Un beso en sus
sueños
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Jesús Zatón
Se despertó con una maravillosa
y plácida sensación de felicidad apenas enturbiada por un ligero
brote de melancolía que, en aquellos instantes, en modo alguno lograba
desdibujar el delicioso regocijo que le embargaba. Por primera vez
en su vida había degustado el fruto de unos labios de mujer. ¿Importaba
mucho que fuera en sueños...? Permaneció con los ojos cerrados, tratando
de arrastrar desde el mundo onírico a su memoria las vivas sensaciones
que zarandeaban todo su ser ¡Quién sabe qué vivencias, qué amores,
compartimos en los sueños! Y él, se había enamorado. Se había enamorado
locamente de aquella muchacha cuyo cuello era un delicado brote de
rosas y sus iris, teñidos de azul intenso, dos cielos enormes y llenos
de promesas. Aspiró con verdadero deleite el aire de la habitación
tratando de atraer algo del aroma, de la estela de azahar y espliego
que dejaban a su paso los cabellos largos y ensortijados de la muchacha.
¿Tenía nombre? Esbozó una sonrisa. De tenerlo no podía ser otro que
«Amor». Era ella, ella. Nada más verla lo supo, lo supo como solo
puede saberlo quien ama, con la certeza que da el corazón. Una ligera
nube emborronó su dicha durante una fracción de segundo: ¿Volvería
a verla? En el mundo de los sueños no hay direcciones, ni códigos
postales, ni apartados de correos...o quizá sí... Se dio la vuelta
y permaneció de espaldas, con los brazos cruzados bajo la nuca y la
mirada perdida en la difusa penumbra esparcida por el techo, luego
se incorporó con desgana, se dio una ducha, tomó un descafeinado acompañado
de un bollo, en la cafería de siempre, la que hacía esquina con el
banco donde trabajaba y, como todos los días, a las ocho en punto,
se encontraba ya dispuesto para atender a los primeros clientes.
La mañana pasó pronto y la tarde
en un suspiro. Anhelaba ya la noche, el tiempo en que podría reencontrarse
con la joven que amaba. Ni siquiera se entretuvo en ver el habitual
concurso televisivo de los miércoles. Antes de las diez estaba en
la cama, suspirando impaciente por ser arrebatado por el sueño.
La misma maravillosa y plácida
sensación de felicidad de la noche anterior pudo advertirse en su
rostro al despertar. Arrebolado por el recuerdo de los besos compartidos
en sueños se aferró a la almohada invadido por una dulce pereza. Aquel
fue el primer día desde que entró a trabajar en el banco —hacía de
eso cinco años— que llegó tarde a la oficina. El director, acogió
las disculpas del hombre con una sonrisa. Tal vez pensara que después
de todo su empleado no era tan perfecto ni eficiente como había llegado
a creer.
A media tarde se metió en la cama
con la premura de un adolescente que se da prisa por llegar a su primera
cita. Despertó muy de mañana, irradiando por todos los poros una alegría
indefinida, tan solo empañada por el hecho de que por segunda vez
en dos días, llegaba tarde al trabajo. Esta vez no hubo gesto condescendiente
y el peso excesivo de la mirada severa del director le hizo agachar
la cabeza y no levantarla hasta bien pasadas las doce.
No hubo mañana siguiente, o si
la hubo, ni siquiera tuvo fuerzas para despertar del todo, y menos
para levantarse de la cama. Permaneció durante horas tendido en el
lecho en un caprichoso duermevela desde el que aún podía vislumbrar
retazos del mundo desde donde ella le miraba. La joven le sonreía,
siempre le sonreía. Se deslizaba a su alrededor, girando divertida
sobre su cabeza, frágil bailarina de papel que un leve suspiro parecía
suficiente para ponerla en movimiento.
Sintió como le tendía su blanca
mano y su voz parecía romperse en pedazos al rogarle que no se fuera
aún.
¿Cómo pensar siquiera en dejarla?
Oyó a lo lejos una bocina desdibujada por la bruma, y supo que no
era la voz metálica y gutural de ningún barco, sino el monótono ronroneo
del teléfono. Supo también quién era el que llamaba: el director del
banco, queriendo saber, siempre queriendo saber el por qué del nuevo
retraso. Dejó sonar la bocina o el teléfono, dejó que su voz se apagara,
enronqueciera, la muchacha reclamaba nuevamente sus labios.
Le encontraron dos días después,
en la cama, bien cubierto con un edredón nórdico y una sonrisa angelical
en los labios. El forense sonrió también en el momento de la autopsia.
Sin duda aquel tipo, en cuya mejilla derecha no se habían borrado
del todo las marcas del carmín, era de los que sabían disfrutar hasta
en los últimos instantes.
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JESÚS ZATÓN (Ribabellosa;
Álava - 1956) es licenciado en Bellas Artes, catedrático de dibujo
y fotógrafo. Ha realizado numerosas exposiciones de pintura. Ilustrador
y escritor de libros infantiles-juveniles ha publicado una treintena
de libros en este campo.
jzaton(at)teleline.es
ILUSTRACIÓN RELATO:
Dirty Kiss, By Athena Flickr (originally posted to Flickr as Dirty
Kiss) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)], via
Wikimedia Commons.
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