Olor a ozono
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Sofía Campo Diví
Salí de casa, como cualquier
otra mañana dispuesta a iniciar un nuevo día de trabajo. Y como cada
día desde hacía veinte años me puse al volante de mi taxi dirigiéndome
a la empinada rampa que separa mi plaza de aparcamiento de la calle.
Me pareció que hacía un buen día y aunque el asfalto estaba todavía
mojado por el chaparrón que acababa de caer, todo hacía suponer que
aquel iba a ser un día espléndido.
Apenas comenzaba a incorporarme
a la circulación cuando llamó mi atención la imagen de un hombre que
insistente alzaba su mano solicitando mi servicio. Me detuve junto
a él y abriendo la puerta del vehículo le invité a subir. Su aspecto
descuidado me hizo desconfiar al principio de él, pero conforme pasaban
los minutos fui ganando en confianza porque sólo su conversación producía
en mí una sensación de bienestar que hacía mucho que no sentía.
Aproveché que tuve que detenerme
en un semáforo para volverme hacia él y observar su rostro; sus ojos
azules y su mirada expresiva me recordaron algo incierto, de mi pasado
quizá, pero quitándole importancia dejé de pensar en ello. Sin embargo,
al cabo de unos minutos no pude evitar regresar a aquella mirada y
fue entonces cuando un escalofrío me recorrió el cuerpo y me dije
a mí misma que no podía ser. Como quien quiere evitar enfrentarse
a algo a toda costa intenté convencerme de que todo era fruto de una
casualidad. Hacía mucho tiempo de aquello y seguramente aquel hombre,
que yo recordaba con aquella misma mirada dulce y serena, habría muerto
hacía ya mucho tiempo.
Cuando el semáforo volvió a estar
verde reemprendí la marcha para llevar a su destino a mi singular
viajero. «Me gusta la lluvia sobre el asfalto» dijo de repente «y
el olor a ozono que queda en el aire después de las tormentas de verano».
Aquellas frases volvieron a ponerme la piel de gallina. Había pasado
mucho tiempo, era cierto. Pero quizá no tanto como a mi me parecía.
Y casi sin querer me vi envuelta en aquella nube de mi infancia y
recordé que a menudo, cuando salía a pasear por el bosque solía hablar
largas horas con un hombre, vecino de mis abuelos, que pasaba largas
temporadas en el campo para curarse de una enfermedad. Pero era un
hombre de ciudad y a menudo decía «me gusta el campo infinitamente,
pero nada es comparable con la lluvia sobre el asfalto de mi ciudad
y el olor a ozono que dejan las tormentas de verano». Y siempre, cuando
nos despedíamos me decía lo mismo «cuando eres un hombre de ciudad
se aprenden a valorar estas cosas» y yo le contestaba «pues me gustaría
ser una chica de ciudad». Y nos alejábamos el uno del otro entre risas
y carcajadas. Ambos sabíamos que volveríamos a vernos el día siguiente.
Finalmente llegamos al destino
que me había solicitado el hombre. Y movida por una extraña sensación
me giré hacia él y le dije «cuando eres un hombre de ciudad se aprenden
a valorar estas cosas ¿verdad?» Y él, como si lo hubiera sabido desde
el primer momento me contestó «por fin conseguiste ser una chica de
ciudad». Le miré de frente y vi sus ojos brillantes y me pareció que
le temblaba la voz. Pero esta vez no había risas y carcajadas en nuestra
despedida. Ambos supimos en aquel instante que no volveríamos a vernos
nunca.
Tuve razón aquella mañana cuando
imaginé que aquel iba a ser un día extraordinario. Porque tuve la
ocasión de realizar el mejor viaje de mi vida. Efectivamente, no hemos
vuelto a coincidir. Murió poco tiempo después y cuando volví a visitar
su tumba descubrí que él había hecho grabar en la lápida «nada es
comparable con el olor a ozono que dejan las tormentas de verano».
Y, efectivamente, nada es comparable.
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Lee otro relato de esta autora (en Margen Cero):
Quiero ser como la hierba.
* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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