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De paso
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Pablo R. Bigliardi Collado

 

Fue de un día para el otro que asfaltaron la calle, dice mi tía. Aparecieron los de la municipalidad con camiones y máquinas y en menos de una semana taparon sin miramientos toda la historia de la calle Pellegrini. Mi padre nunca había querido hacer la vereda porque decía que con la calle de tierra no iba a hacer falta adornar con ornamentaciones inútiles. Si la tierra ensuciaba todo.

Pero ahora otra gente está viviendo en mi casa e irán a tomar medidas. Pondrán una vereda de lajas como hacían todos. Es lo más barato. Hay que ir hasta las sierras y pedirle a los puesteros que cortaban piedra en sus tiempos libres.

Por esta calle, el camión regador supo aplicar el perfume de la tarde en los veranos en que corríamos todos los chicos por detrás. El camión seguía imparcial su rutina y lo seguíamos hasta la parte asfaltada, en donde empezaba la plaza. Del otro lado seguían la Comisaría, la Iglesia y la Escuela. Allí nos quedábamos descansando hasta que el camión diera la vuelta y comenzara por el lado de los Vascos Vallortigara y desde allí lo alcanzábamos corriéndolo hasta que alguna madre nos gritara que estaba la comida. Comida amargada por vinos que mi padre bebía. A modo de bajativo decía cuando iba por la segunda jarra.

En la medida en que mi padre acentuaba su agresividad en contra de todo lo que tuviera a su alrededor, con mi madre y mis hermanos, planeábamos la forma más airosa posible de irnos. El abandono de hogar le hubiera significado perdernos porque seguro que mi padre reclamaría el delito.

Por eso había que escaparse. Huir lejos.

Un día mi madre apareció con el ojo negro y el resto del cuerpo amoratado. Se veía a través de un vestido transparente que llevaba puesto.

La sangre coagulada, sostenida entre esos redondeles negros se organizaba por todo el cuerpo para armarle una viruela de grandes dimensiones. Tan grande como otras enfermedades que le envenenaban la sangre y se le iría poniendo tan oscura como el futuro previsible que le esperaba junto a mi padre.

Fue en esta esquina de la calle polvorienta donde reventamos los primeros petardos navideños o matábamos a los sapos a patadas limpias. Los sapos después de la primera patada quedaban como aplastados contra el suelo, apoyando la cabeza y los pies como muertos, pero con los ojos bien abiertos, mirándonos. Costaba más trabajo engancharlos con la punta del pie para hacerlos volar por el aire. El Cabeza, el más atrevido, los levantaba de una pata y los tiraba para arriba y alguno de nosotros lo enganchábamos de lleno con una patada que lo dejaba cerca del farol de la luz hasta que caía a la tierra levantando un sutil polvillo. Luego llegaba la hora de las piedras. No costaba nada conseguirlas, el suelo estaba lleno de ellas y hasta que no veíamos las tripas afuera nadie descansaba.

Había que tener cancha y eso nos sobraba ¿Y la canchita Libertad, también habrá sido asfaltada? Estaba en la otra cuadra y era un terreno grande para jugar once contra once. Seguro que estaría corriendo el mismo peligro de la modernidad, pero no tuve tiempo de ir a verla. La tía me agarra la mano y no para de hablar. Mi pueblo es un lugar de paso y no un destino para quedarme.

—¿No lo fuiste a ver a tu padre? El domingo le fuimos a llevar flores. Está un poco descuidada la tumba.

Y que siga así. No pienso pasar por nada del mundo.

Mi padre había entrado ciego a casa por esa misma puerta que ahora se veía bien pintada. Cuando la encontró a mi madre de frente, le pegó una trompada en el medio de la cara. Entre el pómulo y el labio quedó el muñón marcado. Mi madre cayó al piso redonda y él se fue a dormir quedando de cuclillas entre el piso y la cama. Se había zambullido. Con mis hermanos mirábamos a mi madre en el piso, medio muerta, medio atolondrada, medio sangrando y medio queriendo matarla para terminar ese asunto mal parido.

La violencia de la guerra ya totalmente declarada, preveía un desenlace. Lo presentíamos. Mirábamos a mi madre en el piso sin preocuparnos demasiado. Estábamos cansados de ver lo mismo y nos daba lo mismo que estuviera en cualquier lado. En el piso o en la tumba. La culpábamos por quedarse en ese pueblo de mierda con todos los mierdas parientes de mi viejo que nunca la ayudaron.

¿Y adónde nos íbamos a ir? Preguntaba desconcertada con ese miedo sombrío de que nos pasara algo. A sus pichones, su único capital de la vida. A cualquier lado nos iríamos madre. Aunque cagados de hambre cualquier lado daba igual.

Los pichones de gorrión eran mi vicio. Cuando llegaba octubre me encargaba de sacarlos de los nidos que hacían en las paredes de ladrillos de las casas viejas como la de los viejos Ranchetti o la del loco Cocodrilo que vivía solo y la casa se le iba yendo a pique. Sabían formarse huecos por el desgaste y allí anidaban. Controlábamos el proceso de las primeras semanas y, ya maduros, los llevábamos a la esquina en donde se improvisaba un laboratorio. Yo conseguía lavandina, té frío, leche del árbol de higo y otras sustancias para mezclar. Les clavábamos las alitas sobre tablas y les inyectábamos los distintos preparados dentro de esos cuerpitos sin plumas. Las jeringas las conseguía el Tito por su madre enfermera.

Mis hermanos corrían a matarlos de un pisotón cuando veían mi encarnizamiento.

—Se está volviendo loco el sanguinario éste.

Eran casi adolescentes y mi comportamiento los alentaba. Mi padre los golpeaba desde chiquitos con todo lo que tuviera a mano: palos, rebenque, cucharón. Hasta un martillazo lo dejó sin el dedo meñique al mayor. Llevábamos una buena diferencia de edad. Habían terminado la primaria y hacían changas en el campo juntando piedras o arreando vacas.

Tampoco pudieron jugar en la infancia. Ese animal les fue rompiendo los juguetes en distintas borracheras y sin dinero no se podía tener muchos más. Por eso vivíamos en la calle buscando entretenernos. Y aquí, en esta esquina en donde está ubicada mi casa (aunque bastante cambiada), se formaba el centro de reunión de los pibes de la cuadra.

Después vinieron las peleas que yo mismo organizaba cuando perdía en los juegos de bolitas. No me permitía perder y debía recuperarlas de alguna forma. Por eso les pegaba a todos por nada y por miedo se dejaban ganar. Mis hermanos intentaban intervenir pero mi conducta bajaba las notas de un boletín que se iba llenando de ceros y rojos. De la misma forma que en la escuela.

Las maestras habían tocado varias veces el timbre de mi casa preguntando. La simpatía apabulladora e incoherente de mi padre las dejaba desconcertadas y se iban sin respuestas.

Un día me despertaron mis hermanos. Eran como las dos de la madrugada y la noche anterior habían terminado como a la misma hora con una amenaza de muerte. Esta vez mi padre tenía la escopeta entre las manos. La noche anterior hubo un violento forcejeo con el revólver hasta que mi madre, en un afloje de cansancio del borracho, pudo tirarlo por el aljibe.

Corrí a sacarle la escopeta cuando intentaba colocarle los cartuchos. El borracho estaba tan jugado que parecía seguro de querer matarla. Esa vez el agotamiento le ganaba. No había otra forma de terminar. Era el desahuciamiento, el cansancio de ya no saber qué hacer de una convivencia agotada en todos sus recursos.

Yo me había prendido de su hombro y su cuello y le golpeaba la cara con todas mis fuerzas. Mis hermanos miraban con respeto. Mi madre pudo sacarle el arma.

Mi tía quiere que me quede a almorzar. Pero no, tía. Antes tan silenciosa, tan maligna, tan cómplice. Una celosa o simplemente una estúpida. Con esa cara de desamparada. Ahora pretendiendo retenerme.

Mi madre gritó con toda la fuerza que sus gastadas cuerdas vocales le permitieron y todo el pueblo, que seguro escuchaba, sabía quién era quien. Pero mi padre era tan simpático, tan petitero y galante que la imagen de locura la llevaba mi madre con esos trapos de pobre puestos de apuro sobre el cuerpo castigado y esos grandes lentes negros que le tapaban los moretones. Parecía una viuda fumadora de esas a las que la piel se les amortaja, se les desengrasa y por último les desaparece y solamente les queda la vida para seguir usándola como pueden.

Con el arma en la mano mi madre salió a la calle. Y en esta calle polvorienta se paró gritando ayuda y nadie salió por nada. Por esta calle siguió cruzando la plaza hasta la Comisaría.

—¿Y qué hace usted con ese arma en la mano? —le preguntó un policía compañero de borracheras de mi padre.


Manejando mi auto llego a la ruta. Voy pasando por el paso a nivel, las barreras están altas y sigo. Un poco más al costado estará el club Atlético, el contra del San Martín del cual fuimos socios con mis hermanos, la sede, en donde fui mozo de otros viejos tan borrachos, fumadores y truqueros como mi padre.

El tanque de agua es lo último que se ve junto al sol del mediodía. Más atrás permanece el asfalto de mi calle que tapó todo. Hasta limpió el pasado dejándolo como más higiénico. O menos peligroso.


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Pablo Raúl Bigliardi Collado es un autor que vive en Rosario (Santa Fe - Argentina)
bigliardip[at]arnet.com.ar

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©