se ponen
volcánicos; y sus erupciones espantan.
Y la música que aparece y nos envuelve como siempre.
Y nuestra gracia que se funde con el espanto ligero de los travestís,
y la química que entonces se torna brutal. El piso arde con la fiesta
que montamos cuando ellos se desnudan por completo, y la rumbita —que
es como una estampa para nosotros— pone el resto. Y no alcanzan las
palabras para describir tanta entrega. Tanta entrega y desperdicio.
Así hasta el final del viaje, cuando la euforia
se evapora y se va diluyendo por completo, y hace su aparición esa
clase de amor que se construye con los retazos de una noche de fiesta.
Ese amor de borracho, esas palabras de las que nos arrepentimos en
las mañanas de resaca, ese tipo de acciones que son el hazmerreír
de los que nos ven arrastrándonos por el suelo, sin poder controlarnos,
mientras nuestros invitados se escapan silenciosamente por la puerta,
para no caer presos de nuestro descalabro.
En esos momentos de quietud, cuando todo parece
volver a la calma, me asalta la angustia del final y no quiero apagarme,
y bajo corriendo por Arc del Teatre hasta la Rambla, a ver si la fiesta
sigue en otro lado, y no me animo a cruzar ese muro que siempre nos
contuvo. Porque las cosas del otro lado son más difíciles.
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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