Sean eternos, vivan
fugaces
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Osvaldo Croce
y Armando Borgeaud
—Según
parece, el tiempo es una cortina llena de pliegues; cuando
el viento la mueve, pasan cosas: algunos dejan de verse, otros aparecen
a la luz. Si alguna vez pudiera plancharse tamaña tela, observaríamos
la eternidad.
El profesor Lombardi
carraspea, mira la hora.
—Y en este jueves
de 1997 hablar de eternidad es un mal chiste. La seguimos en la próxima.
Buenas noches.
Rubrica su saludo
sentándose en el escritorio, sacando un atado azul desde las entrañas
del saco más popular de la Escuela Normal. Entretiene sus ojos mirando
a las muchachas que salen con cadencia de agua tibia, enciende el
cigarrillo con su carusita. Concentrado en la brasa circular escucha
los pies yéndose de su clase.
«Se extraña un mapa
de Asia en hule negro para marcar los volcanes —piensa en la inmensidad
de todo salón vacío— o una lámina desplegable de la Campaña Libertadora
de San Martín con banderitas que señalen combates o batallas».
—Linda teoría esa
de la eternidad, Lombardi, pero por lo visto no fascina a tu auditorio
estudiantil.
La voz color amarillo
lo interrumpe en su modorra desde una brisa con olor a Oeste. Entre
la implacable luz fluorescente, por los bancos de atrás, el docente
distingue a una mujer cruzada de piernas, mirándose las uñas color
ingenuidad. Sin alterarse, echando bocanadas cortas, la escucha.
—Claro —completa ella—,
cómo podrían desafiar semejante concepto si recién llegan a la adolescencia;
ellos disfrutan de la eternidad, la gozan.
—Por un tiempo nomás
—replica Lombardi al vacío, deslizando su largo esqueleto desde el
escritorio a la silla que no lo esperaba tan pronto.
Aparta las carpetas
que tiene cerca, busca en el humo a su interlocutora incógnita, apoya
los pies en la madera lustrada.
—Cuando comiencen
para ellos las pérdidas —sigue el profe— difícilmente pueda hablarles.
La garganta escondida
suena muy vivida, riéndose en la contestación: —Digamos una forma
de hacer terapia, de joderle la vida a los pibes.
—Maneras de ver —acota
Lombardi—, la eternidad no nos interesa porque somos contemporáneos
de lo fugaz, pero sigue siendo un beso como escribió el viejo Jaime
Dávalos. La idea de permanecer parece aburrida, arcaica: las mismas
palabras, los mismos paisajes cada mañana, las presencias acostumbradas.
Instantáneo tiene más sabor. Por mi parte sigo pensando que el verdadero
amor es el que se pierde sabiéndolo eterno, soñando la posibilidad
de volver a encontrarlo.
Hay una aguja de silencio
antes de que la voz vuelva: —Ah, querido profesor, vivir desvaneciéndose
con la ilusión de terreno ilimitado por delante, caballeros de la
nostalgia.
—Objeción, golpe bajo
—Lombardi escucha en su memoria una locomotora de vapor, la voz de
su madre llamándolo a cenar—. Insisto en que lo mejor de todo eso
es su desvanecimiento, su brevedad, su finitud si es que lo quiere
decir con elegancia. Y al mismo tiempo la eternidad. Allí estaremos
esperándonos.
Se levanta de nuevo,
junta hasta la sombra del cigarrillo.
—¿Sale? —pregunta
a la interlocutora desconocida.
—Yo siempre me quedo
—dice ella, con una sonrisa sin cerradura.
Lombardi baja su somnolencia
por entre alumnos que deshacen de colores el recreo; llega a la secretaría,
firma papeles. Recorre los metros hacia la puerta principal, disfruta
de la piba del quiosco, salida de un cuento de Onetti. La calle, amarilla
luz de sodio.
Sube al auto, tira
las carpetas en la sombra del asiento trasero. Mete la mano en el
saco, busca la llave de encendido, pone en la radio la voz de Víctor
Hugo:
—¡Qué gusto saludarlos!
Sonríe en silencio.
Pone el cambio, acelera. Deja atrás el jueves, los alumnos, esa mujer
fugaz en la penumbra que atropella con las luces altas.
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Osvaldo Croce
y Armando Borgeaud son dos
autores bonaerenses. Han publicado recientemente el libro de cuentos
Fogaratas.
patios(arroba)arnet.com.ar
Lee otro cuento de estos autores:
Brando
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Clock Silhouette, By unknown:simple wide-spread figure (dingbat
fonts) [CC0], via Wikimedia Commons.
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