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Belén
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José M.ª Méndez Méndez


H ablaban sobre temas banales, esas conversaciones típicas entre parejas que a veces me recuerdan a las comedias de Woody Allen. Belén, con su camisa azul, estaba muy natural, absolutamente acoplada a su papel de pareja, de esposa casi, y su amiga, más veterana en esos menesteres, hablaba sin parar. Parloteaba de la misma forma que como hace nada lo hacía mi madre con una vecina, en los tiempos en que yo las observaba desde la óptica infantil, incrustado en mi sofá y preguntándome qué aliciente tenía aquella conversación que me estropeaba el sonido de los dibujos animados. Belén principalmente escuchaba, pero a veces también tomaba la palabra para asentir o seguir con aquellos chismes, incluso yo mismo llegué a opinar sobre lo que decían, pero después me levanté y caminé por el pasillo.

Al pasar justo por delante de nuestra habitación eché una ojeada a la cama deshecha, pensé en cómo había seguido tan fielmente el paso marcado por la sociedad, y después de tantos años de pendoneo, tantos bares, tanta cerveza y Brugal, y tantas guiris, al final me había amoldado lealmente a un «domicilio conyugal». Pero estaba totalmente seguro de que me encontraba donde yo quería, me sentía muy a gusto con Belén. Una mujer sobre todo profunda, además de buena y mágica. Durante mi vida había pensado en ella en infinidad de ocasiones, me había acompañado su imagen desde que estaba en el instituto, y me resultaba tan familiar que aquel ser formaba parte de mí tanto como mis brazos o mi mirada. Durante la adolescencia nos habíamos escrito unas cartas maravillosas que aún conservábamos. Las suyas mucho mejores que las mías, las cuales supusieron la base que cimentó mi inconmensurable amor hacia ella. En una noche brillante, haciendo acopio de mi escasa valentía, me había declarado con toda sinceridad, y había conseguido que después de muchos años acabara siendo mía. No sé porqué, pero siempre me han atraído las sanitarias, las morenas de ojos negros y las personas con profundidad. Belén representaba el arquetipo perfecto en el que confluían todos mis deseos. A pesar de que no era guapa y siempre lucía unas ojeras violáceas (producto de sus discusiones con el sueño) era la mujer con la que llevaba años viviendo y de quien me sentía orgulloso al presentársela a mis amigos. Era mi elección y había conseguido que ella también me hubiese elegido a mí. Mirando la cama deshecha comencé a intentar recordar cuándo nos habíamos despertado, pero no fui capaz, después traté de acordarme de cómo era el sexo con Belén, pero mi mente estaba nublada, no rescataba ninguna imagen. Se me ocurrió que no recordaba el sexo entre nosotros porque quizás no lo hubiera habido, quizás nos queríamos tanto, estábamos tan cómodos juntos y nos profesábamos tanto cariño, que hasta nos habíamos olvidado de eso. Pero no me convencía, por lo que empecé a ponerme un poco nervioso. Parecía como si desde el día en el que me había declarado a ella hasta ese instante, hubiéramos dado un gran salto en el tiempo. La continuaba escuchando en el salón. Me asomé y comprobé que ella seguía exactamente igual que como la había dejado, en la misma postura y con idénticos ojos, escuchando a su amiga. Si de alguna de mis cualidades me siento orgulloso es de mi memoria, y no podía concebir que nunca hubiéramos tenido sexo y que no recordara nada de nuestra historia, sabía que algo extraño se escondía detrás de todo. Continué dándole vueltas a la situación hasta que finalmente me di cuenta de que aquello sólo se podría explicar si fuera un sueño, entonces fue cuando el sueño dejó de ser sueño. Me desperté sobre las doce de la noche, había dormido desde las siete de la tarde y me invadió una tremenda desesperación por mi soledad, por que ella no estaba conmigo. Belén nunca iba a ser mi pareja. Me di cuenta con una indecible tristeza de que el personaje principal de mi novela no podía ser más que eso, un personaje, y que era imposible convertirlo en un ser de carne y hueso con el que compartir mi vida.

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De la Luna al Sol


- ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Juanjo Barinaga ©