La lentitud del
placer
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Agustina Bazterrica
Sentada. Pies juntos,
manos sobre el banco de madera. Sola. Espalda contra el respaldo,
pollera liviana hasta las rodillas, camisa traslúcida, ojos en silencio.
Quieta. Boca entreabierta, respiración lenta, pelo que toca la punta
de los senos, labios que se mueven apenas, acariciando el aire con
vibraciones pequeñas como las de dos alas rojas cayendo juntas, una
sobre la otra.
La gente
pasa, pero no está. Están los cuerpos, la ropa, los olores que se
mezclan con las palabras hechas de nada, de vidrios rotos, de instantes
muertos, despedazados, las respiraciones entrecortadas, el murmullo
oscuro, ridículo, plano. Ella, inmóvil. Mira un cuadro.
Hay una mujer
sentada sobre un bote de madera negra, sosteniendo una cadena de la
que es prisionera. Hay juncos en el agua que pueden lastimarle la
piel, penetrarla como agujas de hielo. Hay una lámpara que cuelga
de la punta del bote oscuro y hay velas que se consumen, se apagan.
Hay un río, agua suspendida que pareciera querer congelar el mundo,
detenerlo por siempre en ese momento, en ese instante perfecto. Hay
pájaros diminutos, apenas visibles, parados sobre los juncos, sobre
las espinas afiladas que lastiman el extremo del paisaje, donde no
hay sangre.
La mujer
va a morir y lo sabe. No llora. Lleva un vestido blanco que aparentemente
la protege del frío pero no lo hace. Esta sentada sobre una manta
que roza el agua, que ya está mojada, que no la tapa. Los árboles
duermen, pero oyen que los ojos de la mujer se cierran, huelen el
color rojo del pelo que cae hasta la cintura, sienten los labios,
la suavidad del miedo, de la boca apenas abierta. El frío detiene
los aromas, los sonidos, los reduce a una quietud semejante a la de
un alarido deforme, mudo. Quiere matarlos despacio, dándoles placer.
Quiere que la mujer desaparezca entre las caricias punzantes, despedazarla
con la lentitud que sólo permite la muerte.
Y ella, sentada,
sola, quieta, es la mujer, quiere serlo. Necesita estar en el bote,
sentir el acero helado de la cadena, el peso del vestido blanco que
no la abriga. Estar dentro de la piel transparente, pura. Ser la mujer.
Estar cubierta del silencio, de los susurros blandos del frío que
la van envolviendo, del ritmo inmóvil del agua cortándole la respiración.
Aprieta los bordes del banco de madera y tiembla, apenas. Es la mujer,
sentada sobre la manta bordada, quiere serlo.
Siente la
muerte, puede tocarle los párpados. Sabe que la quietud es capaz de
matarla porque ahora es ella la que respira la suavidad de los árboles.
Dejarse llevar, caer en el pulso interminable del silencio.
El bote negro
pareciera no moverse, pareciera estar atrapado entre los juncos y
ella en el banco de madera clara entiende que la quietud no es la
muerte, ni el silencio, ni el frío, ni la mujer. Es parte de la respiración
del paisaje, está dentro de ella de la misma manera que está dentro
del cuadro, de los pájaros helados, de los juncos inmóviles, del agua
negra en forma perpetua.
Entonces
quieta, sola y liviana se deja caer y la sangre, las venas se diluyen
en pequeños fragmentos; la boca abierta, apenas; las uñas clavadas
en el banco de madera; los ojos sin dejar de mirar a la mujer, al
cuadro; el pelo cubre los labios mojados, brillantes que se mueven
con un ritmo lánguido, preciso, suave, como el del bote negro; la
piel entera vibrando en forma imperceptible, casi inadvertida; la
respiración pareciera detenerse, por momentos, como la de la mujer
que nunca termina de morir; las piernas abiertas, las manos aferradas
al banco, marcándolo, despedazando, apenas, la madera clara y no hay
sonidos, como en el cuadro, sólo está ella dentro de una dimensión
muy cercana a los bordes del aire, donde la respiración es una, muy
próxima a la caída. La piel, ahora, es transparente como la de la
mujer que desaparece, que se derrama en los latidos llenos de silencio
que nacen del agua helada, de la quietud de los pájaros, de los juncos
negros, de la mirada de la que está sola. La pollera liviana se arruga
con el temblor de las piernas y pareciera no cubrirla como el vestido
blanco que está mojado. Siente la vibración pequeña de los pájaros
rozándole la mano que sostiene la cadena, la mano aferrada al banco
donde las uñas lastiman la madera clara. Siente el límite del paisaje,
del mundo, lo percibe suspendido en el aire, en los juncos apenas
visibles, en el agua con espinas, en el banco donde está sentada,
quieta.
No habla,
aunque pareciera hacerlo con el cuerpo, estremeciéndose con la lentitud
que sólo permite el placer, sin detenerse jamás, como en un río, dentro
de un bote.
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LA AUTORA
agustinabazterrica[arroba]yahoo.com.ar
Ilustración relato:
JWW TheLadyOfShallot 1888, John William Waterhouse [Public
domain], via Wikimedia Commons.
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