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Amor de frutas

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Sergio Llorens


Siempre que pasaba por su puesto del mercado la miraba. Ella se llamaba Verónica y, probablemente, olería a limones y cerezas. Su cara era dulcísima y brillaba como la piel de una manzana recién lavada. Me enamoré de ella en cuanto la vi.

Desde que vivía en el centro, cada jueves iba al mercado. Me gustaba aquel sitio. Con esa mezcla de olores: almendras tostadas, salazones y frutas de verano. Todo a la vez. Y todo en aquella placita. Era una delicia darse una vuelta por allí. Siempre dejaba para el final la frutería. El puesto de Verónica era el último del mercado. La mayoría de las veces, compraba a los comerciantes de alrededor. Así podía mirarla con la última luz de la tarde, cuando el sol no era más que una media naranja olvidada sobre la raya del mar.

La brisa del atardecer mecía el toldo a rayas verdes y blancas, donde en letras negras decía: «Amor de frutas». Y justo al lado, estaba escrito su nombre: «Verónica». Desde lejos la veía atender entre limas, duraznos, moras, fresas y manzanas. Cuando le pedían alguna fruta, ella atendía con calma. Cogía las frambuesas con delicadeza, las mandarinas con ternura, y los damascos y granadas con pasión. Luego lo ponía todo en el platillo de la balanza. Lentamente. Con cuidado de no dañar la fruta. Después se la daba a los clientes con una sonrisa.

Me metí la mano en el bolsillo y saqué la cartera, estaba vacía. Vaya, hoy que me había decido a comprarle algo, no llevaba dinero. Me acerqué igualmente. Mientras mostraba interés por la fruta, o eso es lo que yo pretendía, la miré de reojo. Estaba sentada, comía cerezas y leía un cuento de Mario Benedetti. Su pelo era oscuro, lo tenía mojado, hacia atrás. Unas cuantas gotas de agua se movían por su pecho, por su escote, empapaban su delantal verde aceituna. El lazo de un bikini fucsia asomaba alrededor de su cuello. Sus ojos no se despegaban del libro. Y mientras sus pupilas vibraban como burbujitas en un acuario, las cerezas enrojecían sus labios.

Sin darme cuenta, palpé la piel de un limón. Ella se levantó, dejó el libro con una señal y me dijo:

—¿Qué te pongo?

—Perdona, sólo estaba mirando.

—¿Te gusta mirar? —me dijo con una sonrisa.

—Más que mirar, mirarte.

—Ah, ¿sí?

—Sí —le devolví la sonrisa.

En aquel momento pensé que lo mejor era dejarlo aquí. Ya había ido demasiado lejos por hoy. Nada de precipitarse. Verónica me gustaba mucho. Así que le dije, que se me hacía tarde. Y que ya nos veríamos el jueves que viene. Cuando ya estaba a unos cuantos metros de ella, me llamó.

—Perdona, eres escritor, ¿no?

—¿Por qué lo dices?

—Por cómo me has mirado, bueno, y por cómo me miras todos lo jueves.

La sangré me coloreó la cara, como cuando un niño decide comerse solo una raja de sandia.

—¿Me traerás algún cuento el jueves? —un par de cerezas rozaban sus labios, no las mordía, las besaba.

—Claro —le dije todo convencido. Poco a poco recuperaba mi color normal.

Sacó la punta de su lengua rosada y lamió las cerezas, nos miramos durante muchos segundos, todavía hoy no sabría decir cuántos, y después, dos puntitos rojos trazaron un círculo en el aire, levanté la palma izquierda y sentí todo el deseo de aquella fruta en las líneas de mis manos.

—Son para ti.

—Gracias.

De camino a casa me puse las cerezas varias veces junto a la boca. Sentí su piel suave, brillante, húmeda. No pude resistir la tentación por más tiempo, me las comí. Y recordé a Verónica, sentada bajo su toldo a rayas, leyendo un cuento de Benedetti. Vi otra vez las dos cerezas, volando hacia mí, barnizadas con gotitas de su saliva. Y luego su sonrisa y sus palabras: «¿Me traerás un cuento el jueves?».

¿Por qué lo hice? ¿Por qué le mentí? Yo no era escritor. ¿De dónde sacó aquella idea? «Por cómo me has mirado», eso fue lo que me dijo. ¿Acaso los escritores miraban de alguna manera en particular? En fin, cosas suyas. A mí Verónica me gustaba mucho y si ella pensaba que yo era escritor y quería un cuento mío, pues lo tendría.

Pero había un pequeño problema. Jamás había escrito ningún cuento. Ni tan siquiera una carta. Y para escribir no sólo bastaba con la voluntad o el ímpetu del enamorado. Había que saber hacerlo, y yo no había cogido un lápiz desde hacía años. Tampoco leía. Poco a poco lo tenía más claro, no era suficiente el estar enamorado para escribir un cuento.

Un cielo rosado y un viento caliente envolvían una luna exigua, flaca, que aparecía junto a Venus. Iba por las callejuelas del centro hacia mi casa. Con el tallo de las cerezas todavía entre los dedos y abatido por el ansia desmedida del deseo, llegué a una conclusión. Necesitaba ayuda ¿Pero a quién se la pediría? No conocía a nadie que le gustara escribir. Pensé en comprarme un manual de escritura. Lo descarté. Me pasaría leyéndolo toda la semana y no tendría tiempo de escribir. También pensé en copiar algún cuento de amor, pero ella leía a Benedetti. No se podía engañar a una lectora de ese gran escritor.

En una de las farolas de mi calle vi un anuncio pegado. Parecía llevar tiempo, pero nunca me había fijado en él. Decía lo siguiente: «Resuelvo problemas de amor». Leí el anuncio varias veces. Nunca hubiera imaginado que alguien se ganara la vida así. ¡Bah!, será un fraude, pensé. Pero antes de entrar en casa, pensé en Verónica, en el sabor de sus cerezas, en el cuento para el jueves, y me decidí a llamar. Me contestó un viejo, era argentino, parecía agradable. Le conté mi problema, el tiempo que disponía y la poca idea que yo tenía de escribir cuentos. El viejo no daba nada por perdido y quedamos para la tarde siguiente en un café. Resolvería mi problema.

No me imaginaba cómo sería un tipo que resolvía problemas de amor. Por alguna extraña razón, uno se imagina a alguien especial. Pero aquel tipo era un viejo de lo más corriente. Se llamaba Marcelo. Tenía la piel ajada por el viento hiriente de la Patagonia. Su pelo gris le tapaba la frente y le llegaba a los ojos, que eran azules, tristes, ahogados, como dos planetas de agua.

Ahí lo tenía, delante de mí. Al viejo que iba a resolver mi problema. O al menos eso me dijo por teléfono. El viejo me explicó, en voz baja y bastante quebrada, que yo era su primer caso. Estuve a punto de levantarme. Pensé que me tomaba el pelo. ¿Cómo podía ofrecerse alguien como un solucionador de problemas si todavía no había resuelto ninguno? Con voz calma me pidió una oportunidad. Él estaba seguro de encontrar una solución a mi problema. Le pregunté si al menos había escrito algo alguna vez. Me dijo que no. Volví a levantarme de la silla y el viejo volvió a pedirme calma.

Le expliqué que no podía perder más tiempo. El jueves tenía que darle el cuento a Verónica. El viejo insistió en que me tranquilizara. Y yo cada vez me desbordaba más. Pierdo el tiempo, me repetía una y otra vez.

—A ver, dime qué tenemos —me dijo el viejo—. Pero no me digas cómo es ella. Ni cómo huele. Sé de sobra que es una belleza y que huele a limones y cerezas. Dime algo más. Algo que recuerdes.

—Eso. Cerezas. Le gustan las cerezas.

El viejo cerró los ojos. Al poco los abrió. Me miró fijamente. Marcelo tenía la mirada más triste del mundo. El agua azul de sus ojos era un pozo de insatisfacción. No quise preguntarle sobre su vida. Sé que no me hubiera respondido. No era yo el que solucionaba problemas.

—Ya tengo el título. El sentimiento de las cerezas —me dijo mientras se pasaba la mano por el pelo.

A mí me pareció cursi. Rebuscado. Pero Marcelo insistió en que era perfecto. Se me ocurrió preguntarle cómo se le había ocurrido. Luego entendí que no debía haberlo hecho. El título no era suyo. Lo había tomado prestado. Por tercera vez estuve a punto de irme. Aquel viejo me desquiciaba. ¿Pero dónde iba yo con un título robado? Qué locura. Este viejo me llevaba directo a la ruina. Marcelo no hacía más que pedirme calma. Que no me preocupara. Está bien, está bien, dije en voz alta, y después del título qué.

Me dijo que ante todo debía seguir su consejo. Si a mí me gustaba ella, que era así, tenía que hacer lo que él dijera para conquistarla. Porque Marcelo estaba aquí para eso, para solucionar mi problema. Volví a preguntarle por el cuento, por cómo iba a ser. Me respondió lo que ya me temía.

—Todavía no lo sé.

Marcelo tenía que madurarlo. Pensar en su estructura. Necesitaba tiempo. Quedaríamos en vernos el jueves, el mismo día que yo había quedado en darle el cuento. No supe qué decirle. Era demasiado precipitado. ¿Y si el cuento no me gustaba? Dejaba todo en manos de un extraño.

—¿Tienes alguna otra opción? —me dijo el viejo.

—Me temo que no.

Marcelo me dio su palabra. Según él, todo saldría bien. El cuento estaría para el jueves. No pierdas la confianza, me dijo el viejo a modo de despedida, todo se reduce a esa palabra: confianza.

—Está bien. Pero no me falle. Necesito ese cuento, por favor.

—Recuerda esa palabra. Confianza. Y nos vemos el jueves aquí a las siete de la tarde. Con tu cuento hecho.

El café estaba vacío. Sólo el camarero deambulaba por la barra con un trapo blanco metido en un bolsillo del pantalón. Faltaban cinco minutos para que apareciera el viejo con el cuento. Dieron las siete y el camarero se me acercó con un sobre. Era para mí, de parte de Marcelo. El viejo había cumplido. Respiré aliviado. No quise abrirlo, se me hacía tarde. Salí dándole las gracias al camarero y me dirigí al mercado.

Antes de entrar en la plaza, abrí el sobre. Dentro había un folio. En blanco. Lo encabezaba un título, El sentimiento de las cerezas. No había más que eso. La desesperación me llevó a girarlo varias veces. Busqué palabras, frases, comas. Y sólo encontré un inmenso vacío. Maldije al viejo Marcelo. Maldije los cien euros que le pagué.

El sol se consumía, lejano, como la llamita de una vieja estufa. Y yo estaba en la entrada del mercado, como un jueves más. Pero éste era distinto. Tenía que llevarle un cuento a Verónica. Ella lo esperaba, y yo sólo tenía un papel con un título. Y una frase que me retumbaba cuando caminaba hacia el puesto de frutas: Recuerda esta palabra, confianza.

Verónica estaba sentada bajo su toldo a rayas. El viento mecía las letras de Amor de frutas. Ella leía un libro, seguramente, de Benedetti. Y yo sólo tenía un folio en blanco. En fin, ya no había vuelta atrás. Algo se me ocurriría. Me vio de lejos, me sonrió. Su pelo largo y rizado le bañaba los hombros. Sus dedos acariciaban un par de cerezas. La saludé con una sonrisa, ella vio el folio y se puso muy contenta.

—¿Me lo has traído?

—Sí —contesté.

—¡Qué bien! ¿Puedo leerlo? —me dijo antes de meterse una cereza en la boca.

Dudé. Y volví a dudar. De pronto, recordé la palabra del viejo Marcelo, confianza. Miré de reojo el título del cuento y decidí regalárselo, pero antes le pedí una cereza. Me dijo que primero el cuento. La palabra confianza retumbó en mi cabeza. Entonces fue cuando me acerqué a Verónica y la besé. Sabía a pulpa de cereza, a crepúsculo de verano. Mientras nos abrazábamos sentí el olor de su piel. Era cierto. Olía a limones y a más cerezas. Y también olía a moras y a duraznos y a flores de damasco y a todas las frutas del verano.

Después del beso me pidió el cuento. Le enseñé el folio.

—El sentimiento de las cerezas —leyó en voz alta—. ¿Pero dónde está el cuento?

—En tu boca.

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SERGIO LLORENS
nació en Valencia, en 1972. Es licenciado en Filología Hispánica. Ha publicado De lo Canalla, del amor y de lo absurdo, su primer libro.

PÁGINA WEB DEL AUTOR: http://www.sergiollorens.com/


ILUSTRACIÓN RELATO: Half a strawberry, By Jeff Kubina from the milky way galaxy (Strawberry) [CC-BY-SA-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)], via Wikimedia Commons.