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Aurora
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Nieves Jurado Martínez


Fue a mí a quien ordenaron enterrar al Narrador. Sí, a mí, a su mejor amigo; bueno, a su único amigo. En aquel infierno era muy difícil hacer auténticos amigos, cada uno iba a lo suyo. El instinto nos hacía desconfiar de todos. Teníamos bastante con intentar sobrevivir día tras día, con procurar pasar lo más desapercibido posible ante los ojos de los guardias que no dudaban en disparar o apalear a cualquiera que no les gustara.

—Llámame Narrador, muchacho —me dijo la mañana que nos conocimos.

Yo tenía 17 años y él me pareció la persona más vieja del mundo.

Nunca supe su verdadero nombre, y tampoco me importó. Me gustaba llamarle Narrador, porque eso era realmente: un contador de historias. Historias que hablaban de lejanos lugares, donde la guerra no existía y se respiraba paz y libertad; historias de amores y de pasiones encendidas. Historias que me ayudaban a olvidar porque me transportaban a un mundo más allá de aquellos miserables muros donde el olor a muerte vagaba despacio por los rincones impregnando nuestras ropas y nuestros cuerpos como el humo de los cigarros. Y todas con un mismo nombre protagonista: Aurora. La mujer de ojos violetas y de piel blanca y suave. La mujer que lo obsesionaba y de la que cualquier hombre se enamoraría perdidamente. Aurora, Aurora. Con sólo nombrarla mi cuerpo se estremecía y, con el tiempo, supe que jamás amaría a nadie como a aquel personaje remoto como una nube y liviano como un pájaro.

Todo el mundo pensaba que mi amigo estaba loco, sin embargo yo sabía que él era el único cuerdo en aquella encarnizada guerra. Me contó que había sido escritor de novelas baratas, pero que algún día escribiría una realmente buena e importante, una que lo colocaría al lado de los más grandes escritores de todos los tiempos, Shakespeare, Cervantes, Tolstoi..., pero yo sabía que jamás lo conseguiría, porque en aquel agujero era imposible escribir ni una sola palabra, además hacerlo suponía un suicidio.

No me extrañé de su muerte. Estaba muy enfermo, a causa del trabajo agotador que nos obligaban a realizar bajo la nieve que no cesaba de caer en todo el invierno, o bajo la pertinaz lluvia de la primavera que se aferraba a nuestros huesos o bajo el sol espeso del verano. En ese campo de concentración vivíamos al borde de un precipicio, si te asomabas caías. Pero al Narrador no sólo lo mató la enfermedad y los años; lo mató la nostalgia y, sobre todo, su corazón se paró por no poder escribir.

Aquella gélida y despiadada mañana de enero, un par de guardias entraron en mi barracón para contabilizar los presos que habían fallecido durante la noche. No había ido mal, tan sólo uno: «el viejo loco», como le llamaban. Con un movimiento rápido se giraron hacia donde yo estaba, sus ojos fríos e inhumanos recorrieron mi cara y mis brazos como las ratas recorren el cuerpo de un cadáver. Después de examinarme me apuntaron con su arma y me obligaron a desvestir al Narrador antes de tirarlo a la fosa.

Me acerqué despacio al cuerpo inerte y extremadamente delgado de mi amigo, me arrodillé a su lado y lloré como un auténtico crío. Lloré por él y lloré por mí, por lo que había perdido. De pronto me invadió un miedo terrible, pero de esa clase de miedos que se mezclan con el alma y oprimen el estómago, porque entendí que me quedaba solo. Solo y vacío como un desierto; solo y perdido frente a la crueldad más absoluta. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y noté cómo la sangre bajaba por mi nuca, estaba tibia y se deslizaba despacio, como si temiera ser descubierta. El soldado que me había golpeado con la culata de su fusil, me gritaba que me diera prisa, pues ya estaban descargando la cal para echarla en la tumba. Mientras yo acababa salieron a fumarse un cigarrillo. Los oía reír y los maldije por ello.

Cuando le quité la ropa me quedé atónito por lo que vi. El cadáver del Narrador estaba lacerado con palabras escritas sobre la piel, arañadas con, lo que supuse, una aguja o un alambre. Las palabras surgían por todas partes, unas, las más recientes, eran rojas e hinchadas y estaban rodeadas de sangre seca que caía como espantosas lágrimas; otras, más lejanas en el tiempo, apenas sí se distinguían. Parecían estigmas realizados por el mismísimo Jesucristo. No tardé en comprender lo que ocurría: aquel hombre necesitaba escribir sus historias. Esas historias que me contaba por las noches, cuando la luna entraba por la pequeña ventana del barracón dándole al lugar un aspecto lechoso y extraño. Entonces el silencio lo llenaba todo, interrumpido de vez en cuando por el sonido de disparos o de alguna explosión lejana. Narraba despacio, sintiendo cada frase, buscando en su cabeza la manera de guiarme hacia otros mundos, otras vidas. Y el mismo nombre se repetía: Aurora. Y las palabras se amontonaban como los muertos de aquella siniestra fosa donde lo iban a arrojar: ojos, violeta, mar, cielo, azul, amor, libertad, paz, esperanza... Sus historias eran tan bellas...

Han pasado más de sesenta años y ni un sólo día he dejado de pensar en Aurora y en mi viejo amigo, el Narrador. Nunca olvidaré que fueron sus historias las que me salvaron de morir en aquel campo de concentración. No sé si esa mujer de ojos violetas existió o no. Tampoco me importa. Ahora soy yo el escritor, y estoy viejo y enfermo. En mis manos tengo un libro, mi último libro, en él cuento sus relatos y su historia. La portada es oscura y brillante, en ella destacan unos grandes y hermosos ojos de mujer y un título, un único título posible: «Aurora».


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CONTACTAR CON LA AUTORA:
nievesjm(at)hotmail.com


Lee otros cuentos de esta autora (en Margen Cero):
El otro | La muerte de mamá

*ILUSTRACIÓN RELATO: DSC 0009 Auge, By Elmar Ersch (Own work)
[CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons.